O:
-Ahora se venga de nosotros, los que vimos su aparente muerte: una venganza rápida en Ualiztli, una
venganza lenta
sobre mi...
Y finalmente:
-En algún lugar se está regodeando con mi sufrimiento, con mi lamentable intento de permanecer vivo. Que
se condene en Mictían, y que yo nunca me la encuentre al í. Confiaré mi destino a los dioses del agua y del
viento, y espero que habré merecido Tonatiucan cuando muera...
Y al decir aquel o arrojé el remo y me estiré en la acali para dormir mientras aguardaba lo inevitable.
He dicho que hasta aquel día casi desearía que la travesía hubiera continuado tan falta de acontecimientos
como había comenzado. El buen tícitl Ualiztli no se habría perdido, yo habría visto Aztlán y a mi querida
Améyatl de nuevo, luego a Nocheztli y a mi ejército, y después habría l evado a cabo mi guerra. Pero si las
cosas hubieran sucedido de ese modo no me habría visto impulsado a la más extraordinaria aventura de
toda mi vida y no habría conocido a la extraordinaria joven que más he amado nunca.
25
Lo que hice no fue dormir exactamente. La combinación de estar indeciblemente cansado, debilitado por el
hambre, l eno de ampol as por el sol, apergaminado a causa de la sed y, por añadidura, demasiado
desanimado para que me importase, sencil amente me hundió en una insensibilidad que sólo me aliviaba
en las contadas ocasiones en que caía en un ataque de delirio. Durante uno de esos ataques levanté la
cabeza y me pareció ver una mancha de tierra a lo lejos, en el punto donde el mar se encuentra con el
cielo. Pero yo sabía que eso no podía ser, porque se encontraba al sur en el horizonte, y no hay ninguna
masa de tierra en las extensiones meridionales del mar Occidental. No había sido más que una aparición
nacida de mi delirio, así que me sentí agradecido cuando de nuevo cedí a la tentación de la insensibilidad.
El siguiente suceso fue que sentí que el agua me salpicaba la cara. Mi mente adormecida no reaccionó con
alarma, sino que aceptó sosegadamente que una ola había inundado mi acali, y que en breve estaría por
completo debajo del agua, ahogado y muerto. Pero el agua continuó salpicándome la cara del mismo modo,
me tapaba los orificios de la nariz, así que de manera involuntaria abrí los labios secos, agrietados y
pegados. Mis adormecidos sentidos tardaron unos instantes en comprender que el agua era dulce, no
salada. Al darme cuenta, mi mente adormecida empezó a luchar abriéndose camino hacia arriba entre las
capas de insensibilidad. Con gran esfuerzo conseguí abrir los párpados, que estaban pegados.
Mis ojos, incluso adormecidos y apagados, pudieron discernir que estaban viendo dos manos humanas que
exprimían una esponja ante mi; y detrás de las manos aparecía el rostro extraordinariamente bel o de una
joven. El agua era tan fresca, pura y dulce como aquel rostro. Atontado como estaba, supuse que había
realmente alcanzado Tonatiucan, Tlálocan o algún otro de los gozosos mundos del más al á, y que aquél
era uno de los espíritus ayudantes de los dioses que me despertaba para darme la bienvenida. Y si era así,
me alegraba muchísimo de estar muerto.
De todos modos, muerto o no, estaba recuperando de forma lenta la visión, y también la capacidad de
mover la cabeza ligeramente para ver mejor al espíritu. La joven estaba arrodil ada cerca de mí y no l evaba
puesto nada más que su largo cabel o negro y un máxtíatí, un taparrabos de hombre. No estaba sola; otros
espíritus habían acudido a darme la bienvenida. Detrás de el a, ahora lo vi con claridad, había de pie varios
espíritus hembra de diversos tamaños y al parecer también de edades variadas, todas vistiendo el mismo
atuendo... o la falta del mismo.
Medio atontado, me pregunté: ¿estaban en realidad dándome la bienvenida? Aunque aquel encantador
espíritu me estaba despertando con suavidad y me iba refrescando con agua, me contemplaba con una
expresión no demasiado bondadosa, y cuando se dirigió a mí lo hizo en un tono de suave contrariedad.
Curiosamente, el espíritu no hablaba náhuatl, mi lengua nativa, como yo habría esperado en la otra vida,
organizada por uno de los dioses aztecas. Hablaba el poré de los purepechas, aunque en un dialecto que
resultaba nuevo para mí, y a mi apagado cerebro le costó un rato comprender lo que repetía una y otra vez.
-Has venido demasiado pronto. Tienes que regresar.
Me eché a reír, o al menos tuve intención de hacerlo. Lo más probable es que graznara como una gaviota.
Y mi voz sonó tosca y rasposa cuando por fin logré reunir suficientes palabras de poré para decir:
-Como puedes ver.., no he venido por mi gusto. Pero ¿adónde he l egado... de un modo tan providencial?
-¿De verdad que no lo sabes? -me preguntó la joven, ahora con menos severidad.
Hice un débil movimiento negativo con la cabeza, pero en seguida comprendí que no debía haberlo hecho
porque el o hizo que volviera a sumirme en la insensibilidad. Sin embargo, mientras mi propia mente se
alejaba de mi tambaleante y se desvanecía en la oscuridad, oí que la joven decía:
-Iyá omeku cheni uarichéhuari. Que significa: "Estas son las Islas de las Mujeres."
Hace mucho tiempo, cuando describí cómo era Aztlán en los días de mi infancia, comenté que nuestros
pescadores sacaban del mar Occidental toda clase de cosas comestibles, útiles y valiosas excepto aquel as
que se l aman, en todas las lenguas del Unico Mundo, "los corazones de ostras". Debido a una antigua
tradición, la recolección de las perlas, que son el corazón de las ostras del mar Occidental, siempre la han
l evado a cabo de forma exclusiva los pescadores de Yakóreke, la comunidad costera situada a doce
carreras largas al sur de Aztlán.
Claro que de vez en cuando algún pescador aztécatl de cualquier otra parte, al sacar del mar moluscos
para venderlos como alimento, tenía la buena fortuna de encontrar en una de sus ostras aquel hermoso
canto rodado que era su corazón. Nadie lo obligaba a volver a arrojarlo al mar, ni le prohibía conservarlo o
venderlo, porque una perla perfecta es tan preciada como una cuenta de oro macizo del mismo tamaño.
Pero eran los hombres de Yakóreke quienes sabían cómo encontrar esos corazones de ostra en cantidad, y
guardaban en secreto esa sabiduría, transmitiéndola entre pescadores de padres a hijos, y ninguno de el os
le había confiado ni le confiaría nunca ese secreto a un forastero.
No obstante, a través de los haces de años, los forasteros habían aprendido unas cuantas cosas tentadoras
acerca de ese proceso de recoger perlas. Algo que todo el mundo sabía era que, tan sólo una vez cada
año, los pescadores de Yakóreke se hacían a la mar en sus acaltin, cada canoa l ena con una carga de
alguna clase cuya naturaleza se ocultaba cubriéndola con esteras y mantas. Lo natural habría sido suponer
que aquel os hombres transportaban algún tipo de cebo para ostras. Sea lo que fuese, lo transportaban
lejos para que no se viera desde tierra. Eso, en sí mismo, era un hecho tan descarado que ningún pescador
envidioso de otro lugar, en todos esos haces de años, se había atrevido nunca a seguirlos a los terrenos de
ostras secretos.
Esto sí que se sabia: los yakórekes permanecían al í, dondequiera que fuesen, por espacio de nueve días.
Al noveno día las familias iban a esperarlos, junto con mercaderes pochtecas que se congregaban al í
procedentes de todo el Unico Mundo, hasta que divisaban la flota de acaltin que se dirigía a tierra desde el
horizonte. Y las canoas no venían ya l enas de carga, ni siquiera traían ostras. Cada hombre l evaba a casa