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El pasillo central estaba vacío, pero la puerta frontal estaba abierta y un brillante cono del sol de la tarde se abría en abanico sobre el piso de granito moteado. Dentro de Lorna, todo parecía subir y empujar hacia el corazón palpitante mientras salía a la galería de arcadas y miraba a la derecha, hasta el final.

La hermana DePaul estaba fuera, haciendo su habitual caminata de plegarias, con un libro en alemán mientras recorría el perímetro de la galería que rodeaba el patio.

Lorna miró al otro lado… y ahí estaba Jens, con el sombrero en la mano, levantándose del banco de madera situado a la sombra del techo de la galería.

Sintió como si el corazón fuera a escapársele del pecho. Cuando comenzó a avanzar hacia él, el alivio y el amor la arrasaron y, de súbito, se le aflojaron las rodillas. Jens llevaba el traje dominguero, tenía el cabello recién cortado, demasiado corto. Tenía una expresión asustada e incierta cuando la miró acercarse con el pardo vestido maternal y el vientre por delante. Se acercó a él sumida en un embrollo de sentimientos, pues el anhelo por él luchaba contra las repetidas advertencias y acusaciones de su madre.

– ¡Hola, Jens! -murmuró al acercarse.

Por la profunda calma que manifestaba, Jens se dio cuenta de que las monjas y sus padres habían condicionado las ideas de Lorna. La habían despojado de su belleza, y ni el pelo, ni la ropa ni ese aire sombrío recordaban a la Lorna Barnett que él conociera. Ya no tenía ánimo y el gozo por verlo se esfumó. En su lugar, había una obediencia que lo aterró.

– ¡Hola, Lorna!

Guardaron una respetable distancia, conscientes de que la hermana DePaul se paseaba cerca.

– ¿Cómo me encontraste?

– Tu tía Agnes me escribió y me dijo dónde estabas.

– ¿Cómo llegaste aquí?

– Tomé el tren.

– ¡Oh, Jens…! -Por el semblante de la muchacha pasó una fugaz expresión de amor dolorido-. Todo ese viaje… -Hizo una pausa y dijo, con voz más suave-: Me alegro de verte -con ese aire de mártir, como quien está entrenado.

– Me alegro de…

Se interrumpió. Tragó saliva, sin poder continuar. Quería atraerla a sus brazos, murmurar contra su pelo, decirle cuánto se alegraba de verla, que imaginé toda clase de cosas, lo solitario y horrible que fue pasar el invierno sin ella, y el alivio que sentía de que todavía tuviese al niño. Pero se quedó apartado, distanciado de ella por ese nuevo escudo que la hacía tan intocable como si ella también vistiese hábito.

– ¿Por qué no recibí noticias tuyas?

– No… no sabía a dónde escribirte.

– ¿A dónde crees que hubiese ido, estando tú embarazada? Si hubieses querido, podrías haberme localizado. ¿No se te ocurrió pensar lo preocupado que estaba?

– Lo siento, Jens. No pude hacer nada. Hicieron planes en secreto, y mi madre me metió en el tren. Ni yo sabía a dónde iba hasta que estuvimos en camino.

– Lorna, ya hace cinco meses que estás aquí. Por lo menos, podrías haberme hecho saber que estabas bien.

La hermana DePaul dobló en una esquina.

– Aquí hace frío. Vayamos al sol -dijo Lorna.

Pasaron sin tocarse de los arcos sombríos al banco de madera inundado por la luz de la tarde y allí, en el linde del patio, se sentaron.

– Engordaste… -comenté Jens, dejando el sombrero sobre el asiento.

Recorrió con la mirada la redondez de Lorna, y su reacción emocional fue tan intensa que estaba seguro de que podía oír golpear su corazón.

– Sí -respondió Lorna.

– ¿Cómo te sientes?

– Oh, me siento bien. Duermo mucho pero, por lo demás, estoy muy bien.

– ¿Te cuidan bien aquí?

– Oh, sí. Las monjas son amables y cariñosas, y hay un médico que pasa a yerme con regularidad. Es solitario, pero aprendí a valorar la soledad. Tuve mucho tiempo para pensar.

– ¿En mí?

– Seguro. Y en mí, y en el niño. -Con voz más queda, agregó-: En nuestros errores.

La agitación de Jens se convirtió velozmente en rabia al pensar en el modo en que los padres de Lorna les habían manipulado la vida.

– Eso es lo que quieren que pienses: que fue un error. ¿No lo ves?

– Hicieron lo que les pareció mejor.

– Por supuesto -dijo Jens, en tono irónico, apartando la vista de ella.

– Es cierto, Jens -insistió.

– Yo también estuve mucho tiempo solo, pero no puedo decir que haya encontrado ningún valor en ello! -Se movió, como impulsado por un recuerdo doloroso-. ¡Jesús, cuando desapareciste creí que iba a perder la razón!

– Yo también -susurró Lorna.

Los dos estaban al borde de las lágrimas, pero no podían llorar con la hermana DePaul tan cerca. Se las tragaron y permanecieron sentados, rígidos, uno junto a otro, atrapados en un atolladero que no habían provocado, desdichados, enamorados, vigilados por la monja. Tras unos momentos de espantoso silencio, Lorna intentó salvar la situación.

– ¿Qué estuviste haciendo?

– Trabajé mucho.

– La tía Agnes me contó que empezaste con el armadero de barcos, por fin.

– Sí, con el respaldo de Tim Iversen. -Volvió la vista hacia ella, pero se reservó la ternura-. Estoy haciendo un barco para él, que correrá la regata en junio. Tim dice que si lo termino a tiempo, podré llevar el timón.

– Oh, Jens, cuánto me alegro. -Le tocó el brazo y los dos pensaron en el Lorna D, sin terminar en un cobertizo de la isla Manitou, y en aquellos días despreocupados en que se construyo-. Ganarás, Jens, estoy segura.

Asintió, apartando el brazo con el pretexto de sentarse más erguido.

– Eso era lo que fui a contarte poco después de que te alejaron: que Tim me apoyaría y que todo se resolvería y podríamos casarnos enseguida. Pero no me dejaron entrar. Me trataron como si fuese basura. ¡Malditos sean!

Fijó la vista en un jardín de rosas todavía encerradas en la desnudez del invierno. Le asaltaron antiguos recuerdos que lo lastimaron como si esas rosas estuviesen rodeándole el corazón.

Pasó una nube sobre el sol y su sombra viajó sobre ellos provocándoles un frío momentáneo antes de alejarse, para devolverlas al calor.

Jens quiso abrazar a Lorna y rogarle que se marchara de allí con él, pero mantuvo la distancia mientras la hermana DePaul daba otra vuelta bajo los arcos de cemento, moviendo los labios en silenciosa oración.

– Mis padres quieren que dé al niño en adopción.

– ¡No! -estalló, volviendo hacia ella el semblante torturado.

– Dicen que en la Iglesia conocen matrimonios sin hijos que buscan niños.

– ¡No! ¡No! ¿Por qué permites que te metan semejantes ideas en la cabeza?

– Pero, Jens, ¿qué otra cosa podemos hacer?

– ¡Puedes casarte conmigo, eso es lo que podemos hacer!

– Me hicieron comprender el precio que pagaríamos silo hacemos. No sólo nosotros, sino también el pequeño.

– Eres igual que ellos! Pensé que eras diferente, pero me equivoqué. ¡Como vives de acuerdo a esas estúpidas reglas, antepones lo que puedan pensar otras personas a tus propios sentimientos!

La furia de Lorna también explotó:

– ¡Bueno, quizás haya madurado un poco desde que pasó todo esto! Tal vez entonces razonaba como una niña, pensando que tú y yo podríamos hacer lo que quisiéramos sin pensar en las consecuencias.

– ¡Cómo puedes hablarme a mí de las consecuencias! El niño es tan mío como tuyo, y yo estoy dispuesto a llevarte hoy de aquí, casarme contigo, darte un hogar, y mandar al diablo lo que la gente diga. Pero tú no estás dispuesta, ¿cierto?