Se enviaron los mensajes con el buen padre, cuando este salió del convento, poco después del amanecer. El día transcurrió con agónica lentitud, y Lorna pasó nueve horas acostada en el cuarto, con dolores pasajeros que aparecían y desaparecían con ritmo irregular. Sólo a las tres de la tarde comenzó el verdadero trabajo. Llegó el doctor Enner, la examinó y declaró que todavía faltaba un poco de tiempo.
– ¿Un… poco de tiempo? -preguntó Lorna, agitada después de una contracción.
– Los primeros hijos suelen ser muy obstinados.
Pasaron otras dos horas y los dolores empeoraron. Cada uno parecía más prolongado y frecuente que el anterior y Lorna, acostada en el catre, estaba convencida de que era el momento del nacimiento, y se preguntaba dónde estaría Jens, si de algún modo sentía que eso estaba sucediendo en ese instante, si sobreviviría. La hermana Marlene permaneció junto a Lorna siempre serena, siempre atenta.
– Descansa -le decía entre dolores, y cuando venía alguno, le enjugaba la frente o le ofrecía las manos para que se agarrara. Una de las veces, cuando el dolor se hizo más intenso, la monja musitó-: Piensa en tu lugar preferido -y Lorna pensó en el lago con los veleros y las salpicaduras frías en sus manos que colgaban por la brazola, Jens en el timón con el sol sobre el cabello rubio y el cuello, y su encaje de Queen Anne floreciendo a lo largo de la costa, y los sauces que arqueaban sus ramas sobre el agua. Otro dolor la derribó, y cuando abrió los ojos Levinia estaba ahí, inclinándose sobre ella.
– ¿Madre?
– Sí, Lorna, estoy aquí.
Esbozó una sonrisa fatigada.
– ¿Cómo llegaste tan rápido?
– En Norteamérica, no hay nada tan confiable como el tren. El doctor dice que ya no falta mucho.
– Madre, tengo mucho calor.
– Sí, querida, ya lo sé. Las monjas te cuidarán bien y yo esperaré afuera.
Cuando Levinia salió, Lorna dirigió esa débil sonrisa a la hermana Marlene.
– A decir verdad, no creí que viniera.
La asaltó una intensa contracción y gimió con voz queda, levantando las rodillas y torciéndose a un lado. El médico ató tiras de cuero a los pies de la cama, le sujetó las piernas y le avisó que pronto sería tiempo de empujar. Vio que las monjas se habían enrollado las amplias mangas hasta el codo, se habían sujetado con alfileres los velos hacia atrás, unidos entre los omóplatos. Las orejas formaban bultos blancos contra el fondo prístino de las tocas, y la parturienta se preguntó, como en sueños, cómo podían oír con esas telas almidonadas cubriéndoles apretadamente las orejas. En el siguiente cuarto de hora, hubo manos para asirse, paños fríos y sorbos de líquido, su propio gemido y un gran temblor en todo el cuerpo, músculos que se esforzaban hasta el estremecimiento, y la cabeza de Lorna que se levantaba del colchón y gritaba:
– ¡Jens, Jens, Jeeeeens!
La sensación de algo que resbalaba hacia adelante seguido de cierto alivio, y una suave voz femenina que decía:
– Aquí está. Es un varón.
Luego una pausa, y un peso tibio y húmedo sobre el vientre de Lorna, y las esquinas del techo que se fugaban hacia los lados en forma de S. a medida que las lágrimas desbordaban y saltaban como arroyos tibios en sus oídos. Sus propias manos extendiéndose hacia abajo y alguien que le sostenía la cabeza mientras ella acariciaba a la menuda criatura rojiza que tenía los finos brazos y piernas doblados como reglas de carpintero.
– Oh, miren… mírenlo… qué milagro.
– Por cierto, es un milagro -confirmó la hermana Marlene con voz suave junto a la oreja de Lorna, y luego le apoyó la cabeza en la almohada-. Ahora, descansa un minuto. Te lo mereces.
Más tarde, cuando cortaron el cordón y se llevaron los restos, Lorna oyó llorar a su hijo por vez primera y la hermana Marlene le depositó al pequeño, envuelto en franela blanca, en los brazos.
– ¡Oh, hermana…! -Las lágrimas de Lorna brotaron de nuevo al contemplar las facciones del niño, distorsionadas por los rigores del nacimiento, que no tenían comparación con nadie-. Mírelo. Oh, cosa preciosa, no tengo ni un nombre para ti. -Besó la frente ensangrentada y lo sintió retorcerse dentro del envoltorio-. ¿Qué nombre te pondré? -Levantó la vista hacia la monja y murmuró, con el mentón tembloroso-: Oh, hermana… su padre tendría que estar aquí.
La hermana Marlene se limitó a sonreír y quitó el pelo de Lorna de la frente.
– Yo quería casarme con él, y mis padres no me dejaron, ¿sabe?
A Lorna le pareció ver un brillo sospechoso en el rabillo del ojo de la hermana, pero persistió esa eterna tranquilidad sobre cualquier otro sentimiento que pudiese albergar.
– Bien, lo haré -aseguró Lorna-. En principio, si hubiese seguido el impulso de mi corazón, ahora Jens estaría conmigo. Con nosotros. -Volvió la atención al pequeño, le tocó la barbilla con la punta del dedo, y el niño la siguió con la boca-. ¿Mi madre pidió verlo?
– No creo, pero está esperando para verte a ti. -La monja agarró al pequeño-. Lamento quitártelo, pero tengo que darle un baño, y a ti también.
Lorna estaba bañada, vestida con ropa blanca, limpia y entre sábanas limpias cuando Levinia entró en el cuarto. Se habían llevado al pequeño a algún sitio para bañarlo, y la habitación estaba de nuevo silenciosa y austera como una celda. Levinia cerró la puerta con cuidado, pero no fue necesario que se molestara, pues Lorna estaba despierta, esperándola.
– ¿Lo viste, madre?
Levinia se volvió, sobresaltada por la lucidez de Lorna.
– Lorna, querida, ¿cómo te sientes?
– ¿Lo viste?
– No, no lo vi.
– ¿Cómo es posible que no quieras verlo? Es tu nieto.
– No. Jamás. Por lo menos en el sentido que tú insinúas.
– Sí, en todo sentido. Es de tu carne y tu sangre, de mi carne y mi sangre, y no puedo darlo.
– Lorna, ya hablamos de eso.
– No, vosotros hablasteis de eso. Me dijiste cómo sería, pero jamás me preguntaste cómo quería que fuese. Madre, Jens estuvo aquí. Vino a yerme.
– ¡No quiero hablar de ese hombre!
– Me casaré con él, madre.
– ¡Después de todo lo que hicimos por ti tu padre y yo, y después de que vino a nuestra casa y me amenazó, cómo te atreves a sugerir, siquiera, algo semejante!
– Me casaré con él -repitió, obstinada.
Levinia se puso encarnada, contuvo las ganas de gritar y dijo con aparente calma:
– Eso lo veremos -y dejó a Lorna sola.
Antes de entrar en la oficina de la madre superiora, Levinia se retrasó un momento para arreglarse. Inspiró y exhaló dos profundas bocanadas, apretó las manos contra el rostro acalorado y se acomodó el velo del inmenso sombrero de seda gris. Cuando llamó a la puerta y entró, aunque el corazón todavía le latía, furioso, lo ocultó bien.
– Madre superiora -dijo con frialdad, entrando en el cuarto.
– Ah, señora Barnett, me alegra volver a verla. Por favor, siéntese.
La madre superiora estaba cerca de los ochenta años, tenía una cara grande y una gigante nariz alemana. Los marcos de alambre de las gafas parecían haberle crecido en las sienes, como alambre de púas en un árbol. Se vio que tenía las manos carnosas y con manchas hepáticas cuando dejó la pluma en el soporte apoyando los nudillos sobre el tintero como para levantarse.
– Por favor, no se levante -dijo Levinia, acercando una de las sillas de asiento de cuero que había frente al escritorio de la anciana monja.
Una vez sentada, apoyó sobre las rodillas un talonario forrado de seda, sacó de él un cheque en el que figuraba la suma de diez mil dólares, consignados a la abadía de Santa Cecilia. Dejó el cheque sobre el tintero, delante de la monja.
– Reverenda madre, tanto mi esposo como yo estamos muy agradecidos por el cuidado que han dado a nuestra hija en los meses que han pasado. Por favor, acepte esto como testimonio de nuestra gratitud. No se imagina cuánto nos alivió saber que Lorna estaba en un sitio como este, donde podía estar en paz y recuperarse de esta.,, de esta desafortunada interrupción de su vida.