Выбрать главу

Ahora se enfrentaba a otra, y la misma aprensión de las otras veces se había multiplicado por cien, golpeándola en sus partes esenciales, como una advertencia de que, si fracasaba, su vida quedaría ensombrecida para siempre por la pérdida del hombre al que amaba.

Inspiró una onda bocanada, levantó el pestillo de metal negro y entró.

Como siempre, el lugar en el que Jens trabajaba la acosó con los recuerdos y evocó con fuerza el pasado: abeto húmedo, planchas de cedro frescas y madera quemándose. Vio un barco a medio terminar y otro que, al parecer, estaba siendo reparado. En el otro extremo del cavernoso cobertizo, alguien silbaba con trinos. Otros charlaban y sus voces hacían eco, como en una iglesia. La empresa de Jens había crecido: seis hombres trabajaban con sus herramientas en barcos, moldes, velas y aparejos. Uno de ellos la vio y dijo:

– Jens, alguien vino a verte.

Estaba curvando una costilla con su hermano Davin, miró sobre su hombro y la vio en la entrada.

Como siempre, manifestó el primer impacto de estupefacción antes de que pudiese enmascarar su rostro con la indiferencia.

– Hazte cargo, Iver -le dijo a uno de los trabajadores, y dejó el lugar para acercarse a Lorna.

Llevaba una camisa de franela roja abierta en el cuello, las mangas enrolladas en los puños, dejando ver la abertura y las mangas de la ropa interior. Tenía el cabello más largo de lo que Lorna le había visto hasta el momento, y se le rizaba alrededor de las orejas. Su rostro era el molde en que se forjó el hijo de ambos, y al detenerse junto a Lorna, lo mantuvo despojado de toda expresión.

– ¡Hola, Jens!

– Lorna -respondió, sin sonreír, mientras se quitaba los guantes de cuero húmedos y examinaba por un breve instante el rostro de la mujer antes de dejar los guantes.

– No vendría si no fuera algo importante.

– ¿Qué?

Lo cortante de la palabra no dejó dudas respecto de su hostilidad.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado?

– Viniste a decirme algo… dijo.

– Está bien. Encontré a nuestro hijo.

Por un instante fugaz, pareció estupefacto, pero pronto se recobró y adoptó otra vez la expresión estólida.

– ¿Y?

– ¿Cómo y? ¿Eso es todo lo que tienes para decir?

– Bueno, ¿qué quieres que diga? Tú eres la que…

Se abrió la puerta y entró el conductor encogiéndose de hombros por el frío y cenando la puerta.

– ¡Buenas tardes! -saludó, al verlos.

– ¡Buenas tardes! -respondió Jens, con los labios apretados, inflexible.

– Ahí afuera hace un frío que corta. -El conductor miró a uno y a otro, y advirtió que se había metido en una situación tensa-. No les molesta si espero aquí, que está más caldeado, ¿verdad? Soy el conductor que trajo a la señora.

Jens hizo un ademán hacia la estufa.

– Sobre el guardafuego hay café y tazas en los ganchos. Sírvase.

El hombre se fue, desenrollándose una bufanda escocesa del cuello.

– Ven -ordenó Jens dejando que Lorna lo siguiera.

La llevó a su oficina, un cuarto de diez por diez, atestado de parafernalia náutica, alrededor de un escritorio desordenado. Cerró la puerta de un golpe y dio la vuelta alrededor de Lorna.

– Está bien, lo encontraste. ¿Qué quieres que haga al respecto?

– Para empezar, podrías preguntar cómo está.

– ¡Cómo está! ¡Ja! ¡En buena hora me das a mí lecciones sobre el bienestar del niño, después de haberlo entregado!

– ¡Yo no lo entregué! Me lo quitaron y lo escondieron con Hulduh Schmitt, en el campo, en la otra punta de Minneapolis!

– ¡Hulduh Schmitt!

Jens la miró, colérico.

– Ella lo tuvo todo este tiempo. Mis padres le pagan para que lo mantenga.

– Y qué quieres que haga, que vaya a la casa de Hulduh y lo robe para ti? ¿Que vaya a la ciudad y golpee a tu papá? ¡Lo intenté una vez y lo único que logré fue una patada en el trasero!

– ¡No espero que hagas nada! ¡Sólo pensé…!

Jens esperó un instante, y replicó con ironía:

– Pensaste que podría rogarte otra vez que te casaras conmigo, y entonces podríamos ir a buscarlo y formar un bonito trío, ocultándonos de tus amigos de la alta sociedad, ¿no es así? -Lorna se ruborizó, y el hombre prosiguió: Bueno, déjame decirte algo, Lorna Barnett. No quiero ser el marido de nadie a la fuerza. Cuando yo me case con una mujer, tiene que aceptarme de manera incondicional. Si bien no soy de la alta sociedad, tampoco soy de la baja. Cuando fui a la abadía y te pedí que te casaras conmigo, te ofrecí un futuro muy decente, nada de lo que tuvieras que avergonzarte. Esperaba que lucharas por mí, que de una vez por todas mandaras a tus padres al diablo y pelearas por tus derechos… ¡por nuestros derechos! Pero no, tú gimoteaste y te acurrucaste, y llegaste a la conclusión de que no podrías hacer frente a las cosas que te dirían si aparecías en el altar preñada de mi hijo. Bueno, que así sea. Tú no me quisiste entonces… yo no te quiero ahora.

– ¡Oh, crees que es muy fácil!, ¿no? -le lanzó, como una gata enfrentándose a un gato-. ¡Grandote, cabeza dura noruego, macho con tu orgullo herido y tu mentón desafiante! ¡Bueno, me gustaría que vivieras con unos padres como los míos! ¡Que intentaras hacerlos ceder aunque fuese unos milímetros en algo! ¡Que te enamorases del hombre equivocado y terminaras…!

– ¡El hombre equivocado! ¡Eso es seguro!

– ¡Sí, el hombre equivocado! -gritó Lorna, más fuerte-. Y terminar embarazada de su bastardo, y que te embarquen para Timbuktu, te manipulen, te mientan y te digan y te repitan qué infierno será tu vida si la gente llega a enterarse. ¡Trata de vivir en una abadía, con un grupo de mujeres neutras que susurran plegarias por tu salvación hasta que quieres gritarles que se sumerjan un poco en la lujuria, a ver cómo lo controlan después! Intenta vivir teniendo dos hermanas menores y que tu madre te recuerde en cada carta que, si se filtrase la noticia de tu embarazo las horrorizarías, y les arruinarías las posibilidades de encontrar un marido decente, pues tu vergüenza se les contagiaría. Intenta meter en la torpe cabeza de un noruego que, al menos, una parte de todo esto no es tu culpa, que eres tan humana como cualquiera y que te enamoraste, y cometiste errores, te hirieron y te esforzaste al máximo por hacer las cosas bien, pero no siempre puedes lograrlo. ¡Inténtalo, Jens Harken!

Cuando terminó, temblaba por dentro.

Jens agitó dos dedos ante su nariz:

– ¡Dos veces te pedí que te casaras conmigo… dos! Pero, ¿qué fue lo que dijiste?

Le apartó los dedos de un manotazo:

– ¡Dije lo que las circunstancias me obligaron a decir!

– ¡Me rechazaste, porque te avergonzabas de mí!

– ¡No es así! ¡Estaba asustada!

– Yo también. -Se tocó el pecho-. ¡Pero eso no me impidió luchar por ti! ¡Además, esa es una excusa muy débil para tus actos!

– ¡Oh, estás tan seguro de ti mismo que me pones enferma! Yo encontré a Danny otra vez, ¿no es así? ¡Lo encontré y le dije a la señora Schmitt que iré a buscarlo y lo haré… contigo o sin ti, y lo criaré, aunque tenga que hacerlo sola!

– Eso es mucho decir para una chica que se asusta de la sombra de sus padres. También me dijiste a mí que lo criarías, pero cuando llegó el momento, te doblegaste bajo la orden de Barnett: honrarás a tu padre y a tu madre, ¡aunque estén endemoniadamente equivocados y te arruinen la vida!

Lorna retrocedió, con la boca tensa.

– Ya veo que cometí un error al venir aquí.

– Cometiste un error cuando decidiste no subir a ese tren. Y uno mayor cuando me dijiste que no en la abadía. Ahora, tendrás que aguantar.

La joven se cubrió con el decoro como si fuese una fina estola de piel y habló con calma: