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Forcejaba con el cordel y con e! niño inquieto, hasta que Jens fue en su auxilio, diciendo:

– Yo lo tendré mientras tú haces eso.

Cuando quitó a Danny de su regazo, Lorna miró hacia arriba y sus ojos se toparon con los de Jens. El impacto la atravesó como una flecha. En esa milésima de segundo, vio el rostro recién afeitado, el aroma a cedro, la camisa planchada, los ojos tan azules, la boca bella y el hecho de que estaban compartiendo a su hijo por primera vez. En otro plano del subconsciente, escuchó el traquetear de la lavadora en alguna parte de la cocina.

Jens le dijo con suavidad:

– Ábrelo -y a su hijo-: Mira, tu mamá te trajo algo para ti.

La voz que le decía mamá por primera vez, pareció entorpecerle las manos. Enrojeció. Por fin rompió el cordel y sacó un pequeño oso blanco de paño con ojos formados por botones negros, piel velluda y una nariz de cuero verdadero.

Danny lo arrebaté con ansiedad, mientras Jens lo depositaba otra vez en la falda de Lorna. El niño examinando el juguete, balbuceé:

– Ba-ba.

Miró a su madre en busca de afirmación y se lo apropié, mientras el padre y la madre seguían mirándose.

– Lo compré con tu dinero. Espero que no te moleste.

– No, no me molesta.

– Nunca le había comprado nada.

– Yo tampoco.

Lorna quería mirarle los ojos, pero le daba miedo. Sus sentimientos emergían con demasiada velocidad a la superficie y daban un suave rubor a las mejillas. Se concentraron en el niño, mientras la señora Schmitt dejó de agitar para retorcer y retorcer para escurrir, hasta que Lorna tuvo la sensatez de proponer:

– ¡Oh, señora Schmitt, déjeme que la ayude!

– Oh, no, usted juegue con el niño. Tiene pocas oportunidades.

– ¡Vamos, no sea tonta! Si está lavando los pañales de él. Es lo menos que puedo hacer.

Le dio el niño a Jens, se quitó el sombrero, se arremangó y ayudé a la señora Schmitt a sacudir la tanda de pañales en una bañera galvanizada, luego los pasó por el rodillo mientras la mujer mayor manejaba una manivela. Cuando terminaron con esa tanda de pañales que parecían víboras en el cesto ovalado para ropa, Lorna preguntó:

– ¿Puedo colgarlos?

– Me parece que no es lo más conveniente, con ese vestido tan lindo. Mire, se mojó toda.

Lorna se sacudió las faldas.

– Oh, no me importa… realmente, no me importa. Y me encantaría colgar pañales.

– Bueno, si en verdad quiere hacerlo, está bien. Los broches están en una bolsa, en el extremo de la cuerda,

Con la canasta de ropa contra la cadera izquierda, Lorna huyó de la presencia estremecedora de Jens y salió por la puerta del fondo al tibio sol de primavera de un día despejado. Allí pudo respirar más hondo y recobrar el sentido común. Este era un encuentro fortuito, no una cita. Ella, Jens y Danny eran individuos sueltos, no una familia. Era una estupidez fingir otra cosa.

El patio se extendía hacia el Oeste, donde se veía un pequeño cobertizo rojo y un reservado que lo separaba de unas pasturas que estaban más allá. Más lejos, al oeste, una sección de bosque espeso formaba una línea de verde más profundo. Summer, el perro, dormitaba junto a los cimientos de piedra del cobertizo, sobre un lecho arenoso que se había procurado, escarbando entre unos iris recién brotados. Entre la casa y el cobertizo, se había formado un sendero de tierra sobre las hierbas. A la derecha, un retazo de jardín ya estaba cultivado, y emanaba un leve olor a estiércol. Al lado, había un barril de madera lleno con patatas para semilla. Contra el barril se apoyaban un azadón y un rastrillo. A la izquierda del sendero estaba la cuerda de tender la ropa, en mitad del patio, colocado entre dos inmensos arriates de arbustos de lilas en flor.

Lorna apoyó la canasta y levantó un pañal aplastado y rígido del escurridor. Jamás en su vida había colgado ropa de una cuerda. En su ambiente, eso lo hacían los criados. Pero había visto a las doncellas colgar las toallas y las imitó: encontró dos puntas y sacudió el primer pañal, lo colgó… después otro…, y descubrió que disfrutaba mucho del viento que le agitaba el pelo, la gasa húmeda que se hinchaba como una vela, alzándose contra su rostro, llevándole olor a jabón y a lejía. La situación tenía un aire de paz: el perro dormido al sol, el perfume de las lilas en el aire, unas cotorras que volaban entre los arbustos para explorar, y Lorna… manipulando los pañales de su hijo.

Estaba colgando el tercero cuando Jens salió por la puerta trasera y avanzó por el sendero. Al verlo, Lorna se inclinó sobre el cesto de mimbre para tomar otro pañal. Cuando se enderezó, Jens estaba bajo el poste en forma de T y se apoyaba en él sin hacer fuerza.

Lorna sacudió el pañal y lo colgó.

Por fin, el hombre dijo:

– Así que has venido todas las semanas.

– Como te habrá informado la señora Schmitt.

– Yo suelo venir los martes, pero este martes tuve que ir a Duluth. -No obtuvo respuesta. Un tipo de allí nos ha encargado un barco.

Lorna siguió sin responder.

Colgó otro pañal, mientras Jens intentaba fingir que no la observaba. Por último, desistió y clavó la mirada en su perfil cuando ella alzó la cara y los brazos encima de la cabeza para colocar las pinzas de la ropa. Los pechos, más plenos ahora después del nacimiento del pequeño, se delineaban con claridad contra el fondo verde del campo. El perfil de los labios y la boca se había vuelto más hermoso aún, si era posible, en los dos años que hacía desde que se conocían. Ya el rostro era el de una mujer madura, no el de una niña. El viento le había soltado un mechón de pelo que flotaba suavemente por su barbilla. Un pañal se le pegó al hombro y lo apartó con aire distraído, mientras tomaba otro. Jens pensó en el niño que estaba en la casa, que los dos habían concebido.

– Es lo más lindo que he visto -dijo, con sinceridad, sintiendo que se ablandaba al estar los tres juntos por primera vez.

– Será igual a ti.

– Eso sería bueno, ¿no?

– Es probable que sea tan cabeza dura como tú.

– Sí, bueno, soy noruego.

Miró, ceñudo, hacia los bosques lejanos, durante un largo rato. Por último, dejó caer las manos, las sacudió entre sí, como buscando qué decir. Pasó medio minuto sin que se le ocurriese nada. Removió los pies y musitó:

– Maldito sea, Lorna.

La muchacha le lanzó una mirada:

– ¿Maldito sea, Lorna, qué? -El restallar de un pañal pareció subrayar sus palabras, y su mentón adoptó una pose beligerante-. Supongo que estás molesto porque usé tu dinero.

– ¡No, no se trata de eso!

– ¿Entonces, qué?

– No sé qué. -Tras un silencio agitado, dijo-: ¿Tu familia sabe que vienes aquí a verlo?

– No. Creen que trabajo en una biblioteca.

– ¿Ves? Todavía no admites nada ante ellos. Aún vives bajo su opinión.

– ¡Bueno, qué esperabas que hiciera!

– Nada -respondió, y comenzó a andar hacia la casa-. Nada.

Lorna apartó el cesto de un puntapié y fue tras éclass="underline"

– ¡Maldito seas, Jens Harken! -Le golpeó la espalda con el puño-. ¡No me des la espalda!

Sorprendido, se dio la vuelta. Ahí estaba ella, con los brazos en jarras, una pinza para la ropa en una mano, y las lágrimas cayéndole de los bellos ojos castaños. Nunca la vio tan hermosa.

– ¡Pídemelo! -le ordenó-. ¡Maldito seas, noruego obstinado, pídemelo!

Pero Jens no lo iba a hacer hasta que comprendiera que nunca le había antepuesto a sus padres. Lorna podía amarlo mientras nadie lo supiera, pero para él ya era bastante.

– No, hasta que te enfrentes a ellos.

– ¡No puedo permitírmelo! ¡Ni el dinero que dejas es suficiente para que vivamos Danny y yo!

– Entonces, haz las paces con ellos.

– ¡Jamás!

– En ese caso, estamos en punto muerto.