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tíciltin las dos muertes médicamente prodigiosas que había presenciado durante el tiempo en que estuvo en

mi compañía. Desde Aztlán iríamos tierra adentro para volver a reunirnos con el cabal ero Nocheztli y

nuestro ejército en Chicomóztotl, y yo confiaba en que l egaríamos al í aproximadamente al mismo tiempo

que lo hicieran los guerreros yaquis y los toóonos oóotam.

Yo no estaba familiarizado con el mar Occidental tan al norte, donde bordea las tierras yaquis, excepto que

sabía, pues me lo había dicho Alonso de Molina, que los españoles lo l amaban mar de Cortés, porque el

marqués del Val e lo había "descubierto" durante sus inútiles andanzas por el Unico Mundo después de

haber sido depuesto del gobierno de Nueva España. Cómo podía alguien afirmar presuntuosamente

descubrir algo que había existido desde el comienzo de los tiempos, es algo que no sé. Sea como fuere, los

pescadores beóene me informaron, con gestos inconfundibles, de que el os sólo pescaban muy cerca de la

oril a y que más al á el mar era muy peligroso, pues la marea formaba fuertes e impredecibles corrientes y

soplaban vientos caprichosos. Esta información no me preocupó demasiado, pues tenía intención de no

apartarme de la línea de la costa en todo el trayecto.

Y durante muchos días y noches, eso es lo que hicimos Ualiztli y yo, remando al unísono o turnándonos

para dormir mientras el otro remaba. El tiempo permaneció clemente y el mar en calma, y la travesía

durante aquel os numerosos días resultó más que placentera. Con frecuencia arponeábamos

peces, algunos de el os desconocidos para nosotros, pero que eran deliciosos cuando los asábamos sobre

el carbón vegetal que yo encendía con la lente. Vimos también otros peces, de esos gigantescos que

l aman yeyemichtin, los cuales, aun en el supuesto de que hubiéramos logrado arponear alguno, no

habríamos podido cocinar encima de ningún recipiente que fuera de tamaño inferior al cráter del

Popocatépetí. Y algunas veces anudábamos nuestros mantos de tal manera que se podían arrastrar por el

agua detrás de nosotros para capturar gambas y cigalas. Y estaban los peces voladores, que en modo

alguno había que capturar, porque casi día sí y día no uno de el os saltaba al interior de nuestra acali. Y

había tortugas,

grandes y pequeñas, pero, desde luego, con el caparazón demasiado duro para arponearlas. De vez en

cuando, cuando no veíamos a nadie en la oril a a quien tuviéramos que dar explicaciones de nuestra

presencia, hacíamos escala justo el tiempo suficiente para recoger las frutas, frutos secos y verduras de

temporada que hubiera y para rel enar nuestras bolsas de agua. Y durante una larga temporada vivimos

muy bien y disfrutamos inmensamente.

Hasta el día de hoy casi desearía que el viaje por mar hubiera continuado así. Pero, como he comentado,

Ualiztli no

era joven, y no voy a culpar al buen anciano de lo que sucedió

y que interfirió en nuestro sereno avance hacia el sur. Desperté de uno de mis turnos de sueño, a mitad de

la noche, con la sensación de que me había quedado dormido más del tiempo que me tocaba; me pregunté

por qué Ualiztli no me habría despertado para empezar mi turno a los remos. La luna y las estrel as estaban

ocultas por una espesa capa de nubes, la noche era tan negra que yo no veía absolutamente nada. Cuando

le hablé a Ualiztli, le grité después, y él no me respondió, tuve que avanzar a tientas por la acali para

comprobar que el médico y el remo habían desaparecido.

Nunca sabré qué fue de él. Quizá alguna monstruosa criatura marina surgiera de las aguas nocturnas para

arrancarlo

del lugar donde estaba sentado, y lo hiciera de una forma tan

silenciosa que no me desperté. O a lo mejor sufriera alguno de

esos ataques que no son raros en los hombres de edad, porque incluso los ticiltin mueren; y, debatiéndose

presa de aquel ataque, cayera sin darse cuenta por la borda de la acali. Pero es

más probable que Ualiztli simplemente se durmiera y cayese de la embarcación con el remo en la mano, y

comenzase a tragar agua antes incluso de poder gritar para pedir ayuda, y así se ahogase; cuánto tiempo

hacía y a qué distancia, no tenía yo ni idea.

No había nada que pudiera hacer sino esperar sentado las primeras luces del día. Ni siquiera podía usar el

remo que

quedaba, porque no sabía cuánto tiempo había ido la acali a la deriva ni en qué dirección estaba la tierra.

Normalmente,de noche el viento soplaba hacia la oril a, y hasta entonces habíamos mantenido el rumbo en

la oscuridad teniendo ese viento siempre en la mejil a derecha del que remaba. Pero el dios del viento

Ehécatl parecía haber elegido aquel a noche,

que era la peor de todas, para ser caprichoso; la brisa era muy

ligera y me daba en el rostro primero de un lado y luego del otro. Con un aire que se movía con tanta

suavidad, yo habría

tenido que poder oír las olas del mar, pero no oía nada. Y la canoa se balanceaba más de lo habitual,

probablemente eso era lo que me había despertado, así que temí que la embarcación me hubiese

transportado a cierta distancia lejos de la sólida y segura costa.

El primer destel o del día me mostró que eso era lo que había ocurrido, y había ocurrido hasta un punto

realmente inquietante. La tierra no se veía por ninguna parte. Aquel a primera luz por lo menos me permitió

saber dónde quedaba el este, de manera que cogí el remo y me puse a remar con furia, frenéticamente, en

aquel a dirección. Pero no podía mantener un rumbo firme; una de aquel as corrientes de la marea de las

que habían hablado los pescadores me había atrapado. Incluso cuando conseguí fijar la proa de la acali

apuntando hacia el este en dirección a tierra, aquel a corriente me movía hacia un lado. Traté de

consolarme por el hecho de que me arrastraba hacia el sur, no otra vez de vuelta hacia el norte o, cosa que

resultaba horrible pensar, hacia el oeste, más hacia mar adentro, de donde nadie nunca había conseguido

regresar.

Remé todo aquel día, luché con todas mis fuerzas para seguir avanzando hacia el este, y lo mismo hice el

día siguiente,

y el siguiente, hasta que perdí la cuenta de los días. Sólo me detenía para tomar un trago de agua y un

bocado de comida

de vez en cuando, y dejaba de remar por períodos de tiempo más largos cuando estaba absolutamente

fatigado, agarrotado por los calambres o desesperado de sueño. Sin embargo, por muy a menudo que me

despertase y reanudase la tarea de remar, no aparecía tierra alguna al este en el horizonte.., y nunca

apareció. Al final mi provisión de alimentos y de agua se agotó. Había sido poco previsor. Tenía que haber

arponeado antes algún pescado que hubiera podido comer, aunque fuera crudo, y del cual hubiera podido

exprimir jugos potables. Para cuando mis provisiones se acabaron, yo me encontraba demasiado débil

como para desperdiciar energías pescando; dediqué las fuerzas que me quedaban a remar en vano.

Y la mente me empezó a divagar, y me encontré murmurando para mí mismo:

-Esa mujer malvada, Gónda Ke, en realidad no ha muerto.

¿Por qué habría de morir después de vivir sin que se la pudiera matar todos esos haces y haces de años?

O bien:

-Una vez me amenazó y me dijo que nunca podría librarme de el a. Puesto que vivió sólo para hacer el mal,

es fácil suponer que quizá viva tanto tiempo como vive el mal, y eso debe de ser hasta el fin de los tiempos.