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– Esta mañana hablé con tu madre -dijo Agnes-. Le dije que sabía tu problema y le pregunté qué pasaría. Dijo que no era asunto mío y me advirtió que mantuviese la boca cerrada. Por lo tanto, querida mía, me temo que me dejarán en la ignorancia. Excepto venir a consolarte, no es mucho lo que puedo hacer.

– Oh, tía Agnes, te quiero.

– Yo también, cariño mío. Eres muy similar a como era yo a tu edad.

– Gracias por venir. Y sí me has ayudado… más de lo que imaginas.

Agnes se apartó y le sonrió.

– Es un hombre magnífico, tu apuesto armador noruego. Hay algo en la línea de los hombros y en el ángulo de la barbilla que me recuerda a mi capitán. Te aseguro, Lorna, que si hay algo que yo pueda hacer para que vosotros dos estéis juntos, lo haré. Cualquier cosa.

Lorna se levantó y la besó en ambas mejillas.

– Eres la rosa entre tantas espinas, querida tía Agnes. De ti he aprendido las mejores lecciones, las que llevo más cerca del corazón. Pero tienes que irte. No tiene sentido que mi madre se moleste más aún si te encuentra aquí.

La visita de la tía Agnes fue el único contacto humano que tuvo Lorna hasta última hora de la tarde, cuando entró Ernesta con un baúl vacío.

– Ernesta, ¿qué es esto?

– Me ordenaron que la ayude a empaquetar, señorita.

– ¿Empaquetar?

– Sí, señorita. Sólo un baúl lleno, dijo la señora. Dice que, por fin, usted irá al colegio y que el padre de usted hizo arreglos especiales para que la acepten a comienzos del segundo semestre. Eso es maravilloso. Me gustaría poder ir al colegio. Sólo fui hasta sexto grado, pero en mi ambiente eso es importante. Gracias a eso, conseguí este trabajo, porque podía leer y otras de mi clase no podían. Bueno, ¿qué quiere llevarse? La señora me dijo que le preguntara qué le gustaría llevarse.

Rígida, Lorna dio órdenes, aunque por dentro se preguntaba desesperada qué iba a sucederle. Cuando terminaron de empaquetar y Ernesta se fue, entró Levinia con ropa de viaje del color de un barril de pólvora. Se quedó en el otro extremo del cuarto, alejada de Lorna, con los dedos fuertemente enlazados a la altura del estómago y con expresión tensa y acusadora.

– Tu padre combinó un viaje para ti y para mí. El tren parte a las siete y quince. Ocúpate de estar adecuadamente vestida y lista para salir de casa a las siete menos cuarto.

– ¿A dónde vamos?

– A donde esta desgracia pueda manejarse de manen discreta.

– Madre, por favor… ¿a dónde?

– No hace ninguna falta que lo sepas. Limítate a hacer lo que te digo y prepárate. Tus hermanos estarán en la biblioteca para despedirte. Se les dijo que te vas a la escuela, y que tu padre movió varias influencias para que te aceptaran en esta época del año, en compensación por haberse negado a dejarte pilotar el barco en la regata del próximo verano. Si haces tu parte de modo convincente, lo creerán, sobre todo teniendo en cuenta las veces que fastidiaste a tu padre para que te dejase ir a estudiar. Bastará que mantengas esa expresión llorosa, y recuerda que tu falta de moral provocó estas medidas tan drásticas, no tu padre y yo.

Despedirse de Jenny, de Daphne y de Theron fue una tortura: fijar una sonrisa falsa en los labios mientras ellos la observaban desasosegados, sin creerse la historia y preguntándose qué era lo que pasaba. Los besó y le dijo a Daphne:

– Te escribiré. -A Jenny-: Espero que, por fin, Taylor se fije en ti. -Y a Theron-: Estudia mucho, y un día tú también irás al colegio.

Gideon la besó con aire rígido en la mejilla y le dijo, "Adiós", a lo que Lorna respondió del mismo modo, sin mucha demostración de afecto.

Steffens condujo a Levinia y a Lorna a la estación de Saint Paul, donde Levinia sacó dos boletos para Milwaukee, se instalaron en un compartimiento privado con asientos enfrentados. Levinia cerró las cortinas de terciopelo de la puerta, se quitó el sombrero, lo metió bajo el asiento y se acomodó como una lechuza embalsamada. Lorna se sentó enfrente, y miró, abstraída, por la ventanilla en los minutos interminables que faltaban para que saliera el tren.

Cuando al fin arrancó, vieron que las luces de la ciudad menguaban y que sobre el cielo índigo de la noche aparecían las estrellas y la luna en cuarto creciente.

Por fin, Lorna miró a su madre.

– ¿Por qué vamos a Milwaukee?

Levinia miró a Lorna a la cara: en su semblante se había instalado la censura para quedarse, estaba segura, hasta que el hijo o la misma Levinia estuviesen en la tumba.

– Debes entender algo, Lorna. Lo que hiciste no sólo es un sucio pecado sino que, en algunos Estados, es ilegal. Cualquiera que sospeche siquiera tu situación, te juzgará para el resto de tu vida. No se supera el hecho de dar a luz a un hijo ilegítimo. Se sobrevive a ello del mejor modo posible, y se oculta, para no arruinar lo que queda de vida y de las vidas de la familia. Hay que tener en cuenta a tus hermanas. Por tu culpa, podrían ver menoscabadas sus reputaciones o, al menos, sus sensibilidades juveniles. A tu padre y a mí no nos agrada enviarte lejos, pero no vemos otra manera. Tiene… relaciones, digamos, fuera de nuestro círculo social, que lo ponen en contacto con las autoridades de la Iglesia y, a través de ellas encontró una abadía católica de monjas benedictinas que…

– ¿Católicas?

– Que te aceptarán durante el período de…

– Pero, madre…

– Que te aceptarán durante el período de confinamiento. Estarás bien cuidada, recluida, contarás con la ayuda de las buenas monjas y de un médico, cuando sea el momento.

– Así que me encerrarán en una torre de piedra y me tratarán como a una libertina, ¿verdad?

– Lorna, me parece que no entiendes: tu padre pagó muy bien para que aceptaran este arreglo. Hizo una donación absurdamente cuantiosa a una Iglesia que ni siquiera es la propia, ¡de modo que, te agradecería que no emplees ese tono conmigo! Teníamos que encontrar enseguida un lugar donde meterte. Y, para serte sincera, no creo que te haga ningún daño estar encerrada con un grupo de mujeres consagradas a Dios, que aprecian la pureza y han hecho votos de castidad. Si en nuestra propia religión existiera un grupo semejante, tu padre se hubiese dirigido a él pero, como no es así, Santa Cecilia servirá.

– ¿Me encerrarán?

– Qué ingenua eres. Las mujeres que permitieron que las embarazaran no andan por ahí exhibiéndose en público. Lo que les ocurre es que se ocultan para que las personas decentes no tengan que sufrir la incomodidad de enfrentarse con ellas en la buena sociedad.

– ¿Y qué me dices del niño? ¿Me permitirán conservarlo?

– ¿Conservar a un bastardo? ¿Y qué harías con él? ¿Llevarlo a casa para que se enteren tus dos hermanas jóvenes e impresionables? ¿Para que tu hermano menor tenga que explicárselo a los amigos? ¿Que viva bajo el mismo techo que tu padre y yo? No pensarás en colocarnos en semejante posición, Lorna.

Viajaron en silencio un tiempo. Lorna, con la vista fija en la oscuridad, dolida y asustada. De vez en cuando, se enjugaba las lágrimas para aclararse la vista. Levinia no hizo el menor gesto para consolarla. En un momento, la mujer habló de nuevo:

– Mientras estés con las monjas, estoy segura de que tendrás tiempo de sobra para comprender que sería desastroso para todos los involucrados que lo conservaras. La Iglesia conoce buenas familias que buscan chicos para adoptar. No hay otra solución.

Lorna se secó otra vez los ojos.

Fuera, el paisaje nocturno huía.

A la luz de la luna, Milwaukee se extendía bajo una niebla de humo de carbón. Adelante se veía la red de vías de ferrocarril como estrellas fugaces cuando el tren aminoraba la marcha y tomaba una curva. Anduvo cierto trecho a distancia visible del lago Michigan, donde muelles y barcos anclados cortaban la línea de la costa. Cintas de niebla flotaban tierra adentro, y cuando el tren iba hacia ellas, pasaban junto a las ventanas. La estación era lúgubre, casi desierta, y tenía un fuerte olor a creosota. Al bajar los escalones del tren, Lorna miró vacilante hacia la estación. Entre ella y la estación se extendía un trecho de ladrillos abrillantados por la niebla, atrapada entre los faros de dos linternas de luz verdosa que la llovizna y la capa de tizne sobre los globos de cristal atenuaba.