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– Jesús, Lorna, ¿es cierto que soy su tío?

– Sí, Theron.

– ¿Cómo se llama?

– Danny.

– Hola, Danny. ¿Quieres venir con el tío Theron? Te mostraré mis prismáticos.

El chico tendió los brazos y fue con Theron como si lo hubiese conocido desde siempre. Theron sonrió, orgulloso, a todo el grupo, mientras Jenny y Daphne se aproximaban poco a poco.

Con un nudo en la garganta, Lorna dijo:

– Es hora de que conozcáis a Jens.

Durante décadas, se repetiría la historia del día en que Jens Harken fue presentado a la familia de Lorna Barnett, y ella a la de él, al aire libre en los jardines del club de yacht, después de que Jens cruzara victorioso la línea de llegada y ganara la Copa Desafío Trienal entre White Bear y Minnetonka. De cómo Lorna se presentó con el hijo vestido de marinero, y cómo Jens y Lorna se besaron a plena luz del día, ante varios cientos de espectadores. Y cómo Gideon y Levinia Barnett los observaban de lejos, después de que Gid perdió la carrera en un barco que se llamaba como su hija. Y cómo Jens Harken, en otro tiempo, había sido ayudante en la cocina de los Barnett. Y que el día de la regata empezó nublado y terminó soleado, como si el cielo mismo bendijera la nueva vida de la pareja. Y que Gideon Barnett, tras haberse rehusado a entregar a Harken la copa el año anterior, por fin cedió e hizo los honores.

Todas las embarcaciones habían llegado. Al fin, la banda dejó de tocar. La sombra moteaba la única copa que quedaba sobre la mesa cubierta de blanco, bajo un gran olmo.

El comodoro Gideon Barnett la puso en las manos de Jens Harken.

– Felicitaciones, Harken -dijo Barnett, ofreciéndole la mano.

Jens la tomó:

– Gracias, señor.

Fue un apretón firme que duró un poco más de lo necesario, convirtiendo en duda la amargura. Si el semblante de Barnett era sombrío, el de Jens no tenía trazas de vanagloria. Este era el abuelo de su hijo. Tanto las facciones como los talentos de Gideon, y quizás hasta su temperamento, pasarían a través de la sangre, tal vez durante generaciones. Sin duda, debía de haber una manera de disolver ese amargo odio.

El apretón de manos terminó.

– Señor, me gustaría que la copa quedara en el club. Ese es su lugar.

Por un momento, Barnett pareció abrumado, pero no tardó en recobrarse y contestar:

– El club la acepta. Es un buen gesto, timonel.

– Pero la tendré el día de hoy, si no hay inconveniente.

– Por supuesto.

Jens se dio la vuelta y alzó la copa bien alto sobre la cabeza. El estallido de aplausos pareció desgarrar la tela que cubría la mesa. Vio a Lorna y a Danny esperándolos… y a Levinia a lo lejos, con aire de sentirse muy poco segura de sí misma, y percibió que el rencor de Gideon Barnett comenzaba a exhibir las primeras fisuras. Entre los dos había pasado una corriente subterránea cuando se estrecharon las manos e intercambiaron las primeras palabras civilizadas en casi dos años. Lo habían hecho delante de muchas personas y, por cierto, podrían hacerlo algún día en privado. No obstante, llevaría tiempo, perdón y que las dos partes se tragaran parte de su orgullo.

Jens bajó de la tarima, apartó de la mente a Gideon y a Levinia Barnett y se encaminó hacia la hija de ambos. Sin embargo, todavía no era el momento. Todos querían tocar el trofeo, después, la tripulación tenía que beber champaña en la copa, y que Tim les tomara fotografías con la copa alzada sobre sus cabezas. Después, Jens se sometió a una entrevista con un círculo de fotógrafos, pero mientras tanto lanzaba miradas a Lorna. El niño se había dormido sobre su hombro. Todavía de pie, con el chico dormido encima, la mejilla contra el pelo rubio, Lorna mantenía la vista clavada con fervor sobre Jens.

Por fin, dio por concluida la entrevista.

– Caballeros, ha sido un día muy largo. -Estrechó las manos y desechó preguntas ulteriores-. Ahora, tengo que celebrarlo en privado. Si me disculpan…

Saludó a los tripulantes, estrechó las manos a todos, terminando con Davin.

En voz queda, Jens le dijo:

– Tal vez no vuelva a casa esta noche.

– Escucha, Jens, Cara y yo… bueno, nos sentimos mal por ocupar tu casa porque tú tienes tu propia familia que…

– No digas una palabra más. Después habrá tiempo para eso. Todavía no dijo si se casaría conmigo. Pero si me sueltas la mano, tengo intenciones de pedírselo.

Davin apretó el antebrazo musculoso de Jens y dijo:

– ¡Adelante!

Por último, Jens se volvió hacia Lorna.

Lo esperaba, balanceando suavemente a Danny, dormido sobre su hombro. Bajo la boca abierta del pequeño se había formado una mancha húmeda sobre el vestido color melocotón, tomando al satén de un tono más intenso. El viento, que hacía rato había amainado, le había soltado el cabello castaño del peinado alto. El sol le había bronceado las mejillas y la frente. En dos años, se había convertido en el motivo más importante que Jens tenía para vivir.

– Salgamos de aquí -dijo, acercándose-. ¿Quieres que lo lleve en brazos?

– Oh, sí, por favor…, pesa mucho.

Jens le dio la copa y tomó al niño dormido, que abrió los párpados un momento y los cerró otra vez sobre el hombro de Jens.

– Dejé una bolsa con pañales debajo de un árbol.

Fueron a buscarla y caminaron, al fin los tres, hacia el camino de grava, con el brazo de Jens sobre los hombros de Lorna.

– ¿A dónde vamos? -preguntó la mujer.

– A cualquier lugar donde estemos solos.

– Pero, ¿a dónde?

Detuvo un coche, y la ayudó a subir.

– Al hotel Leip -ordenó. Después se volvió hacia Lorna y la consultó-: ¿De acuerdo?

Los ojos contestaron antes que los labios:

– Sí.

Dejó la copa en el suelo, entre las rodillas de los dos. El padre acomodó al pequeño en el hueco del brazo izquierdo, tomó la mano de la mujer con la suya libre y la observó: la suya, ancha, áspera y enrojecida por el viento. Los dedos de ella eran finos como sombras, mientras que los suyos eran gruesos y toscos como una cuerda. Se llevó la mano de Lorna a los labios y le besó el dorso, liberado al fin, ahora que podía dar rienda suelta a sus emociones.

– ¡Mi Dios! -susurró, dejando caer la cabeza hacia atrás, sobre el asiento, y cerrando los ojos-. No puedo creer que estés aquí.

Se quedó así un rato, con la mano de Lorna apretada en la suya, frotando la piel suave con el pulgar, oyendo el golpeteo de los cascos del caballo y el roce de las ruedas sobre la grava. Sentía el aire fresco sobre su piel quemada. El pañal empapado del niño le traspasaba los pantalones. Se le ocurrió que si le pedían que describiese el paraíso, siempre describiría ese momento. Abrió los ojos. Lorna tenía el rostro dado la vuelta y se apretaba un pañuelo contra la boca.

Levantó la cabeza y la consoló:

– Eh, eh… -haciéndole girar la cabeza-. ¿Estás, llorando?

Al oírlo, Lorna liberé un sollozo suave y se acurrucó contra él con la mejilla sobre la manga.

– No puedo evitarlo.

– Ya pasó el tiempo de llorar.

– Sí, lo sé. Lo que pasa es que…

No tenía motivos. Soplé, y se secó los ojos arrasados.

– Entiendo. Yo me siento igual. Hemos pasado por un infierno tan duro, que es difícil aceptar el paraíso.

– Sí, algo así.

Viajaron un rato en silencio, pasando bajo el arco de las hayas, que proyectaban vetas verdes y doradas a medida que avanzaba el anochecer. Sentían el olor del lago a rocas mojadas, a algas, a aire saturado de humedad mezclado con olor a caballo, la tibieza del sol en las mejillas izquierdas y el aire fresco en las derechas. Un guijarro saltó y golpeó el coche. Un pájaro sabanero gorjeó a lo lejos. Ladró un perro. El metal del trofeo se había entibiado contra las rodillas de los dos.