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En ese momento, le hizo una pregunta cuyo significado era capaz de atravesar cualquier barrera del idioma: señalando con el dedo torcido primero a Lorna y después al niño.

– ¿Eres su Mutter?

Lorna asintió, se apoyo una mano sobre el vientre, otra sobre el corazón, y toda su alma se reflejó en su rostro.

Danny se cansó de la silla y lo bajaron para que anduviese a su antojo otra vez. Al pasar debajo de la mesa se golpeó la cabeza en una pata, y Lorna corrió a rescatarlo y abrazarlo.

– Oh, nooo, no llores…, ya va a pasar…

Pero el chico siguió llorando y le tendió los brazos a Hulduh Schmitt, que lo alzó sobre su amplio regazo, le enjugó la cara y le dio un sorbo de café azucarado con crema en la punta de una cuchara. Después, apoyó la cabeza contra la pechera del blanco delantal almidonado, se puso el pulgar en la boca y fijó la vista en el friso de madera.

– Está cansado porque no durmió suficiente siesta.

Lorna se preguntó qué larga debía ser la siesta de un chiquillo de ocho meses. Y qué habría que hacer si, de verdad, se caía y se abría la cabeza. Y cómo hacía una mujer para aprender todo lo necesario sobre la maternidad, si la propia madre prefería apartarla.

Los párpados de Danny comenzaron a caer y el labio inferior dejó de sujetar el pulgar. La señora Schmitt lo llevó al recibidor y lo metió a dormir en la cuna.

Al volver, llenó otra vez las tazas y preguntó:

– Ahora que le ha encontrado, ¿qué piensa hacer?

Lorna apoyó con sumo cuidado la taza y miró en los ojos a la vieja cocinera:

– Es mi hijo -respondió, serena.

– Querrá llevárselo, pues.

– Sí… quiero.

El rostro de Hulduh Schmitt pareció palidecer e hincharse, incluso reflejar miedo. Miró a su madre, que cabeceaba en la silla de hamaca.

– Si lo hace, no me enviarán más dinero. Mi madre es vieja, y soy lo único que tiene.

– Sí, yo… lo siento, señora Schmitt.

– Y el niño está contento aquí, con nosotros.

– ¡Oh, eso ya lo veo! -Se puso una mano sobre el corazón-. Pero es mi hijo. Me lo quitaron contra mi voluntad.

En el semblante de la vieja cocinera se reflejó el espanto:

– ¿Contra su voluntad?

– Sí. Cuando nació, fue mi madre; me dijeron que se lo llevaban para darle el primer baño, y nunca más volví a verlo. Cuando pedí verlo, ya se lo habían llevado y tampoco estaba mi madre. Eso no está bien, señora Schmitt, no es justo.

La cocinera posó la mano sobre la de Lorna, en la mesa.

– No, muchacha, no lo es. A mí tampoco me dijeron la verdad. Me dijeron que usted no lo quería.

– Claro que lo quería. Es que tengo que… -Tragó saliva y dirigió una mirada hacia el cuarto en que dormía el niño-. Tengo que encontrar un lugar para él, y la manen de mantenerlo. Tengo que… tengo que hablar con su padre.

– Si me disculpa, señorita, no puedo evitar preguntarle… ¿es el joven Jens?

El semblante de Lorna se puso triste.

– Sí. Y lo amo mucho, pero no quieren ni oír hablar de que me case con él. -Concluyó, con amargura-: La familia de él no tiene una casa veraniega junto al lago. ¿comprende?

La señora Schmitt contemplo la capa de crema en su taza de café.

– Ah, la vida es tan dura… ¡Hay tanta desdicha!… ¡Tanta!

Reflexionaron, mientras el niño dormía la siesta y la anciana roncaba quedamente, con la cabeza balanceándose y dando ocasionales sacudidas.

– No puedo llevármelo hoy.

– Bueno, eso ya es algo.

En la mirada de la cocinera ya se percibía la nostalgia.

Esta vez le tocó a Lorna apoyar su mano sobre la de Hulduh.

– Cuando me instale y tenga un lugar, usted podrá ira verlo cuantas veces quiera.

Pero, teniendo en cuenta la edad de la señora Schmitt, la distancia tan larga, el viaje en tranvía y la anciana que no podía dejar sola, las dos sabían que era poco probable.

– Cuando me lo lleve… -Lorna vaciló, incapaz de desechar el fastidioso sentido de responsabilidad hacia las dos mujeres-. ¿Podrá arreglárselas bien sin ese dinero extra?

La señora Schmitt hundió el mentón doble, echó los hombros atrás y dijo, como hablando con la taza de café:

– Tengo algo ahorrado

Cuando Lorna se levantó para irse, la abuela se despertó, se secó las comisuras de la boca y miró alrededor, como preguntándose dónde estaba. Vio a Lorna y le dirigió una sonrisa soñolienta y un gesto de despedida.

– Adiós -dijo la muchacha.

Al pasar por el recibidor, besó la cabeza dormida de su hijo.

– Adiós, mi querido. Volveré -susurró, y se acobardó ante la perspectiva de tener que ver otra vez al padre.

18

El día siguiente amaneció frío y ventoso. Al vestirse para el viaje a White Bear Lake, Lorna fue muy cuidadosa, y eligió un atuendo muy diferente del de la última vez. En aquel entonces, se había puesto ropa juvenil para despertar nostalgia. En el presente, en cambio, no se sentía juvenil ni nostálgica, en absoluto. Había sufrido, madurado, aprendido. Se enfrentaría a Jens como una mujer que lucha por la felicidad en la encrucijada más significativa de su vida. Se puso un traje de lana oscura, encima un abrigo de pesado cuero de foca negro, un manguito haciendo juego y un sencillo sombrero de lana.

El paisaje por la ventana del tren le pareció indiferente, como visto a través de una cortina de encaje. La nieve caía oblicua sobre el paisaje, cortándolo en diagonales esfumadas que titilaban y giraban mientras el tren rugía entre ellas. Bosques, campos, arroyos congelados, todo se veía gris y difuso.

En el vagón hacía frío. Lorna cruzó las piernas, se apretó el abrigo encima, y vio cómo su aliento se condensaba en el cristal. Al planear el encuentro con Jens, se preguntó: ¿Qué le diré? Pero uno no ensayaba conversaciones tan importantes como esta. Ya no era la enamorada fantasiosa que había cortejado al ayudante de cocina y lo había tentado con almuerzos campestres para cometer con él pecadillos prohibidos. Era madre, por encima de todo…, además de una madre equivocada.

En la mente de Lorna apareció la cara preciosa de Danny, el pelo del color del trigo, los ojos azules como el agua, y las facciones del padre. El amor se dilató dentro de ella, desbordó en lágrimas y la llenó de miedo al pensar en la perspectiva de no tenerlo nunca.

En la estación, alquiló un trineo y un conductor para llevarla, por la orilla norte del lago, a Dellwood. Metida bajo una manta de piel, con la nieve punzándole el rostro, casi no escuchó el constante rumor de los patines sobre la nieve, ni las campanillas de los arneses ni el resoplido del caballo. Todos sus sentidos vueltos hacia adentro enfocaban a Jens, a Danny y a sí misma.

Distinguió el edificio de Jens cuando se aproximaban entre agujas de nieve: era un cobertizo gigante de New England, pintado del mismo verde que la mayoría de los veleros, y con el letrero ASTILLEROS HARKEN en letras blancas sobre el inmenso lateral triangular. Debajo del cartel, inmensas puertas corredizas colgaban de guías metálicas. A la izquierda, una puerta más pequeña en la que se leía "Abierto".

– Aquí estamos, señorita -anunció el conductor, levantándose.

– ¿Puede esperarme, por favor?

– Sí, señora. Yo ataré a Ronnie. Tómese su tiempo.

Desde que conoció a Jens, ¿cuántas veces se había acercado a una puerta con el temor latiéndole en la garganta? La puerta de la escalera de los criados que iba a la cocina. La del cobertizo donde construyó el Lorna D. La del dormitorio mismo de Jens, al cual se escabulló en mitad de la noche, para robar horas en su cama. Las puertas abiertas de este mismo edificio, el verano anterior, cuando tuvo que decirle que les habían robado a Danny. Y ayer, la puerta de la casa de ladrillos amarillos con el peno al frente y la esperanza de encontrar dentro a su hijo.