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Una hora después, en la oficina, revestida de nogal del imperio maderero de Gideon Barnett, un escándalo subía de tono.

– ¡Señor, no puede entrar ahí! ¡Señor!

Jens Harken no hizo caso y pasó a zancadas entre los subordinados de Barnett, revisando una oficina encristalada tras otra, hasta que vio al mismo Barnett gordo y con aspecto de morsa, sentado tras el escritorio con dos hombres ante él, sentados en sendas sillas.

Jens abrió la puerta sin golpear, y se detuvo como un guerrero dentro del cuarto.

– ¡Dígales que se vayan! -exigió.

Tras el bigote gris, Barnett enrojeció mientras se ponía lentamente de pie.

– Caballeros -dijo, sin mirarlos- si me disculpan un minuto…

Los dos hombres se levantaron y salieron, cerrando la puerta.

Con el disgusto pintado en cada una de sus facciones, Barnett siseó:

– ¡Usted… inmigrante de baja estofa… basura! Tendría que haber esperado algo así de usted.

– Vine a preguntarle cuánto cuesta un vestido de seda de mujer, pues acabo de arruinar uno de su esposa. -Jens sacó unos billetes del bolsillo y dejó veinte dólares sobre el escritorio-. Se enterará en cuanto llegue a su casa, tal vez antes. Esta basura de inmigrante que ama a su hija y que es el padre de su nieto, trató de obligar a su esposa a decirle dónde la ocultaron. Por supuesto, querrá que me arresten, y vine a decirle dónde podrá encontrarme la ley. Estaré en la cabaña de Tim Iversen el resto del invierno, o si no, a menos de un kilómetro al norte de aquí, levantando mi propio astillero. No tiene más que prestar atención al sonido de la sierra, pues se oye a u par de kilómetros. Pero antes de enviar al comisario, piense en esto. Si me arresta, habrá un juicio, y en el juicio yo diré por qué estaba en su casa, interrogando a su esposa. Les diré que estaba peleando por Lorna y por nuestro hijo. Y algún día, cuando la encuentre y ella no vuelva a dirigirle la palabra, usted se preguntará si valió la pena perder una hija… y junto con ella, a un nieto. Buenos días, señor Barnett…, discúlpeme por haber interrumpido la reunión.

14

La noche que Gideon y Levinia se enteraron de que estaba embarazada, Lorna esperó en su propio cuarto… más apática que obediente. Habían esgrimido contra ella el arma más poderosa: la vergüenza. Se hubiese rebelado sin dudarlo contra el reproche de su madre y la furia su padre, pero la humillación la destrozó.

Disminuida, desanimada, permaneció hundida en ese ánimo sombrío, sintiéndose pecadora por primera vez. Hasta la acusación de su madre, Lorna consideró su amor hacia Jens como algo sagrado, que la convirtió en una persona mejor, más que en alguien mezquino: benévola cuando podría haber sido egoísta, generosa, cuando podría haber sido avara, elogiosa, en vez de crítica, paciente y no intolerante, alegre en lugar de melancólica.

Pero el sermón de Levinia había agostado la alegría. Cuando la madre salió del cuarto, Lorna se quedó sentada a los pies de la cama, contemplando las cortinas corridas, demasiado desanimada para levantarse y cerrarlas o encender la lámpara. Permaneció allí, en la oscuridad, pasando lista a todas las maneras en que podría perjudicar a la familia si huía con Jens. ¿Era cierto? ¿Los amigos los apartarían para siempre? ¿Las amigas de su madre murmurarían a sus espaldas y los socios comerciales de su padre lo evitarían? Y ella misma, ¿perdería la amistad de Phoebe? ¿Acaso su hijo sufriría el baldón de "bastardo" toda la vida?

Pensó una y otra vez en la palabra fornicación. Hasta entonces, nunca nombró así lo que había sucedido entre ella y Jens y que le había parecido tan esplendoroso. Lo había considerado como una maravillosa expresión del amor que sentían uno por el otro, una apropiada celebración de ese amor.

Sin embargo, Levinia lo llamó bajo, sucio.

Vergonzoso.

La noche transcurrió, y Lorna siguió sola. desesperanzada. No apareció la bandeja con la cena. No se acercó ningún miembro de la familia. El piano estaba silencioso. Cuando Jens se fue, en su lugar apareció el silencio. La casa exudaba un aire a clandestinidad, colmada de secretos dichos en susurros tras puertas cerradas. Después de mucho, mucho tiempo, Lorna se inclinó de lado y puso los pies sobre la cama. Sin desvestirse, se acostó con las rodillas hacia el pecho, los ojos abiertos, sin apoyar siquiera la cabeza en la almohada. Por fin se durmió, se despertó a medias y se estremeció, se durmió otra vez, despertó lo bastante para aflojarse el vestido, se quitó los zapatos y se metió bajo las mantas.

Se despertó a eso de las ocho de la mañana, al oír tres golpes en la puerta.

– El desayuno, señorita.

Una bandeja chocó en la parte baja de la puerta. Unos pasos se alejaron. La luz brilló por las ventanas que daba al Oeste, y que otorgaban a la mañana una ambigua cualidad luminosa pero apagada. Una corriente fría se coló por la chimenea y trajo olor a carbón. Lorna permaneció acostada de espaldas, con el dorso de la mano sobre la frente, preguntándose dónde estaría Jens, cómo se mantendría ahora que Gideon lo había despedido, si volvería a la casa intentando verla, si le escribiría, qué le pasaría a cada uno de ellos, si habría pasado la noche sumido en la misma agonía que ella;

Tan avergonzado como ella.

Recogió la bandeja del desayuno y no comió nada, pero bebió sólo una taza de té y un vaso de cierto zumo marrón que le produjo secreción de saliva y le dejó áspero el interior de la boca.

Encendió el fuego y se quedó mirándolo, imaginando el rostro de Jens. Escribiendo en su diario, se quedó dormida con la cabeza sobre el brazo, junto al minúsculo escritorio. Abajo, se cerró una puerta y la despertó. Fuera, tamborileaban los cascos de los caballos. Poco después de mediodía, se abrió la puerta del cuarto sin llamada previa, y entró la tía Agnes. Fue directamente al escritorio, y abrazó a Lorna sin hablar, sosteniendo a la joven en los brazos como si fuese una pila de toallas sacadas de un estante.

Lorna siempre asociaba el familiar olor a humedad y polvo de rosas de la tía Agnes con la soledad. Con la cabeza contra el pecho de la anciana, hizo fuerza para no llorar:

– Mi madre dice que no tengo que hablar con nadie de la familia.

– Típico de Levinia. Sin mucho esfuerzo, es capaz de ser una burra imperiosa. Perdóname Lorna, pero hace más tiempo que tú que la conozco y me he ganado el derecho a decir lo que pienso. Puedes amarla, pero nunca… ¡nunca la admires!

La muchacha sonrió sin entusiasmo contra el vestido de su tía y se apartó:

– ¿Qué pasará?

– No sé, pero algo se prepara. Saben que no pueden confiarme nada, pero yo sé escuchar por las cerraduras como nadie en esta familia, y créeme que lo haré.

Ese día, el habitual temblor de la voz de Agnes era más notable.

– Gracias por tocar el piano anoche, mientras todo eso pasaba en la biblioteca.

– ¡Oh, muchacha!… -Agnes dió unas palmadas en el pelo a su sobrina, que estaba revuelto y enmarcaba un semblante tan agobiado de pena que se le estrujó el corazón-. Quería casarse contigo, ¿no es cierto?

Dos enormes lágrimas aparecieron en los ojos arrasados de amor de Lorna, en respuesta a la pregunta de su tía.

– Y lo echaron, esos hipócritas despiadados. -Furiosa, vehemente, continuó-: ¡Por la memoria del capitán Dearsley, ruego que sufran como están haciéndote sufrir! ¿Qué derecho tienen? Y dejando de lado los derechos, ¿cómo puede una persona que se considera cristiana separar al padre del hijo?

Lorna se arrojó de nuevo contra su tía y rodeó el cuerpo flaco con los brazos. Era tan bueno oír expresar en voz alta los pensamientos en los que estuvo sumida toda la noche, creyéndose perversa cada vez que le surgían… En esos silenciosos instantes en brazos de su tía, Lorna pensó en lo triste que era no poder acercarse a su madre del mismo modo. Era sobre el pecho de Levinia sobre el que tenía que volcar sus sentimientos más íntimos acerca del hijo que esperaba, su amor por Jens, y el futuro de ambos. Pero los brazos de Levinia nunca la acogieron, ni encontró en el pecho de su madre el mismo consuelo que en el de Agnes.