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Fue directamente a ver a la tía Agnes.

Agnes echó un vistazo a la cara pálida de su sobrina y cruzó corriendo la habitación.

– Por todos los cielos, niña, ¿qué te pasa? Parece que hubieras dejado toda tu sangre en un frasco, en tu habitación. Siéntate aquí.

Lorna se sentó, temblando.

– Tía Agnes -dijo, apretando las manos de su tía, y alzando hacia ella los ojos aterrados-. Por favor, no se lo digas a mi madre porque no quiero asustarla, todavía, pero creo que en realidad tengo esa enfermedad de Addison.

– ¿Qué? Oh, claro que no. La enfermedad de Addison.,. ¿quién te ha dado semejante idea?

– Busqué en el libro Salud y Longevidad, y es como mi madre sospechaba. Tengo todos los síntomas, y acabo de vomitar y, según el libro, eso significa que estoy en un estado avanzado. Oh, tía Agnes, no quiero morir.

– ¡Lorna Barnett, termina con eso ya! ¡No vas a morirte! Ahora, descríbeme esos síntomas.

Lorna los describió, sin soltar las manos de Agnes. Cuando terminó, se sentó junto a ella en la tumbona.

– Lorna, ¿tú me quieres? -le preguntó.

Lorna parpadeó y después la miró fijamente, tratando de digerir una pregunta tan inesperada.

– Por supuesto.

– ¿Y confías en mí?

– Sí, tía Agnes, sabes que sí.

– Entonces, tienes que contestarme una pregunta, y hacerlo con sinceridad.

– De acuerdo.

Agnes oprimió las manos de su sobrina.

– Tú y el joven constructor de barcos, ¿hicisteis lo que hace la novia con el novio la noche de bodas?

Lorna sintió que le ardían las mejillas. Dejó caer la vista sobre el regazo y contestó en un susurro cargado de culpa:

– Sí.

– ¿Una sola vez?

Otro susurro:

– Más de una vez.

– ¿Te faltó alguno de tus períodos?

– Uno.

Agnes murmuró:

– ¡Dios querido! -Se apresuré a controlar las emociones. -En ese caso, sospecho que esta no es la enfermedad de Addison, sino algo mucho peor.

Tuvo temor de preguntar.

– A menos que me equivoque, vas a tener familia, querida.

Lorna no dijo una palabra. Sus manos se soltaron de las de Agnes y se puso una sobre el corazón. Volvió la vista hacia la ventana y sus labios formaron una O silenciosa. Se le ocurrieron dos pensamientos: Ahora tendrán que permitir que me case con él, y, Jens estará tan contento…

Agnes se levantó y se paseé por la habitación, pellizcándose la boca.

– Tengo que pensar.

Lorna murmuré:

– Voy a tener un hijo de Jens.

Agnes dijo:

– Lo primero que tenemos que hacer es corroborarlo, pero creo que no hay motivo de que tu madre se entere hasta que estemos seguras. He aquí lo que haremos. Buscaré a un médico, quizás uno de Minneapolis que no nos conozca, y te llevaré. Le diremos a tu madre que tú y yo saldremos a tomar el té y a hacer compras, y tomaremos el tren. Escucha, querida, me llevará cierto tiempo organizarlo, pero lo haré lo más rápido posible. Entretanto, come mucha fruta y verdura, y bebe leche, si es lo único que puedes tolerar.

– Sí, eso haré.

– Debo decir que no te veo tan perturbada como lo estarían la mayoría de las chicas en tu situación.

– ¿Perturbada? Pero, ¿no te das cuenta?: ahora tendrán que dejar que me case con él. ¡Oh, tía Agnes, es la solución a nuestras plegarias!

En el rostro de Agnes apareció un remolino de pliegues que podía significar muchas cosas diferentes.

– No creo que tu madre opine lo mismo.

Para sorpresa de Lorna, el día en que fueron a ver al médico, Agnes dijo varias mentiras dignas de un charlatán. Primero, hizo que la sobrina se pusiera su propia sortija de compromiso, que no se quitaba del dedo desde que el capitán Dearsley la puso allí, en 1845. Luego, al llegar al consultorio, dijo llamarse Agnes Henry, y que Lorna era Laura Arnett. Cuando el médico confirmé que Lorna estaba embarazada de un niño que nacería, probablemente, en mayo o junio, Agnes le dijo que estaba encantada porque, como tutora legal de "Laura", lo consideraría como su primer nieto. Además, comentó que el esposo de Lorna tendría la alegría de su vida, pues hacía dos años que lo intentaban sin éxito, hasta el momento. Pagó al médico en efectivo, se lo agradeció con una sonrisa y dijo que volverían a los dos meses, tal como les sugirió.

Mientras almorzaban en Chamberlain, Lorna comenté:

– Me sorprendes, tía Agnes.

– ¿En serio?

Agnes sorbió el café con un dedo levantado, y un leve temblor en la mano.

– ¿Por qué hiciste eso?

– Porque tu padre es rico y pertenece a la alta sociedad, y si se supiera, la noticia se extendería como reguero de pólvora. El y tu madre lo sabrían antes de que digirieras tu almuerzo… o lo vomitaras, como podría ocurrir.

El corazón de Lorna desbordé de amor:

– Gracias.

– Tienes derecho a ver primero a tu muchacho, para que los dos podáis enfrentaros juntos a tus padres. Si te ama como dices, y si tenéis la intención firme de casaros, el sobresalto de tus padres podría durar veinticinco años en lugar de cincuenta. A fin de cuentas, si nos hubiese pasado a mí y al capitán Dearsley, así es como hubiese querido que sucediera.

Los ojos de Lorna se encendieron.

– Oh, tía Agnes, soy tan feliz. Imagínate: ahora llevo dentro de mí al hijo de él. No estoy ansiosa por enfrentarme a mis padres, pues seguramente será una escena espantosa, pero cuando termine estoy segura de que nos ayudarán.

Esa noche antes de acostarse, cuando rezó sus plegarias, Agnes incluyó una muy breve de contrición por sus mentiras, y una mucho más larga pidiendo que, por una vez en sus vidas, su hermano y su cuñada diesen prioridad a los sentimientos de su hija y no a la reacción mezquina y superficial de su propio círculo social.

12

Cuando la familia se marchó, Rose Point Cottage adquirió un aire de abandono con las ventanas cubiertas por dentro, las tenazas sin hamacas, los jardines protegidos para pasar el invierno, los muelles tirados sobre el jardín y los mástiles ausentes de la orilla del lago. Lo más notable era el silencio: no se oían coches que llegaban y se iban, ni puertas golpeando, fuentes gorgoteando, los silbatos de los barcos; ni voces desde el agua, el campo de croquet o el jardín. Sólo Smythe haciendo tiempo en el invernadero, plantando rosales de invierno y envolviendo en trapos abrigados los tallos de los groselleros.

Jens veía cada cierto tiempo al jardinero inglés un poco encorvado, envuelto en una bufanda sobre la chaqueta negra, a través de los árboles ya desprovistos de hojas. A veces, el mido de las ruedas llegaba hasta el fondo cuando Smythe arrastraba el carro por el jardín sobre los senderos de grava.

Por la mañana y por la tarde, Jens hacía una caminata de cuarenta y cinco minutos a y desde el hotel Leip, y observaba cómo se acortaban los días, la actividad frenética de las ardillas, el engrosamiento de la helada matutina, que lo obligaba a ponerse otro suéter bajo la chaqueta y guantes más gruesos. En el cobertizo del barco, armaba un fuego fragante con restos de cedro, y agregaba leña de arce que ardía lentamente, daba buen calor y añadía al ambiente un olor ahumado. Ponía una patata sobre el guardafuego de la estufa, y la comía muy caliente, en el almuerzo, a menudo examinando las marcas en el suelo donde aún se conservaba el contorno del lofting, que era el sitio donde él y Lorna habían comido en esos primeros días de la relación. En el alféizar de la ventana, todavía estaba la espuela de caballero, seca y marchita pero azul como el cielo de verano que contemplaban cuando se enamoraron.

A veces, iba Tim con el humo de la pipa y la sonrisa fácil, tomaba un par de fotografías y, cuando se iba, el lugar quedaba más desolado que nunca.