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– Supongo que estarás de acuerdo en que pocas veces te pido algo, Gideon, pero ahora lo haré y antes de que vociferes creo que deberías pensarlo un poco. No te discuto que el niño es un bastardo, pero es de nuestra sangre. No me gustaría pensar que hay un nieto nuestro viviendo en un… en una barraca, y tal vez sufra frío y hambre. Incluso hasta se enferme. -Hizo una pausa como para reponerse, y continuó-: Ahora bien, estuve pensándolo, y se me ocurrió un modo en que podemos aseguramos de que esté cuidado, y nadie tendrá que saberlo. Quisiera que me des permiso para hablar con la señora Schmitt.

– ¿La señora Schmitt?

– Hace años que amenaza con irse, con la excusa de la mala salud de su madre. Pienso que podemos confiar en ella.

– ¿Para qué?

– Para criar al niño.

Gideon se levantó de un salto.

– ¡Espera un minuto, Levinia!

– Ya sé que te costará dinero.

– ¡Ya me costó dinero!

– Tienes demasiado. Te pido que hagas esto por mí, Gid. -No le decía Gid desde la época de su juventud, y eso le hizo volver sobre sus pasos y sentarse de nuevo en la silla, donde se dejó caer con un suspiro, mientras su esposa continuaba hablando con la más absoluta convicción-. Si la señora Schmitt se retirase ahora, nadie sospecharía nada. Antes de que

Lorna volviera, haría meses que se había marchado, y como insistió tanto con la mala salud de su madre, supondrán que ese fue el motivo. En retribución por hacerse cargo del niño, por supuesto nos aseguraremos de que ella y su madre estén bien provistas durante el resto de sus días.

Se hizo una pausa reflexiva. Gideon y Levinia se quedaron cada uno en su silla, mientras las mentes retrocedían hasta la infancia de Lorna y luego avanzaban hacia el nieto. En esos momentos de silencio, los abuelos se sintieron desalentados por el peso de la responsabilidad y las preocupaciones no deseadas.

Después de un rato, Gideon preguntó:

– ¿Cuántos años tiene la señora Schmitt?

– Cincuenta y tres.

– Es vieja.

Esa fue la primera señal de que a Gideon también le preocupaba el bienestar del pequeño.

– ¿Se te ocurre una idea mejor? -preguntó Levinia, arqueando una ceja.

Con los codos en las rodillas, la vista fija en el piso. Gideon negó con la cabeza y, por último alzó la mirada hacia su esposa.

– Después del modo en que peleaste por conservarla el verano pasado, ¿estás dispuesta a dejar ir a la señora Schmitt?

– Sí -respondió la mujer, sin rodeos. La voz se le convirtió en un susurro, y le apretó el dorso de la mano-. Oh, Gid… será nuestro nieto. ¿Cómo sabremos dónde irá a parar si dejamos que lo den en adopción?

Tras años de alejamiento físico, el hombre dio la vuelta a la mano y apretó la de su esposa.

– ¿Nunca piensas permitir que Lorna se entere?

– En absoluto, ni nadie de esta casa. Y la señora Schmitt tendrá que jurar que guardará el secreto.

Permanecieron así, con las manos unidas, un poco incómodos, pero súbitamente de acuerdo en sus propósitos.

– Una cosa -dijo él-. El niño nunca debe saberlo.

– Por supuesto que no. Es sólo para nuestra paz de conciencia, y nada más.

– Muy bien. -Gideon soltó la mano de su esposa-. Pero te diré algo, Levinia. -Posó la vista en un punto distante, y el rostro se le endureció-. Me gustaría matar a ese maldito constructor de barcos. Lo digo en serio. Me gustaría matar a ese hijo de pena.

En los días que siguieron a la desaparición de Lorna, Jens pensó que se volvía loco. Se sintió indefenso, desamparado y asustado. ¿Dónde la habían enviado? ¿Estaría bien? ¿Estaría bien el niño? ¿Lo habrían matado? ¿Lo vería alguna vez? ¿La habrían convencido de que no lo viese más? ¿Por qué no le escribía?

Regresó varias veces a la casa de la avenida Summit, pero no lo dejaban traspasar la puerta.

Tim se había ido y no tenía con quién hablar. No confiaba en Ben, pues eso significaría divulgar que Lorna estaba embarazada. Como los días pasaban y no recibía noticias, su desaliento se multiplicó.

Pasó la Navidad como cualquier otro día, trabajando en la construcción, armando la escalera del desván que dudaba que Lorna viese alguna vez.

Enero se puso duro. Le escribió a su hermano y le desnudó el corazón contándole la verdad acerca del niño que esperaba y la desaparición de la mujer que amaba.

En febrero, el astillero estaba terminado. Llevó el molde desde la cabaña de Tim y empezó la construcción de una chalana encargada por el mismo Tim, que bautizarían Manitou. Pero no ponía el alma en el trabajo.

En marzo, intensas tormentas de nieve lo mantuvieron encerrado durante días. Y aunque fue caminando varias veces al pueblo, no encontr4 ninguna carta de Lorna en la oficina de correos.

En abril, cinco meses después de la desaparición, recibió una carta de una escritura desconocida. La abrió en la acera de la oficina de correos, sin estar preparado para las noticias que iba a recibir.

Querido señor Harken:

Dadas una serie de circunstancias de las que estoy completamente al tanto, pensé que era mi deber informarle sobre el paradero de mi sobrina Lorna Barnett. Los padres la manda ron a la abadía de Santa Cecilia, en las afueras de Milwaukee, en Wisconsin, donde la cuidan las monjas. Tiene que entender que los padres de Lorna depositaron sobre ella, y siguen haciéndolo, una gran carga de culpabilidad. No olvide esto, en caso de que sienta la tentación de juzgarla.

Cordiales saludos de

Agnes Barnett

De pie bajo el sol de la media mañana, con la carta temblándole entre los dedos, la releyó. El corazón le palpitó con fuerza. Le inundó la esperanza. También reaparecieron el amor y la nostalgia, sentimientos que había aprendido a dejar de lado en los últimos meses. Levantó la cara al sol y se concentró en el velo rojo que veía tras los párpados cerrados. Sintió más el calor. El aire primaveral le pareció más fresco. La vida, más justa. Leyó de nuevo la abadía de Santa Cecilia, en las afueras de Milwaukee, y, con el corazón saltándole de gozo comprendió que ya había adoptado una decisión.

A la abadía de Santa Cecilia llegó la primavera. Los vientos del norte viraron hacia el sudeste y los campos de alrededor emergieron del manto blanco. El olor de la tierra ascendía sobre los muros de la abadía y en el campo, hacia el Oeste, apareció un potrillo con la yegua. En el patio brotaron los tulipanes. El canto del pájaro carbonero pasó del silbido del invierno al saludo de la primavera.

Una tarde de fines de abril, Lorna estaba en su cuarto durmiendo la siesta, cuando la hermana Marlene llamó a la puerta.

– Tienes una visita.

– ¿Alguien vino a verme? ¿Aquí? -Lorna no sabía que podía recibir visitas-. ¿Quién?

– No le pregunté el nombre.

– ¿Es un hombre?

Se incorporó y sacó los pies de la cama. Los únicos hombres que había visto allí eran el padre Guttman que iba todos los días a decir Misa, y un médico de apellido Enner, que iba regularmente a verla.

– Está esperándote afuera, en la tenaza.

La hermana Marlene cerró silenciosamente la puerta, y Lorna se quedó sentada con una mano sobre el abultado vientre, y las emociones hechas un torbellino. ¿Su padre, o Jens? Eran los únicos hombres que podrían haber ido a verla. Sin duda, debía ser Gideon cumpliendo con su deber de padre, pues Jens no tenía idea de dónde estaba ella.

Pero, ¿y si lo había descubierto…?

Se izó del catre ayudándose con las dos manos y cruzó andando el cuarto, vertió agua de una jarra, se lavo la caray dejó un instante las palmas húmedas sobre las mejillas ardientes, con el corazón locamente agitado. En el cuarto no había ningún espejo: se humedeció el cabello en los lados y lo peinó al tacto, sujetándolo en la nuca con una cola lisa, como llevaba usando desde que estaba allí. Se cambió el vestido arrugado por otro exactamente igual, castaño, sencillo y tosco, y por primera vez deseó tener algo más colorido. Abrió la puerta y bajó con torpeza las escaleras con un andar que era una extraña mezcla entre los movimientos apacibles de las monjas y el paso propio de una mujer preñada, que ya no puede verse los pies desde arriba.