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Si bien la hermana Marlene hablaba un inglés perfecto, la mayoría de las otras hablaban con acento alemán y, cuando conversaban entre ellas, en alemán directamente. Para sorpresa de Lorna, reían a menudo y, a veces, bromeaban entre ellas. Todas le dirigieron la palabra por lo menos una vez durante la comida, llamándola por su nombre y dándole parte de la información sobre la vida en la abadía, qué comida habría en la cena, o dónde y cuándo podría dejar la ropa para lavar. Nadie le pidió que asistiera a Misa ni orase con ellas cuando la comida terminó. Nadie mencionó al niño por nacer.

La abadía se refugiaba entre colinas boscosas con granjas visibles desde lejos. El cuarto de Lorna daba al lado opuesto al patio central, y miraba al Oeste a través de un arroyo congelado y a un paisaje salpicado de bosque y arroyuelos que ascendían hacia el horizonte, donde a veces se veía un par de caballos dentro de un corral cercado por una valla. Pasaba horas contemplando el paisaje por la ventana, sentada en la silla de respaldo en escala, con la barbilla y los antebrazos apoyados en el alféizar de piedra.

Resultó que la abadía de Santa Cecilia era un sitio de plegaria y refugio contemplativo tanto para las monjas retiradas como para las que estaban en extensión sabática y provenían de los Estados vecinos. Plegaria y contemplación: como las monjas, Lorna pasaba mucho tiempo en ambas actividades. Era un espacio apacible y sin presiones. Nadie la culpaba ni la regañaba por su condición. Sencillamente, la aceptaban y la serenidad de las mujeres penetraba en ella cuanto más tiempo transcurría allí. Muchas eran como la hermana Marlene: se movían de modo apacible y sonreían como impulsadas por una tranquilidad interior, tan diferentes de Gideon y Levinia Barnett… Se ocupaban de actividades simples: fabricar velas, tejer encaje a ganchillo, hacer telas pan el altar, hornear hostias de comunión. Las austeras condiciones de vida quitaban sentido a la competencia, ¡que era una fuerza tan importante en el mundo en el que Lorna se había criado! Sentía un enorme alivio al dedicarse simplemente a ser, sin tener que ser lo que quería otra persona: más inteligente, más hermosa, de la familia más rica, de la clase más poderosa, usar el vestido más bonito, seducir a los hombres más prometedores.

En la abadía de Santa Cecilia, era simplemente Lorna Barnett, una hija de Dios.

Noviembre cedió paso a Diciembre. En el salón común, había figuras del niño Jesús, María y José sobre un lecho de heno. Ese salón se convirtió en el preferido de la muchacha, con sus ventanas de paneles romboidales que daban al patio por un lado y al campo por el otro, y el niño Jesús que sonreía con benevolencia a cualquiera que entrase. Lo observó con intensa atención, y le preguntó qué era mejor hacer. No le respondió.

En el salón había un viejo piano, colocado ante las ventanas del fondo, con vista a las colinas nevadas. Lorna lo tocaba a menudo, y con su resonancia metálica parecía más un clavicordio que un piano. Las monjas entraban y se sentaban en respetuoso silencio, y en ocasiones le pedían alguna canción. A veces, una de ellas se quedaba dormida escuchando.

La hermana Theresa le enseñó a cuidar las plantas domésticas.

La hermana Martha la dejó amasar pan.

La hermana Mary Faith le enseñó a coser.

Diciembre se transformó en enero, y la circunferencia de Lorna sobrepasó a su ropa y se hizo dos vestidos sencillos que diferían, apenas, de los de las monjas: de tela casera marrón, pues le colgaban desde los hombros hasta los tobillos en una línea que sólo rompía el monte de su vientre.

Enero dio paso a febrero, y las monjas patinaban en el arroyo helado, tras el recinto de la abadía. La vaca, una bella criatura de color castaño claro llamada Prudence, dio a luz a un bello ternero castaño claro, al que llamaron Patience. A menudo, Lorna se quedaba en el establo con los animales, en esa atmósfera cálida y fecunda de estructura tosca que le recordaba al cobertizo de los barcos donde ella y Jens pasaron el verano con el Lorna D.

No le escribió, pues todas las semanas, sin falta, recibía una carta de su madre advirtiéndole que desechara la idea de volver a ver a Jens Harken, que aceptara el hecho de que tendría que entregar al niño, pedir perdón a Dios por el acto vergonzoso que había cometido, y rogar que ninguno de sus conocidos sacara conclusiones cuando todo eso acabara.

Lorna no escribió a nadie más que a la tía Agnes. A ella le confió todo su dolor por la decisión que la esperaba, y admitió que había evitado escribir a Jens para tener tiempo de evaluar todo lo que su madre le dijo y adoptar una decisión que fuese menos dolorosa para todos los involucrados. Le preguntó: ¿Qué supiste de Jens?

En la respuesta, le contó que estaba alojado en la propiedad de Tim durante el invierno, y que había construido un armadero de barcos cerca, donde comenzó a construir otro navío, aunque no sabía para quién.

Lorna leyó la carta una y otra vez, sentada ante la ventana y dejó perder la vista en el paisaje blanco. Se le hizo un nudo en la garganta. Vio el rostro de él en la nieve. Oyó su voz en la ventana. En su imaginación, al recién nacido.

Pero persistía un pensamiento que le impidió ponerse en contacto con Jens:

¿Y si mi madre tuviese razón?

15

Después de haberse deshecho de Lorna, una tensión mayor que la habitual separaba al señor y a la señora de la casa de granito de la avenida Summit. Los niños hacían muchas preguntas acerca de por qué Lorna asistía a un colegio católico, y cada vez que Levinia trataba de describir la abadía a Gideon, este apretaba la boca y aseguraba estar ocupado.

Una noche, poco después de Navidad, Levinia esperaba ene! dormitorio principal, mientras Gideon entraba y se preparaba para ir a la cama. La casa, construida mucho antes que el chalet del lago, no tenía agua corriente ni comodidades modernas en el cuarto de baño. Esperó a que se metiera tras el biombo y usara la silla de toilet. Oyó el clack de la tapa al cerrarse y Gideon apareció con los tirantes colgando como arco iris invertidos.

– Quisiera hablar contigo, Gideon.

– ¿De qué?

– Siéntate, Gideon… por favor.

Dejó de desabrocharse la camisa y fue a sentarse frente a su esposa en una silla pequeña e incómoda junto al calefactor ovalado que había reemplazado a la reja del hogar.

– Creí que te habías acostado antes de que yo subiera.

– No, estaba esperándote. Tenemos que hablar de Lorna.

– Ya nos ocupamos de Lorna. ¿Qué más hay que decir?

Hizo el gesto de levantarse, pero Levinia se inclinó hacia adelante y lo detuvo tocándole la mano.

– Te sientes culpable… y lo entiendo. Pero hicimos lo que teníamos que hacer.

– ¡No me siento culpable!

– Sí, Gideon, y yo también. ¿Crees que me gustó dejarla allí? ¿Crees que no me inquieta que alguien se entere pese a todas las precauciones que tomamos? Lo que hicimos, fue para que no se estropeara el futuro de nuestra hija, y los dos tenemos que recordarlo.

– Está bien, está bien! -Gideon levantó las manos-. Estoy de acuerdo, pero no quiero hablar más de eso, Levinia.

– Ya sé que no quieres, Gideon, pero, ¿se te ocurrió pensar que se trata de nuestro nieto?

– ¡Maldición, Levinia, ya dije demasiado!

Saltó de la silla y fue a zancadas hasta el humidificador.

Hacía falta algo grave para que Gideon maldijese.

Hacía falta mucho más para que la esposa se enfrentase a él.

– ¡Vuelve aquí, Gideon! Y, por favor, no enciendas una de esas cosas repelentes. Tengo algo que decir, y voy a decirlo. ¡Más aun, no pienso hablarle a tu espalda!

La sorpresa lo hizo darse la vuelta. La miró, furioso, ahí sentada, rígida, en la pequeña silla tapizada, con su voluminoso camisón de algodón y el cabello todavía sujeto con un apretado peinado que recordaba a las salchichas. Dejó los cigarros, volvió a la silla y se sentó.