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Jens terminó el fondo del barco, lo barnizó y secó, y empezó a trabajar en la estructura interior. Laminó la espina dorsal central, fabricó dos pantoques, los colocó en su lugar, junto a la quilla, y comenzó el marco de las vigas de cubierta. Encima, clavó las planchas de cedro y se dedicó, una vez más, a proyectar, lijar y alisar. Al pasar las manos sobre el Lorna D, los recuerdos de las caricias a la mujer real eran tan vívidos que podía estar tocándola, amándola, acariciándole la espalda con esa serenidad sin límites del amor. A menudo, inclinado sobre la tarea, evocaba sus palabras: Verte manipular ese plano me provoca cosas por dentro. Sonreía melancólico, al recordar el día en que lo dijo, cómo estaba vestida, peinada, cómo lo miraba trabajar y describía las ropas que usó cuando picaba hielo. Ese fue el día en que Jens lo supo de verdad: Lorna lo amaba. De lo contrario, ¿cómo era posible que hubiese conservado en el recuerdo detalles tan nimios como los de la escena de la cocina?

Procurar la línea pura del barco sin ella le hacía sentir un gran pozo de soledad en su interior.

En las cartas, le decía que lo echaba de menos, que se sentía enferma de tanto extrañarlo, que lo único que necesitaba era verlo otra vez para salir de ese letargo. Que no sea nada más, pensó, nada más que soledad.

Declinó octubre, y se tomó caprichoso. En la margen del lago apareció un borde de escarcha y cayó la primera nevada. La cubierta estaba totalmente revestida de planchas, y Jens necesitaba ayuda para extender sobre ella una capa de lona. Llamó a Ben. Un día ventoso, estaban trabajando juntos en el cobertizo acogedor. La estufa estaba repleta de madera y el lugar olía fuertemente a pintura y trementina. Habían pintado la cubierta hasta que quedó chorreando, estiraron la lona sobre la pintura pegajosa, y la clavaron en los contornos.

Ben escupió el último clavo en la mano izquierda y comenzó a martillarlo con la derecha.

– Y bien… -dijo-. ¿Qué supiste de Lorna Barnett?

Jens salteó un golpe de martillo.

– ¿Qué te hace pensar que tengo noticias de Lorna Barnett?

– Ah, vamos, Jens. No soy tan ignorante como parezco. Desde que la familia se fue a la ciudad, estuviste melancólico como un amanecer de noviembre.

– ¿Así que es tan evidente?

– No sé si alguna otra persona lo notó, pero yo sí.

Jens dejó de trabajar y flexionó la espalda.

– Es difícil olvidar a esa mujer, Ben.

– Eso es lo que suele ocurrir cuando crees estar enamorado.

– En nuestro caso, es más que una creencia.

Ben sacudió la cabeza.

– En ese caso, te compadezco, pobre pelele. No quisiera estar en tus zapatos ni por todos los barcos del Club de Yates de White Bear.

El pesimismo de Ben se apoderé de Jens. Se volvió silencioso y lento, se preguntó si Lorna y él no estarían engañándose a sí mismos, si alguna vez en realidad se enfrentarían a sus padres y se casarían. Y silo hacían. ¿seda feliz como esposa de un constructor de barcos que nunca podría darle los lujos a los que estaba acostumbrada? Tal vez sería más generoso de su parte liberarla, enviarla otra vez con Du Va¡, con el que tendría asegurados la riqueza, el prestigio y la aprobación de sus padres.

Esos negros pensamientos persistieron, y Jens se sintió desgraciado. Le quitaron el sueño de noche y la paz de día, y lo dejaron inconstante, inestable, indigno de la fidelidad de Lorna, que trascendía con claridad en cada una de sus cartas.

Había releído esas cartas hasta aprenderlas de memoria. La echaba de menos, desfallecía por ella, necesitaba verla, una sonrisa, una caricia que lo ayudase a atravesar esta época de separación y malentendidos.

Cuando la lona estuvo extendida y seca, Jens trabajó solo, colocando la brazola de la escotilla en la cabina del piloto: la sometió al vapor, la puso en las abrazaderas, la apisonó con un mazo en su lugar, y la niveló con la cubierta inferior. Había elegido la más fina caoba de Honduras, tersa al tacto como plata fina, pero más cálida. Le daba mucha satisfacción trabajar con ese material, que tenía una veta y un color tan cálidos como la sangre humana. Un día de principios de noviembre, estaba parado en la cabina del capitán, con el berbiquí y la barrena en las manos, taladrando un agujero en la madera castaña, cuando crujieron los goznes y se abrió la puerta.

En el mismo instante en que se daba la vuelta, aparecían un abrigo y un sombrero azules. Dándole la espalda, una mujer cerraba y pasaba el cerrojo a la puerta pesada.

– ¿Lorna? -El corazón de Jens dio un vuelco cuando la muchacha se dio la vuelta-. ¡Lorna!

Dejó caer la herramienta y saltó sobre el lateral del barco.

Corrió.

Lorna corrió.

Chocaron bajo el arco de la proa, en un abrazo frenético y jubiloso.

El impacto los hizo girar, les abrasó las bocas, los fundió en uno solo. Se apartaron para contemplarse.

– ¡Dulce Señor, estás aquí!

La agarró de la cabeza y le estampó besos en todas partes, con tal descontrol que la sacudieron como una descuidada carrera en bote. Con los pulgares le estiró las cejas y le besó la boca una y otra vez, sin poder creerlo.

– Jens… déjame verte… Jens… -Fue el turno de Lorna de tomarle la cara, tocarla, exaltarse-. Mi amor… mi amor…

La apretó con fuerza contra su cuerpo, y estuvo a punto de romperle las costillas.

– Lorna, ¿qué estás haciendo aquí?

– Tenía que verte. Sencillamente, no podía esperar un día más.

– Creo que me salvaste la vida.

Jens cerró los ojos y la olió, le pasó las manos por encima. Lorna sonrió y lo agarró, mientras se mecían hacia los lados.

– ¿A dónde dijiste que ibas?

– A casa de Phoebe.

– ¿Tomaste el tren?

– Sí.

– ¿Hasta cuándo puedes quedarte?

– Hasta las tres.

Sacó un reloj del bolsillo: eran las diez y cuarenta y cinco, cuando lo guardó, rió entre dientes:

– Todavía estoy impresionado. Déjame comprobar si eres real.

Por cierto, lo era, tibia y sumisa al beso: lo comprobó cuando se atesoraron, se pusieron al día tras cinco semanas de separación. Cuando acabaron los besos, el abrigo de Lorna estaba desabotonado, y Jens aferraba los pechos a través del grueso vestido de invierno.

– Te eché tanto de menos… -murmuró la muchacha.

– Yo también, de un modo que nunca imaginé extrañar a nadie.

Cerró los ojos con fuerza para evitar el recuerdo de su angustia. ¿Cómo pudo creer, por un momento, que podía alejarla? ¿Enviarla con otro hombre?

Admitió sin pudor:

– Echaba de menos tus manos sobre mí.

Jens se echó atrás y adoré la cara vuelta hacia él, demasiado embelesado para sonreír.

– ¿Recibiste mis cartas? -preguntó.

– Sí. ¿Y tú las mías?

– Sí, pero estaba muy preocupado. ¿Estás bien ahora?

– Estoy bien. De verdad. Ven… -Lo tomó de la mano y lo llevó al banco de hierro, que estaba junto a la estufa-. Tengo algo que decirte, -Se sentaron juntos, con las rodillas hacia el calor y las manos unidas como bailando un minué. Con la vista en los nudillos de Jens, Lorna le dijo con calma-: Jens, parece que voy a tener familia.

Sintió que los dedos del hombre se ponían laxos, luego tensos.

– ¡Oh, Lorna! -susurró. Se le alborotó el aliento, palideció y le dio un abrazo torpe, empujándola con las rodillas-. ¡Oh, no, Lorna!

Lo sintió tragar convulsivamente junto al oído.

– ¿No estás contento?

Como no respondía, Lorna sintió que el terror se apoderaba en su pecho.

– Jens… por favor…

Aflojó el abrazo.

– Perdona -dijo, con voz ronca, aterrada-. Lo siento. Yo… es que… Dios del cielo…, embarazada. ¿Estás segura?

Asintió, cada vez más asustada. Había esperado que la tranquilizara. Que se preocupara. Un abrazo tierno y una expresión cariñosa cuando le dijese: "No te aflijas, Lorna. Ahora podremos casamos".