sido yaquis, vamos, les habrían arrancado las cabel eras para probar la existencia de tales seres.
-Nunca hemos visto cabel eras de los malvados chapayekam -le recordó otro-, pero sabemos que existen. Y
el os no tienen ningún color.
Y el quinto anciano, aquel que estaba a cargo de la guerra, añadió:
-Yo creo que, para variar, a nuestros yoemósontaom les haría bien luchar contra alguien que no sean sus
propios parientes. Voto para que se los prestemos a este forastero.
-Estoy de acuerdo -convino el anciano que estaba a cargo del trabajo de la aldea-. Y de todos modos, si
este forastero dice la verdad sobre la rapacidad de los hombres blancos, puede que algún día no tengamos
parientes con los que pelear.
-De acuerdo -intervino el Director de Danzas-. Conservemos aquí sólo al Bailarín Ciervo y a algunos
bailarines más para satisfacer a El Viejo y a Nuestra Madre.
-Y para repeler a los chapayekam -dijo el Custodio de las Costumbres.
-Y seguro que los demás hombres de nuestro color -afirmó el anciano que gobernaba la religión- desearán
tomar parte también en la aniquilación de aquel os que son de otro color distinto. Voto para que invitemos a
participar a nuestros primos los ópatas y los kahítas.
El anciano de la guerra habló de nuevo:
-¿Y por qué no también a nuestros primos los toóono Cotam? Esta sería la alianza de parientes más grande
de la historia. Sí, eso es lo que haremos.
Y así quedó acordado. Bakum enviaría a un guerrero "que portase el bastón de tregua" a difundir mi
mensaje al resto de las Ocho Ciudades Sagradas, y un segundo mensajero al lejano Pueblo del Desierto.
Prometí dos cosas a cambio de tan generosa cooperación: asignaría a uno de mis guerreros para que
guiase a los yaquis hacia el sur, hasta nuestro lugar de reunión en Chicomóztotl, y a otro para que esperase
al í, en Bakum, a fin de guiar a los guerreros del Pueblo del Desierto cuando l egasen. Además, cuando
todos aquel os yoemósontom l egasen a Chicomóztotl, yo los equiparía con armas de obsidiana muy
superiores a las suyas, hechas de sílex. Los ancianos aceptaron el ofrecimiento que les hice de
proporcionarles guías, pero rechazaron con gran indignación que les ofreciera armas. Lo que había sido
bastante bueno para El Viejo y para sus demás antepasados desde los tiempos de aquél, tenía que ser lo
bastante bueno para la guerra moderna, dijeron, y yo, prudentemente, no quise discutir el asunto.
Cuando l egamos al acuerdo me alegré de el o, pues de al í en adelante me vi privado del único medio que
tenía para comunicarme con los yaquis. Gónda Ke afirmó sentirse cada vez más enferma, hasta el punto de
verse incapaz de hacer ni siquiera el esfuerzo de interpretar. Sí que parecía enferma, la tez se le había
desvaído hasta casi adquirir la palidez de una mujer blanca, de manera que las pecas eran su rasgo más
visible. Cuando incluso el anciano a cargo del trabajo y las mujeres que tan duramente la habían hecho
trabajar le asignaron una cabaña abovedada para el a sola en la que pudiera tumbarse y descansar, dio la
impresión de que hubieran decidido, puesto que Gónda Ke no estaba a punto de dar a luz, que tenía que
estar a punto de morir. Pero yo, que conocía a Gónda Ke, aparté esa idea. Estaba seguro de que su
postración no era más que otro de sus ardides, sin duda su manera de expresar la vejación que sentía por
el hecho de que yo hubiese sido aceptado con más cordialidad por su propia gente de lo que lo había sido
el a.
24
Mientras esperábamos a que se congregasen los hombres de las otras ramas yaquis, Machihuiz, Acocotli y
yo ocupamos nuestro tiempo en hacer una especie de entrenamiento de los guerreros mayos de Bakum. Es
decir, hacíamos como que luchábamos contra el os con nuestras espadas y jabalinas de hoja y punta de
obsidiana respectivamente para que aprendieran a detener aquel os ataques con sus armas primitivas. No
es que yo esperase que los yaquis luchasen alguna vez contra los hombres de mi propio ejército, pero
estaba bastante seguro de que, cuando mi ejército entablase combate de l eno con los españoles, el os sí
añadirían a sus filas muchos de sus aliados nativos, como por ejemplo los texcaltecas, que habían ayudado
a los hombres blancos en su derrota de Tenochtitlan mucho tiempo atrás. Y esos aliados no l evarían
arcabuces, sino maquáhuime de hoja de obsidiana, lanzas, jabalinas y flechas.
Entrenar a aquel os yoemósont om sin alguien que tradujera mis órdenes, instrucciones y consejos fue un
proceso mas bien lento y dificultoso. Pero los guerreros de todas las razas y de todas las naciones,
probablemente incluso los blancos, tienen en común un entendimiento instintivo de los movimientos y
gestos de los demás guerreros. Así que los mayos no tuvieron demasiados problemas para aprender
nuestras artes aztecas de acometidas, tajos, fintas y marcha atrás. En realidad, aprendieron tan bien que
mis dos compañeros y yo con frecuencia recibíamos magul aduras causadas por las porras de guerra de
madera dura que l evaban, y pinchazos o arañazos de sus lanzas de sílex de tres dientes. Bueno, por
supuesto nosotros tres dimos tanto como recibimos, así que yo mantenía al ticitl Ualiztli siempre de servicio
en nuestras sesiones de entrenamiento para aplicar sus artes siempre que fueran necesarias. Y no dediqué
pensamiento alguno a la ausente Gónda Ke hasta que un día una mujer de Bakum se me acercó y me tiró
del brazo tímidamente.
Me condujo, y Ualiztli nos acompañó, a la pequeña cabaña que le habían prestado a Gónda Ke. Yo entré
primero, pero lo que vi me hizo volver a salir al instante y hacerle señas al tícitl para que entrase en mi
lugar. Estaba claro que Gónda Ke no había estado fingiendo; parecía encontrarse tan cerca de la muerte
como los aldeanos habían supuesto anteriormente.
Yacía estirada desnuda sobre un jergón de juncos y sudaba copiosamente. Y de algún modo se había
puesto muy gorda, no sólo en los lugares donde suelen engordar las mujeres bien alimentadas, sino por
todas partes: nariz, labios, dedos de las manos y de los pies. Hasta los párpados le habían engordado tanto
que prácticamente la obligaban a tener los ojos cerrados. Como me había dicho el a misma en una ocasión,
Gónda Ke tenía pecas por todo el cuerpo, y ahora, con el cuerpo tan abotargado como lo tenía, sus
incontables pecas eran tan grandes y evidentes que parecía como si le hubiera salido piel de jaguar. Al
echar aquel a breve y única mirada me había fijado en que el ticitl mayo estaba agachado a su lado. Yo no
había visto nunca la cara de aquel hombre, pero incluso el rostro terrible que representaba la máscara que
l evaba puesta parecía tener ahora una expresión perpleja e impotente, y agitaba la carraca curativa de
madera con apatía y sin ni siquiera un asomo de convencimiento.
Ualiztli salió de la cabaña, también con aire perplejo, y le pregunté:
-¿Qué habrán podido darle de comer para que se haya puesto tan espantosamente gorda? En esta tierra
yaqui nunca he visto una mujer que no estuviera mal alimentada.
-No se ha puesto gorda, Tenamaxtzin -me respondió-. Está hinchada de fluidos pútridos.
-¿Una simple picadura de araña ha podido hacer eso? -le pregunté extrañado.
Ualiztli me miró de soslayo.
-El a dice que fuiste tú, mi señor, quien le mordió.
-¿Qué?
-Está sufriendo de una manera atroz. Y por mucho que todos hayamos odiado a esta mujer, estoy seguro