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Así transcurrió el verano.

Jens la veía con frecuencia, reconocía la pequeña embarcación cuando aparecía en la bahía y regresaba con el viento, llevándosela. En esas ocasiones, se quedaba de pie en la puerta abierta del taller, con las herramientas olvidadas en la mano, la miraba irse y se preguntaba dónde estaría su hijo, cómo sería, qué nombre tendría, y quién lo cuidaba. Pensaba en cualquiera de los hijos que pudiese tener en el futuro, y en que nunca se enterarían de que existía un hermano mayor.

Su hijo y Lorna Barnett.

Su más honda desesperación y también su más honda felicidad, encamadas en la imagen de una mujer en un barco que pasaba, y que le recordaba lo que quería olvidar.

Tim le dijo:

– Eh, creo que esto te gustará.

Y le entregó fotos de Lorna y el mismo Jens que registraban aquel idílico y dulce verano en que construía el Lorna D. Las puso entre la ropa, entre los pliegues de la ropa interior de invierno, en un baúl a los pies de la cama. En ocasiones por la noche, acostado con las manos bajo la cabeza, se le ocurría sacarlas y mirarla, pero el recuerdo le provocaba amargura y anhelos de lo que no pudo ser, y por eso se concentraba en otras cosas y se esforzaba por apartarla de la memoria.

Si lograba alejar la imagen durante un par de días, divisaba otra vez la vela, u oía el nombre de su padre, o distinguía una de las naves de vapor que hacía excursiones cruzando el lago desde los grandes hoteles, y se preguntaba si estaría a bordo con la muchedumbre de ricos cuyas risas se podían oír en las noches más tranquilas cuando se dirigían a cenar al club, o al Ramaley Pavilion, a jugar. Con frecuencia, la música flotaba sobre el agua cuando oscurecía, y las linternas de algunas embarcaciones proclamando ostentosamente el baile que se desarrollaba ahí mismo, en medio del agua. Jens se quedaba en el extremo del muelle, midiendo el abismo entre él y Lorna Barnett, y sintiendo crecer la herida ante la negativa de ella a enfrentarse a las convenciones sociales cuando le pidió que se casara. Baila, pensaba con amargura, mirando cómo se balanceaban y se mecían las luces sobre el agua. ¡Baila con esos acompañantes ricos y olvida que alguna vez entregaste a mi hijo!

El Manitou permanecía amarrado en el muelle, y atraía a navegantes curiosos casi todos los días. A menudo los posibles clientes querían navegar en él, y entonces Jens y Davin reunían una tripulación para que los llevara a recorrer el contorno del lago más allá de los estrechos, hacia el extremo este de la isla Manitou, donde el Rose Point Cottage miraba hacia el agua con sus puertas cristaleras abiertas y sus prados de color esmeralda que se extendían como un vestido de terciopelo hasta la orilla. Una vez, vio que estaban jugando al croquet y otra, una reunión que le pareció un té de alto nivel con señoras, bajo una marquesina de gasa blanca, colocada en el jardín. En las dos ocasiones, tras una sola mirada fugaz, mantuvo con empeño la vista fija en el curso, evitando un examen exhaustivo de las muchachas de faldas largas que se arrastraban, y en sus enormes sombreros.

El negocio florecía. Recibían más pedidos de construcción de veleros de los que podían hacer en un año, y tantos pedidos de reparación de barcos que contrató a Edward Stout, el amigo de Ben, sólo para hacer ese trabajo. El segundo barco que botaron, encargado por el miembro del club Nathan Du Val, fue bautizado North Star. Este y el Manitou ganaban todas las carreras de los fines de semana en que participaban. Llegaban periodistas desde Chicago, Newport y New Jersey para entrevistar a Jens y escribían artículos sobre su diseño extravagante e invencible, y sobre el impacto obtenido en el campo de la navegación en lagos interiores. Se reeditaba a menudo el relato de la primera carrera, cuando la tripulación del Manitou ya estaba cenando en el Club de Yates antes de que el segundo barco cruzase la meta.

Un astillero de Barnegat Bay, New Jersey, y otro de Carolina del Sur escribieron ofreciéndole a Jens un puesto como diseñador. No respondió, sino que guardó ambas cartas en el baúl, como excusa para echar un vistazo a la foto donde estaba con Lorna.

Entonces, un día apareció Tim, diciendo:

– Traigo noticias. Gideon Earnett está terminando el Lorna D, y piensa botarlo antes de que finalice la temporada. Se especula que piensa hacerla participar en la gran regata del año próximo contra Minnetonka.

En efecto, Gideon Barnett había contratado a un hombre de la zona para terminar la maquinaria y los aparejos del Lorna D. Cuando quedó terminado, se acercó a su hija y le dijo:

– Pienso botar el Lorna D. ¿Te gustaría navegarlo la primera vez?

Lorna estaba sentada en una tumbona, en la terraza, y se limaba las uñas sin mucho interés. Se interrumpió y miró a su padre:

– No, gracias.

– Pero si eso es lo que siempre pedías, y has estado navegando el barco pequeño todo el verano. ¿Por qué no el Lorna D?

– Padre, es demasiado tarde.

Gideon juntó las cejas y enrojeció.

– Lorna, ¿cuándo piensas abandonar este ensimismamiento infernal en que estás sumida, y te unirás otra vez a la raza humana?

– No lo sé, padre.

Gideon tuvo ganas de gritar que su madre y él estaban hartos de ese constante aire de perseguida y de esa permanente exclusión a que los sometía, pero la culpa lo obligó acallar. Se dio la vuelta y la dejó allí, en ese clima pesado del verano.

Era inevitable que ambas embarcaciones se encontraran. Sucedió un día de finales de setiembre, cuando Jens y su tripulación salieron a navegar el Manitou por placer; era un día oscuro y ventoso, y nubes apelotonadas surcaban el cielo como guijarros. Se encontraron en el tramo entre la punta y la península, el Manitou navegando hacia el sur, el Lorna D hacia el norte. Al aproximarse, los timoneles de ambos barcos intercambiaron miradas. Sentados junto a las cañas de sus respectivos timones, con ojos tan turbulentos y amenazadores como las nubes que los enmarcaban, se observaron al pasar. Tim alzó una mano a guisa de saludo, pero Gideon no respondió sino que se limitó a mirar, hostil, bajo las espesas cejas grises, en una actitud igual a la de Jens. Si hubiesen estado a bordo de barcos de guerra, sin duda habrían arrojado cañonazos. Al carecer de cañones, lo único que se arrojaron fue el odio, y la certeza de que, en el próximo encuentro, los dos veleros irían en la misma dirección.

A finales de octubre, la familia Barnett cerró Rose Point y se marchó a la ciudad, a pasar el invierno. Antes de partir, Lorna pasó mucho tiempo en el extremo de la península, mirando hacia el noreste, hacia Jens, envuelta en un abrigo de invierno; el cabello se le había soltado y le castigaba la frente. El viento le aplastaba los faldones contra los muslos y agitaba el agua formando una orla como de crema batida junto a la orilla. Allá arriba, dos gaviotas resistían un viento de frente y parecían chillarles a las olas de abajo. Lorna pensó en su hijo, que ya tenía cuatro meses, y que debía de estar sonriendo y arrullando altas personas.

– Adiós, Jens -dijo, con lágrimas en los ojos-. Te echo de menos.

Con el invierno inminente, la casa de la ciudad era tan lúgubre como el clima. Los hermanos de Lorna iban todo el día a la escuela. Levinia trabajaba, diligente, en actos benéficos y bailes, e instaba a Lorna a participar, pero no recibía más que negativas, aunque sí colaboró cierto tiempo en la biblioteca de la calle Victoria. Le encantaba el trabajo en la biblioteca que la obligaba a salir de la casa y le permitía disfrutar de un ambiente tranquilo, de estudio, que armonizaba con su estado de ánimo del momento. Las vacaciones traían consigo una serie de entretenimientos que Lorna evitaba cada vez que podía. Llegaron algunos invitados del Estado de Washington, entre los cuales había un soltero de treinta y un años llamado Arnstadt, que manifestó un especial interés por Lorna en cuanto la vio. Estaba vinculado de algún modo a los ferrocarriles, y el padre de la joven hacía grandes ventas de leña a los ferrocarriles. Al parecer, Arnstadt era rico y estaba disponible en el mercado del matrimonio: quizá pudiera cumplir la amenaza de casarse con el primer hombre que se lo pidiera. Pero cuando, una noche, él le tomó la mano, Lorna la sacó de un tirón como si se hubiese quemado, se le llenaron los ojos de lágrimas y presentó una acusa para correr a refugiarse en su propio cuarto y preguntarse si alguna vez en su vida podría permitir que la tocan otro hombre que no fuese Jens Harken…