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– Bueno -dijo, al fin, Levinia-. Sé obediente y no les causes problemas. Están haciéndonos un gran favor, ¿sabes?

– ¿Cuándo te veré otra vez?

– Después de que nazca.

Levinia siempre se había referido al niño con rodeos, salvo una vez, que lo había llamado bastardo.

– ¿Hasta entonces no? ¿Y papá? ¿Vendrá… vendrá a visitarme?

– No sé. Tu padre es un hombre ocupado.

Lorna posó la vista en el crucifijo.

– Sí… claro… claro…, por supuesto que está ocupado.

Demasiado ocupado para perder tiempo con su hija embarazada, que se había apresurado a esconder, y que no necesitaba nada más que comodidades infantiles los próximos seis o siete meses.

– Cuando haya nacido, podrás regresar a casa, por supuesto.

– Sin él… desde luego.

Para asombro de la muchacha, la fachada severa de Levinia se derrumbó. Los labios, tensos hacía unos instantes, temblaron y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¡Por Dios, Lorna! -susurró-, ¿acaso crees que esto es fácil para tu padre y para mí? Intentamos protegerte, ¿no lo entiendes? Eres nuestra hija… Queremos lo mejor para ti, pero algo como esto te sigue durante toda la vida. La gente puede ser cruel, más cruel de lo que te imaginas. Mientras nos echas la culpa y nos consideras desalmados, detente un poco a pensar que ese es nuestro nieto. Nosotros tampoco saldremos de esto sin cicatrices.

El estallido de la madre reveló una vulnerabilidad que Lorna nunca había visto antes. No sospechaba que la susceptibilidad de la madre resultaría herida en ese atolladero. Hasta ese momento, pensó en Levinia sólo como una mujer autoritaria y dura, que la separaba de Jens por motivos, egoístas. Pero en el presente, al verle lágrimas en los ojos, comprendió que la madre albergaba un caudal de emociones que, hasta entonces, tenía cuidadosamente oculto.

– Madre… yo… lo siento.

Levinia apretó a Lorna contra el pecho y la abrazó, esforzándose por controlar la voz.

– Cuando una madre tiene un hijo, imagina que el futuro de ese hijo será ideal. No se le ocurren catástrofes como esta. Si suceden, sólo…, luchamos lo mejor que podemos y nos decimos que, un día, nuestro hijo se dará cuenta que adoptamos la decisión que creímos mejor para todos. -Dio una palmada a la espalda de Lorna-. Y ahora, cuídate y avisa a las hermanas en cuanto empiece el momento del parto. Ellas enviarán un telegrama a tu padre y yo vendré de inmediato.

Dio un beso duro a Lorna en el borde de la mejilla y se alejó precipitadamente, antes de que las lágrimas siguieran avergonzándola.

La puerta se cerró, y Lorna quedó asombrada por el despliegue emocional de su madre. Era extraño que ese estallido la sorprendiese, pero, de pie junto a la puerta por la que Levinia acababa de salir, entendió que algunas personas necesitan un suceso desastroso para aflojar las cuerdas de su corazón y poder manifestar el amor que, de ordinario, mantienen oculto.

La hermana DePaul se acercó con esfuerzo y levantó el candelabro.

– Te llevaré a tu cuarto. -Tomó una de las manijas del baúl y Lorna la otra-. ¡Uf, es pesado! Te darás cuenta de que no usarás la mayoría de las prendas que traes. Aquí vivimos con sencillez y tranquilidad, y pasamos el tiempo en plegarias y contemplación.

– No soy católica, hermana. ¿Nadie se lo dijo?

– No es preciso que lo seas para orar y meditar.

El pasillo superior sumido en la negrura, se dividía en segmentos con puertas ubicadas de manera simétrica. A mitad de camino, la hermana DePaul abrió una a la derecha:

– Este es el tuyo.

Lorna entró y paseó la mirada. Una cama, una mesa, una silla, una ventana, un crucifijo, un reclinatorio: plegarias y contemplación en una celda monacal de blancura inmaculada, que representaba la pureza, dedujo.

Apoyaron el baúl; la monja encendió una vela sobre la mesilla de noche cuadrada, y se volvió.

– Tenemos Misa a las seis en punto, y el desayuno a las siete. Serás bienvenida en Misa si deseas ir, pero, desde luego, no es una exigencia. Mañana, después de Misa, alguien vendrá a mostrarte el camino al refectorio. Que duermas bien.

Minutos después, tendida de espaldas sobre el duro catre, no más ancho que la cuna de un recién nacido, Lorna descansó con las manos sobre el estómago, e hizo el intento de creer que dentro de ella había un feto que había provocado en su vida un cambio tan dramático. Las sábanas eran ásperas y olían a limpio, las mantas de lana, pesadas. El cubrecama era rígido pero sin textura. El niño que existía bajo todas esas capas no era más grande que una taza de té. ¿Realmente estaría ahí? ¿Cómo era posible, si había tan poca evidencia física de su existencia? En retrospectiva, ese día parecía un drama que se desarrollara sobre un escenario, y Lorna era la protagonista. Tenía la sensación de que podía levantarse, salir de la cama, de la abadía, de ese escenario, y terminar esa comedia cuando quisiera. Podría subir al tren, regresar junto a Jens y decirle: "Participé en esta extraña obra… todos se confabularon para alejarme de ti, y quitarnos a los dos nuestro hijo. Pero volví, estoy feliz y ahora podremos casarnos".

Sin embargo, las lágrimas de su madre antes de partir desalojaron la fantasía de su mente e instauraron con firmeza la realidad. El llanto de Levinia obligó a Lorna, por primera vez, a admitir las presiones reales a las que la concepción de este niño había sometido a sus padres. Pensó en todo lo que le dijo su madre acerca de la supuesta crueldad de la gente hacia un niño nacido fuera del lecho conyugal, y el estigma asociado pan siempre a la familia de ese niño. Hasta el momento, se había entregado a idealizaciones, previendo el día en que ella, Jens y el pequeño serían una familia, como si la censura social careciera de importancia. Pero no era así. Con un salto gigantesco hacia la madurez, comprendió lo que había estado negando hasta entonces.

Por la mañana, una monja de aspecto angelical y voz suave llamada hermana Marlene, vino a conducirla hacia el lugar del desayuno. En los labios de la hermana Marlene las comisuras estaban siempre hacia arriba y le daban una perpetua expresión de benevolencia: no era una sonrisa sino más bien una radiación de contento y paz interior. Caminaba, se detenía, esperaba con las muñecas metidas en las inmensas mangas del hábito. Llamaba a Lorna: "querida niña".

– Querida niña, no tengas miedo. Dios cuidará de ti como lo hace con todas sus criaturas. -En el pasillo, dijo-: Por aquí, querida niña. Debes de tener mucha hambre. -Yen el refectorio: Siéntate, querida niña, mientras la Madre superiora da las gracias.

La cara de la madre superiora tenía más pliegues que la ropa lavada colgada en una cuerda demasiado llena. Era blanca como las telas del altar, y se inclinaba con las manos unidas sin echar ni una mirada a Lorna. Dirigió a las otras mujeres en la señal de la cruz, y entonaron a coro una plegaria por la comida, extraña a los oídos de Lorna. Aunque no cantaban, las voces se fundían de una manera tan agradable como en un himno. Ahí, todos se movían con lentitud, sujetándose las amplias mangas para no meterlas en la comida cuando las pasaban encima de los platos. La comida era sencilla: condimentadas rodajas de salchichón, queso oloroso, pan blanco rústico, manteca amarilla sin sal, leche fría, café caliente.

La hermana Marlene hizo las presentaciones indispensables:

– Nuestra joven huésped es Lorna. Llegó anoche desde Saint Paul, Minnesota, y estará con nosotros quizás hasta comienzos del verano. No es católica, por lo cual tal vez nuestras costumbres le resulten extrañas. Hermana Mary Margaret, cuando terminemos el desayuno, por favor, ¿puede mostrarle a la querida niña donde están la cocina y la lechería? Estoy segura de que querrá beber leche fresca con frecuencia.