los veneran del modo más profundo.
Además, los yaquis creen que los muertos que han hecho méritos en vida van a otra vida después de la
muerte donde son eternamente felices, como nuestro Tonatiucan o Tlálocan, o el cielo de los cristianos.
El os l aman a esa vida La Tierra de Debajo del Amanecer, e insisten tontamente en que no está demasiado
lejos, sino bastante cerca, justo al este de la cima mel ada de una montaña l amada Takalaóim, que se
asienta precisamente en el centro de las tierras de los yaquis. A dónde puedan ir los muertos que no han
hecho méritos, los yaquis no lo saben y no parece importarles, porque no son capaces de concebir un lugar
parecido a nuestro Mictían o al infierno de los cristianos.
Si que creen, sin embargo, que el os, los vivos, deben estar constantemente en guardia contra toda una
hueste de pequeños dioses malignos e invisibles, unos espíritus l amados chapayekam. Esos son unos
seres pestilentes, responsables de las enfermedades, los accidentes, las sequías, las inundaciones, las
derrotas en los combates y de todas las demás desdichas que acosan a la raza yaqui. Así, mientras el
Custodio de la Religión se ocupa de que su pueblo honre como es debido a sus antepasados, a todo el
linaje hasta El Viejo y Nuestra Madre, el Custodio de las Costumbres se encarga de espantar a los
chapayekam. Es él quien tal a y colorea las máscaras destinadas a ahuyentarlos, y está continuamente
tratando de idear rostros aún más espantosos.
En consecuencia, el Director de Danzas es el que se encuentra más atareado de los cinco yoóotuí, porque
las danzas comunales se consideran esenciales para los asuntos de los otros cuatro. El trabajo de la aldea
no se hará como es debido, las batal as no se ganarán, no se honrar suficientemente a los antepasados y
no se alejará de forma adecuada a los espíritus malignos a menos que las danzas se realicen.., y se
realicen exactamente como es debido. El Director en sí es demasiado viejo para danzar, y encontré
bastante cómico que todos los demás hombres, que dedicaban sus días a propósitos rudos y sangrientos,
pasasen sus noches bailando solemne, formal e incluso delicadamente alrededor de las hogueras de
celebración. (No es necesario comentar que las mujeres nunca participaban en estas danzas.)
El Director dispensaba a los bailarines el suficiente peyotl a fin de darles energía para que no se cansasen,
aunque no el suficiente como para emborracharlos o ponerlos frenéticos de modo que fal asen los pasos
precisos y las figuras que se habían establecido a través de las eras desde los Tiempos Antiguos. El
Director revoloteaba por al í cerca para mantener su mirada de halcón sobre los bailarines y para arrancar
de entre el os a cualquier hombre que equivocase el paso o tuviera la indecencia de introducir uno nuevo.
Bailaban al son de lo que el os l amaban música, algo que hacían los hombres que eran demasiado viejos o
estaban lisiados y no podían bailar. Pero como carecían de la variedad de instrumentos inventados por
gente más civilizada, lo que hacían era, al menos para mis oídos, puro ruido. Soplaban en silbatos de caña,
en calabazas l enas de agua, rascaban tal os de caña con muescas, agitaban carracas de madera y
aporreaban tambores de doble cabeza. (Aunque no había escasez de pel ejos de animal, aquel as cabezas
de tambor estaban hechas de piel humana.) Y los propios bailarines contribuían al ruido, pues l evaban en
los tobil os pulseras hechas de capul os cuyos insectos, muertos en el interior, traqueteaban a cada paso.
Para las danzas en honor de El Viejo y Nuestra Madre, o de antepasados más recientemente
desaparecidos, los hombres se ponían tocados parecidos a abanicos, pero que estaban formados bien con
tiras rígidas de cañas, bien con juncos revoloteantes en lugar de plumas. Para las danzas destinadas a
alejar a los malvados chapayekam, cada hombre se ponía una de esas espantosas máscaras tal adas y
emborronadas con colores y de las que no había ni siquiera dos iguales. En las danzas que se hacían para
celebrar una victoria en la batal a, o para anticipar una, los hombres se ponían pieles de coyotin con las
cabezas dentudas de los animales muertos encima de sus propias cabezas.
Luego había una danza que l evaba a cabo un hombre solo, que era el mejor bailarín de la aldea. Aquél a
era una actuación hecha para atraer la caza en temporadas en las que una sequía o una enfermedad
habían disminuido la población local de animales salvajes. Verdaderamente era una danza grácil y
excitante, y tanto más agradable cuanto que se hacía sin acompañamiento de "música". El hombre l evaba
en lo alto de la cabeza, sujeta con correas, la cabeza de un ciervo macho, la más hermosa que se pudiera
conseguir, con una cornamenta impresionante, y por lo demás iba desnudo del todo excepto los brazaletes
y tobil eras de capul os, y sostenía en cada mano una carraca de madera complicadamente tal ada. Estos
objetos proporcionaban el único acompañamiento sonoro mientras el hombre unas veces botaba como un
macho espantado y otras hacía cabriolas como un cervatil o alegre; arrastraba los pies, doblado y
cauteloso, y daba sacudidas con la cabeza como un cazador al acecho. A veces podía darse que tuviera
que realizar aquel a danza muchas noches seguidas, hasta acabar agotado, antes de que l egase algún
explorador e informase de que la caza realmente había regresado a sus hábitats acostumbrados.
El Director de Danzas me confió, a través de Gónda Ke, que la danza para atraer la caza era más eficaz en
el logro de su propósito cuando el bailarín danzaba alrededor de una "cierva hembra" ofrecida en sacrificio.
Y se refería a una hembra humana, fuertemente atada dentro de una piel de cierva. Después de haberse
celebrado la danza a su alrededor durante el tiempo que marcaba el ritual, se le daba muerte, tal como se
haría con una cierva de verdad, se la descuartizaba y se la comían los hombres en medio de muchas
manifestaciones de agrado, para que la caza salvaje apreciara lo agradecidos que estaban. Por desgracia,
dijo el Director, los mayos varones no habían secuestrado a ninguna mujer en sus incursiones por las
aldeas extranjeras, así que esa parte de la ceremonia no podían mostrármela para que yo la admirase.
Desde luego en la aldea había mujeres más que de sobra de las que se podía prescindir, concedió, pero su
carne era demasiado dura, rancia y fibrosa para comérsela y relamerse luego. Gónda Ke logró incluso
poner cara de ofendida y malhumorada cuando vio que la desairaron también en aquel aspecto.
A mí no me importaba que los hombres yaquis se pasasen media vida bailando por motivos que yo
consideraba absurdos. Lo que importaba era que la otra mitad de la vida la dedicaban al salvajismo puro, y
eso era precisamente lo que yo necesitaba de el os. Cuando Gónda Ke tradujo mis palabras a los cinco
yoóotuí, me sorprendieron de manera agradable al mostrarse más receptivos a mi mensaje de lo que se
habían mostrado la mayoría de los jefes rarámuris.
-Hombres blancos... -murmuró uno de los ancianos-. Si, hemos oído hablar de hombres blancos. Nuestros
primos, los toóono oóotam, afirmaron haber visto a algunos de el os vagando por su territorio. Incluso
mencionaron a un hombre negro.
-¿A dónde está l egando el mundo? -gruñó otro-. Los hombres deberían ser todos del mismo color. De
nuestro color.
-¿Cómo podemos saber si el degenerado Pueblo del Desierto decía la verdad? -advirtió otro-. Si hubieran