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"lugar con agua". Para mí no era más que una aldea, y además bastante pequeña y excepcionalmente

miserable, pero Gónda Ke insistía en l amarla ciudad.

-Bakum es una de las Uonaiki -nos explicó-, una de las Ocho Ciudades Sagradas, fundadas por los

venerados profetas que engendraron la raza de los yaquis en la Batnaóatoka, es decir, en la Época Antigua.

En cuestión de condiciones de vida y comodidades, Rakum parecía haber hecho pocos progresos desde

aquel a época Antigua, por mucho tiempo que hubiera pasado desde entonces. La gente moraba en

cabañas con forma de bóveda hecha de cañas abiertas que formaban esteras al estar entrelazadas en

forma de zigzag, y las esteras estaban colocadas sobrepuestas. Aquel a aldea, y todas las demás aldeas

yaquis que tuve ocasión de visitar, estaba cercada por una val a alta hecha de tal os de caña verticales y

sujetos mediante parras entrelazadas. Nunca antes en todo el Unico Mundo había visto yo una comunidad

tan excluyente y poco sociable que se rodease a sí misma con una val a para separarse del mundo y de

todas las cosas del exterior. Ninguna de las cabañas era de vapor y, a pesar del nombre de la aldea, "lugar

con agua", se hacía desagradablemente evidente que los aldeanos cogían del río agua sólo para beber,

nunca para bañarse.

Las abundantes cañas y juncos del río se empleaban para todos los fines concebibles; no sólo los

empleaban para hacer armas y para fabricar esteras y el material de construcción de las val as, sino

también para casi todos los utensilios necesarios en la vida cotidiana. La gente dormía en jergones de

juncos tejidos, las mujeres utilizaban para cocinar cuchil os hechos con cañas abiertas, los hombres

l evaban tocados de cañas y juncos y hacían sonar silbatos de caña en sus danzas ceremoniales. Sólo vi

otras pocas muestras de artesanía entre los yaquis: feos recipientes de arcil a marrón, máscaras de madera

tal adas y pintadas y mantas de algodón tejidas en los telares.

La tierra de los alrededores de Bakum era tan fértil como la de cualquier lugar, pero los yaquis, o mejor

dicho las mujeres yaquis, sólo practicaban una agricultura incipiente de maíz, alubias, amaranto, calabacín

y únicamente el algodón necesario para abastecerlos de mantas y para la ropa de las mujeres. Todas las

demás verduras que necesitaban se las proporcionaba la vegetación silvestre: frutos de árboles y cactus,

diversas raíces y semil as de hierbas, vainas del árbol mizquitl. Como los yaquis preferían comerse la grasa

de los animales que cazaban en lugar de convertirla en aceite, usaban para cocinar un aceite que las

mujeres exprimían laboriosamente de ciertas semil as. No sabían nada de fabricar octli o ninguna bebida

semejante; no cultivaban pieíetl para fumar; su única bebida embriagadora era el brote de cactus l amado

peyotl. No plantaban ni recolectaban ninguna hierba medicinal, ni siquiera recolectaban miel de abejas

silvestres como bálsamo. Pronto Ualiztli observó con desagrado:

-Los tíciltin yaquis, tal como son, confían en espantosas máscaras, cánticos, carracas de madera e

imágenes dibujadas en bandejas de arena para cualquier tipo de indisposición. Excepto para las quejas de

las mujeres, y la mayoría de el as son sólo quejas, no auténticas enfermedades, los tíciltin tienen pocas

curas efectivas. Estas personas, Tenamaxtzin, son verdaderos salvajes.

Me mostré de acuerdo por completo. El único aspecto de los yaquis que una persona civilizada podía

encontrar digno de aprobación era la ferocidad de sus guerreros, que era, al fin y al cabo, exactamente lo

que yo iba buscando.

Cuando, a su debido tiempo y con la traducción de Gónda Ke, se me permitió conversar con los yoóotuí de

Bakum, sus cinco ancianos, pues en ninguna comunidad había un único jefe, descubrí que la palabra yaqui

es en realidad un nombre colectivo para tres ramas diferentes de un mismo pueblo. Son los ópatas, los

mayos y los kahítas, cada uno de los cuales habita una, dos o tres de las Ocho Ciudades Sagradas y el

campo de los alrededores y permanece estrictamente segregado de los otros dos. Bakum era mayo.

Descubrí también que yo estaba mal informado acerca de que los yaquis se detestan y se matan entre sí.

Por lo menos no era así del todo. Ningún hombre de los ópatas mataría a otro de su mismo pueblo a menos

que tuviera una buena razón para hacerlo. Pero ciertamente mataría a cualquiera de sus vecinos mayos o

kahítas que le infligiera la menor ofensa.

Y aprendí que las tres ramas de los yaquis estaban estrechamente relacionadas con los toóono oóotam o

Pueblo del Desierto, de quienes yo había oído hablar por primera vez a Esteban, aquel esclavo que había

viajado tanto. Los toóono oóotam vivían muy lejos, al norte de las tierras de los yaquis.

Para hacer con el os una buena matanza se requería una marcha muy larga y un ataque organizado. Así,

aproximadamente una vez al año, todos los yaquis yoemósont om dejaban a un lado sus mutuas

enemistades y se juntaban con camaradería para realizar esa marcha contra sus primos del Pueblo del

Desierto. Y éstos acogían casi con regocijo las incursiones, pues les daban una buena excusa para

masacrar a algunos de sus primos ópatas, mayos y kahítas.

Sobre una cosa, sin embargo, no se me había informado mal, y ésa era la abominable actitud de los yaquis

hacia sus mujeres. Yo siempre me había referido a Gónda Ke simplemente como yaqui, y no fue hasta que

l egamos a Bakum cuando me enteré de que pertenecía a la rama de los mayos. Yo hubiera creído que era

su buena fortuna la que había hecho que la partida de caza que nos habíamos encontrado, y que la había

l evado a su comunidad, fuera de esa rama. Pero no. Pronto comprendí que las mujeres yaquis no se

consideran ni mayos, ni kahítas, ni ópatas ni ninguna otra cosa más que mujeres, la forma más baja de

vida. Cuando entramos en Bakum, a Gónda Ke no la abrazaron como a una hermana largo tiempo perdida

que regresaba por fin al seno de su pueblo. Todos los aldeanos, incluidos las mujeres y los niños,

contemplaron su l egada con la misma frialdad glacial con que lo habían hecho los cazadores, y tan

glacialmente como nos contemplaron a nosotros, hombres forasteros.

La misma primera noche, a Gónda Ke la pusieron a trabajar con las demás mujeres para preparar la

comida de aquel a noche: carne de tlecuachi grasosa, tartas de maíz, saltamontes asados, judías y unas

raíces inidentificables. Luego las mujeres, incluida Gónda Ke, sirvieron la comida a los hombres y niños de

la aldea. Cuando todos hubieron comido hasta saciarse, y antes de marearse a mascar peyotl, indicaron sin

ceremonia alguna que Ualiztli, Machíhuiz, Acocotli y yo podíamos rebanar las sobras. Y hasta que nosotros

cuatro no nos hubimos comido la mayor parte de lo que quedó, no se atrevieron las mujeres, incluida

Gónda Ke, a acercarse y a picotear entre los huesos y las migajas.

Los hombres de cualquier raza yaqui, cuando no se estaban peleando con un primo o con otro, se pasaban

el día cazando, excepto en la aldea de los kahítas l amada Beóene, en la costa del mar Occidental, donde

más tarde vi a hombres pescar lánguidamente con sus lanzas de tres dientes y escarbar con pereza en

busca de crustáceos. Aquí y al á las mujeres hacían todo el trabajo y vivían sólo de las sobras, incluyendo