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Aunque Lorna no lloró al enterarse, ahí sentada, ante la expresión angustiada de Jens, las lágrimas amenazaron con brotar.

– Oh, Jens, di algo. Me asustas.

Jens la sujetó por los brazos.

– No quise que sucediera de esta forma… no quise hacerte caer en desgracia. ¿Tus padres lo saben?

– No.

– ¿Estás completamente segura de que es verdad?

– Sí. Fui a ver al médico. Me llevó la tía Agnes.

– ¿Cuándo nacerá?

– Mayo o junio, no estaba seguro.

Jens se levantó y comenzó a pasearse, con la frente contraída, la mirada lejana. A cada paso que daba, Lorna se sentía más desilusionada. El calor de la estufa era agobiante. El olor a pintura y a cola empezó a marearla. Brotó el sudor de los brazos y de la nuca. Un nudo de miedo se le congeló en el estómago como un trozo de pescado en mal estado.

Procuró dominar sus emociones y ordenó:

– Basta, Jens, ven aquí.

Se dio la vuelta y se detuvo.

– Hasta ahora, nunca había sentido miedo -dijo Lorna, tratando de mantener la calma.

La preocupación de Jens se desvaneció. Corrió hacia ella y se apoyó en una rodilla.

– Perdóname. Oh, mi cielo, perdóname. -Le tomó las manos y las besó en señal de disculpa, inclinándose sobre el regazo de Lorna-. No quise asustarte. Fue la impresión… Estoy tratando de pensar qué hacer. ¿Acaso creíste que estaba pensando cómo deshacerme de ti? Nunca, Lema, jamás. Te amo. Ahora más que nunca, pero tenemos que hacer lo que esté bien. Tenemos que… Oh, Lorna, mi amor, no llores. -Le acarició el rostro con ternura y le enjugó las lágrimas con el pulgar-. No llores.

Se arrojó en sus brazos, en otro abrazo torpe, pues Jens estaba arrodillado y ella se inclinaba sobre él.

– Hasta ahora no había llorado, Jens, te aseguro, pero me asustaste.

– Lo lamento, oh, muchacha querida, cómo no ibas a asustarte al yerme ir a la carga para atrás y para adelante como un toro furioso y sin decir una palabra sobre el niño. Nuestro hijo… ¡Señor del cielo, es difícil de creer! -Le abrió el abrigo y tocó el vientre con gesto reverente-. Nuestro hijo… aquí, dentro de ti.

Lorna cubrió las manos con las propias y sintió el calor que atravesaba la ropa.

– No hay problema. No puedes hacerle ningún daño.

Jens extendió más las manos y las contempló a ellas y a la porción de lana plisada de la chaqueta de Lorna. Levantó la vista hacia el rostro de la muchacha.

– Nuestro -murmuró.

Lorna apoyó la frente en la de Jens y los dos cerraron los ojos.

– ¿No estás desilusionado? -preguntó en un murmullo.

– Oh, no, muchacha. ¿Cómo podría estarlo?

– Cuando lo supe, lo primero que le dije a tía Agnes fue: "Jens se pondrá tan contento. Ahora ya no podrán separarnos".

Jens se apoyó sobre un talón, le tomó las manos y le dijo con acento sincero:

– Tenemos que ir a decírselo a tus padres de inmediato. Es el nieto de ellos. Sin duda, cuando les digamos que nos amamos y que queremos casarnos enseguida, nos darán su bendición. Yo buscaré un lugar aquí… será pequeño pero barato. En invierno hay muchos sitios vacíos, y en la primavera vendrá mi hermano y abriremos de inmediato el astillero. ¿Por qué esperar hasta la regata? Ya se difundió la novedad del Lorna D, y habrá muchos miembros del club que harán cola para que les diseñe barcos. Al principio, no seremos ricos, pero cuidaré de ti y del niño, Lorna y tendremos una buena vida, te lo prometo.

Lorna le tomó la cara entre las manos ahuecadas y le sonrió, contemplando esos queridos ojos azules.

– Sé que así será. Y yo no necesito ser rica, ni tener una casa elegante. Jens Harken, lo único que necesito es tenerte a ti.

Se besaron con renovada ternura, casi como si estuviesen besando al niño no nacido y sellando un pacto con él. Jens hizo levantar a Lorna y la rodeó con los brazos. Se quedaron largo rato en paz, llenos de esperanzas, abrazados con el niño apretado contra el vientre del padre.

– Dime… ¿cómo te sientes?

– Más que nada, cansada.

– ¿Comes bien?

– Lo mejor que puedo. La carne me da asco, hasta el olor.

– ¿Fruta y verdura?

– Sí, todavía las tolero.

– Agradezco a Dios por el viejo Smythe y el invernadero. Me gustaría correr a buscarlo y decirle gracias.

Lorna sonrió contra el hombro de él.

– Oh, Jens, te amo.

– Yo también te amo.

– ¿Crees que tendremos muchos niños?

– Sin duda.

– ¿Cómo crees que será este?

– Varón. Constructor de barcos, como su papá.

– Claro, fue una pregunta tonta.

– El segundo podría ser una niña, una beldad de cabello oscuro, como la madre y, después, un par de niños más, pues el astillero estará floreciente y algún día lo llamaremos "Harken e Hijos".

Sonrió otra vez al evocarlo, encantada con esa imagen del futuro.

Por fin, Jens se apartó.

– ¿Alquilaste un coche para venir desde la estación?

– Sí, pero lo despedí.

– ¿Qué te parecería una caminata de unos cuarenta minutos por la nieve?

– ¿Contigo? Qué pregunta estúpida.

– Entonces, podemos hacer lo siguiente. Iremos caminando al Leip, y me esperarás en el vestíbulo mientras me baño y me pongo el traje de domingo. Luego, tomaremos el tren a la ciudad y hablaremos con tus padres esta misma noche. Una vez que hayamos superado eso, empezaremos a ver dónde viviremos y tú podrás hacer planes para la boda.

– ¿Y el dinero?

– Ahorre cada centavo que pude desde que estoy aquí. Tengo lo suficiente para que pasemos el invierno, y tal vez más.

No le preguntó si le quedaría algo para iniciar el negocio: esos pasos gigantes había que darlos de uno en uno.

Ese día, caminaron del brazo bajo un cielo marmolado de gris y blanco. La escasa nieve caída también parecía mármol, tendida como venas blancas encima de las matas de hierba del color de la espinaca, a los lados del camino. Unos cuervos habían descubierto un búho y lo retaban, dando vueltas alrededor del árbol, a distancia. Pasó un carro cargado de barriles que, al chocar, sonaban como timbales. El conductor levantó la mano enfundada en un mitón rojo y le devolvieron el saludo. Donde el camino se acercaba a la orilla del lago, el viento se volvía más helado y acarreaba el olor mohoso de las cuevas abandonadas de las ratas almizcleras y las espadañas secas. En los alrededores de la ciudad, los hoteles lujosos habían cambiado el lujo veraniego por el aspecto lúgubre del invierno, con los bancos del jardín abandonados, los miradores y prados sólo recuerdos de la temporada más feliz. En el Leip, flameaba al viento una bandera norteamericana que estaba más corta porque se había enroscado dos vueltas en el mástil. Dentro, la estufa negra caldeaba el vestíbulo que, por lo demás, estaba desierto. Jens condujo a Lorna a una silla tapizada de pelo de caballo cerca de la estufa.

– Espera aquí. No tardaré mucho. Veré si puedo hacerte traer algo caliente para beber mientras me esperas.

Fue al escritorio, hizo sonar la campanilla pero no apareció nadie.

– Enseguida vuelvo -le dijo, y entró en la cocina, que también estaba vacía.

El alojamiento invernal en el Leip incluía desayuno y cena. Pero al mediodía, no había comidas preparándose ni hechas. Abrió un recipiente en la cocina, encontró un poco de agua tibia y llevó un cubo lleno al volver al vestíbulo.

– Lo siento, Lorna. No hay nadie.

– Oh, no hay problema. Aquí, junto a la estufa, está templado. No te preocupes por mí.

– Si viene alguien, dile que estás esperándome.

Lorna sonrió:

– Eso haré.

No fue nadie Mientras pasaban los treinta minutos de espera, leyó un periódico. Cuando reapareció, estaba recién afeitado, vestido con el traje dominguero, un pesado abrigo de lana y el sombrero de hongo negro.