De pronto, entre la multitud, ¡divisó a Levinia Barnett!
Aflojó el paso, la gloria se iba esfumando.
La mujer estaba con un grupo de familiares y amigos, y fijaba en él una mirada de acero, frígida. Mantenía la mandíbula rígida en el mismo ángulo que la tierra. Lo observó fijamente durante cierto tiempo, y luego le dio la espalda.
La idea se precipitó sin contenerse: Lorna podría haber estado allí, y podrían haber estado casados, y allí habría estado el niño también, y el barco de Jens habría sido el Lorna D. Si así hubiera sido, si él y Gideon Barnett hubiesen formado parte de la misma tripulación, y si Lorna hubiese estado agitando la mano desde la costa con el hijo en brazos, y la madre sonriéndole… ¡Qué dulce hubiese sido ese día!
Pero a Lorna la apartaron y la avergonzaron. Al hijo se lo quitarían.
Ese día, Gideon y Levinia Barnett lo rechazaron con arrogancia. Y el Lorna D estaba inconcluso en el cobertizo, como un recordatorio de lo que nunca sería.
Se volvió para no ver la espalda rígida como un poste de Levinia Barnett y se encaminó, acompañado de su amargura, a recibir el premio, consuelo de sus ganancias, y a comer por primera vez dentro del Club de Yates de White Bear.
16
Dos días después de la regata, Lorna recibió una carta en la que latía Agnes le informaba de la brillante victoria de Jens:
"Pasó a todos como un huracán, dejándolos con la boca abierta, sin poder creerlo, pues las embarcaciones parecían estar tratando de abrirse paso a través del cieno, mientras la de Jens se lanzaba hacia adelante como sobre un mar de mercurio. Dio la vuelta en la primera boya cuando los demás sólo estaban a mitad de camino, y los pasó a todos en la segunda vuelta. Cuando cruzó la meta, el clamor era tan estrepitoso que podía oírse desde la orilla opuesta. Cuando el barco que llegó segundo cruzó la línea de llegada, tu Jens ya había amarrado al Manitou y estaba en la sede del club, cenando con el señor Iversen, recibiendo felicitaciones, y contestando entrevistas de periodistas de sitios tan lejanos como Rhode Island."
Lo hizo, pensó Lorna, sentada en su cuarto del convento, con la carta en la mano. Con una sonrisa melancólica, contempló a través de las lágrimas las colinas verdes a lo lejos y se imaginó el agua azul y las velas blancas. ¡Cuánto deseaba estar allí, ver la embarcación de Jens derrotar a todas las demás, ser testigo de cómo esa corredora baja y esbelta distinguía a Jens para siempre en el dominio de la navegación a vela!
Volvió la vista a la carta.
"Como presidente del club, tu padre tenía que entregar la copa a los ganadores, pero, al parecer, después de la comida lo atacó la gastritis y el alcalde se encargó de esa tarea."
De modo que el orgullo de su padre se había resentido. En cierto modo, era mucho menos importante que la victoria de Jens.
Tendría que haber estado allí para presenciarlo. Lorna había intervenido en impulsarlo a comenzar, y le había acompañado gran parte del tiempo mientras diseñaba el Lorna D. Todos esos días observándole trabajar, escuchándole contar sus sueños, dándole ánimos, enamorándose… Tendría que haber estado.
Pero estaba escondida dentro de esa fortaleza de piedra, grávida del hijo de Jens.
Afuera, el verano maduraba sobre las colinas y los bosques. En un campo con pendiente hacia el Este, una plantación de centeno azulada y susurrante, ondulaba como el Caribe impulsado por el viento cálido. Contemplándolo, llena de añoranzas, Lorna pasaba las manos sobre el vientre distendido con toda delicadeza, acariciándolo como si el que lo habitaba pudiese sentir ese contacto con el exterior. La carga se había vuelto inmensa y empujaba hacia abajo con tal fuerza que las rodillas se le separaban. Era fascinante comprender que ese era su hijo… suyo y de Jens… que se impulsaba hacia la vida. En el último mes, el niño se hizo mucho más real para Lorna, pues los codos y los talones se marcaban contra las paredes de su matriz y, de vez en cuando, había una sacudida en el vientre que le provocaba una sonrisa amorosa. En ocasiones, por las noches, rodaba en su mundo líquido y la despertaba, como si quisiera hacerla interrogarse así misma y revisar la respuesta que le había dado a Jens. Lorna posaba las manos sobre ese contorno cambiante y trataba de imaginarse dando a ese niño después de haberlo tenido en brazos y de haberlo acariciado.
Y sabía, sin lugar a dudas, que no podría hacerse eso a sí misma ni al padre del niño.
La tía Agnes decía "tu Jens". No era de ella pero quería que lo fuese, lo deseaba aún como lo quiso en aquellos días en que nació la intimidad. Cargaba su amor por él como una gran piedra que le aplastaba el pecho y que transformaba el respirar, moverse, vivir, en una faena pesada y permanente.
Desde el momento en que se alejó enfadado, afirmando que la odiaría, esa piedra se había vuelto más pesada. ¿Entregar a su hijo? ¿Y abandonarlo a él? ¿Cómo sería capaz? Jens tenía razón: dar a este hijo concebido con amor sería horrendo e imperdonable. Hizo falta la amenaza de perder al hombre que amaba para que comprendiese que no podía cometer un acto tan despiadado. Conservaría al pequeño y se casaría con Jens Harken, aunque significara perder a su familia para siempre. Fue una tonta al no irse con él cuando se lo pidió.
El momento del parto empezó tres noches después. La despertó un calambre y se quedó acostada esperando que pasara, con la vista fija en la noche para engañar al tiempo, y descubrió que la luna ya había comenzado a descender. Cuando pasó el primer dolor, se levantó y se puso de pie ante la ventana con una mano en el borde, esperando otra confirmación. Se retrasó como una hora, pero cuando llegó, no le quedaron dudas de que era una contracción de advertencia. Se dobló hacia adelante, se apoyó con las manos en el saliente de la ventana y la aguantó, recordando el rostro de Jens para que la ayudara a soportarla.
Después, se puso una bata, fue al cuarto de la hermana Marlene, llamó con suavidad y esperó. Una extraña, una bella joven de cabello oscuro y ondulado que contorneaba las mejillas y la frente, le abrió la puerta con el rostro al que la luz de la linterna daba un resplandor luminoso coralino.
– ¿Hermana Marlene?
La joven monja le sonrió, dudosa.
– ¿Sí, Lorna?
Lorna siguió contemplándola, aturdida.
– Nunca me habías visto sin el hábito… ¿es eso?
– ¡Tiene cabello!
La monja sonrió otra vez con esa sonrisa serena como la de la estatua de la virgen María en la capilla.
– ¿Llegó el momento, Lorna?
– Creo que sí.
La hermana Marlene se movió con calma: entró otra vez en la habitación, dejó la linterna y se puso una bata.
– ¿Hace mucho que estás despierta?
– Más o menos una hora.
– ¿Falta poco?
– No, pienso que acaba de empezar.
– Entonces, tenemos mucho tiempo. Despertaré a la madre superiora y se lo diré. Cuando venga el padre Guttmann para la Misa de las cinco y media, se lo diremos y él se comunicará con el médico. Tu madre pidió que le telegrafiáramos, también.
– Hermana, tengo que pedirle algo.
– ¿Qué?
– ¿Mi madre le habló a alguien de entregar al niño?
– Sí, a la madre superiora.
– Pero no lo daré. He decidido conservarlo.
La hermana Marlene se adelantó, llevando la linterna. A su luz, dio a Lorna una palmadita consoladora en la mejilla, como si le impartiese una bendición.
– Dios tiene Sus caminos, y a veces no son fáciles, como no lo será en tu caso. Pero yo no puedo creer que un chico esté mejor sin su madre. Creo que te bendecirá por la decisión que has tomado.