sólo una bolsa de cuero l ena de corazones de ostras. Los mercaderes que aguardaban para comprar
aquel as perlas sabían bien que no había que preguntar ni dónde ni cómo las habían conseguido. Y lo
mismo las mujeres de los pescadores.
Eso era todo lo que se sabía; los forasteros tenían que hacer conjeturas acerca del resto, e inventaron
varias leyendas que encajaban bien con las circunstancias. La suposición más creíble era que tenía que
haber una tierra al á afuera, al oeste de Yakóreke, quizá algunas islas rodeadas de aguas poco profundas,
porque sería imposible para cualquier pescador sacar a la superficie ostras de las grandes profundidades
del mar abierto. Pero ¿por qué iban los hombres sólo una vez al año? Quizá tuvieran esclavos en aquel as
tierras, los cuales recogían ostras durante todo el año y las guardaban hasta que sus amos venían en una
época señalada y l evaban consigo mercancías que intercambiar por las perlas.
Y el hecho de que los pescadores sólo les contasen el secreto a sus hijos, y no a las mujeres de Yakóreke,
inspiraba otro toque a la leyenda. Aquel os supuestos esclavos de aquel as supuestas islas debían de ser
mujeres, y las mujeres de Yakóreke no debían saberlo nunca a fin de que, movidas por los celos, no
impidieran que los hombres fueran al í. Así nació la leyenda de las Islas de las Mujeres. Durante toda mi
juventud yo había oído aquel a leyenda y algunas variantes de la misma; pero como todas las personas con
sentido común, siempre había menospreciado aquel os cuentos por míticos y absurdos. Para empezar, era
tonto creer que un pequeño pueblo aislado y compuesto sólo por hembras hubiera podido perpetuarse
durante tantas generaciones. Pero ahora, por pura casualidad, yo había descubierto que aquel as islas
existían y existen en realidad. Yo no habría podido sobrevivir de no haber sido por eso.
Las islas son cuatro y están puestas en una fila, pero sólo las dos del medio, las más grandes, tienen la
suficiente agua dulce para estar habitadas, y lo están enteramente por mujeres. En aquel a ocasión conté
ciento doce. Para ser más exactos, debería decir hembras en lugar de mujeres, puesto que se incluían
niñas menores de un año, niñas pequeñas, muchachas núbiles, jóvenes, mujeres maduras y mujeres
viejas. La más vieja era a la que l amaban Kukú, o abuela, a la que todas obedecían como si se tratase de
su Portavoz Venerado. Me propuse mirar a las niñas; ni siquiera l evaban máxtíatl, y hasta las más jóvenes,
las recién nacidas, eran del sexo femenino.
Una vez que hube convencido a las mujeres de que verdaderamente había l egado a su isla por casualidad,
sin conocer siquiera su existencia y sin ni siquiera creer que existieran, la Kukú me dio permiso para
quedarme al í algún tiempo, sólo lo suficiente para recuperar mis fuerzas y tal arme por mi cuenta un remo
nuevo para la canoa, cosas ambas que me resultaban imprescindibles para regresar a tierra firme. A la
mujer joven que había sido la primera en prestarme ayuda con una esponja empapada de agua se le
encargó que se ocupase de mantenerme y que velase para que me comportase como era debido, y el a
rara vez me perdió de vista durante los primeros días de mi estancia.
Se l amaba Ixinatsi, que es la palabra poré que designa a ese diminuto insecto chirriante que se l ama grillo.
El nombre era adecuado, porque la mujer era tan alegre, tan viva y tenía tan buen humor como ese
pequeño animal. Si la mirabas sólo de pasada, Ixínatsi parecía una mujer purepe como las demás, aunque
tenía un semblante inusualmente hermoso y un porte muy vivaz. Cualquier observador podía admirar
aquel os ojos chispeantes, el pelo lustroso, el cutis luminoso, los pechos y las nalgas hermosamente
redondeados y firmes, las piernas y los brazos torneados, las manos delicadas. Pero sólo los dioses que la
crearon y yo l egaríamos a saber alguna vez que Gril o en realidad era muy diferente, amorosa y
deliciosamente diferente, a las demás mujeres. Pero estoy adelantando acontecimientos en mi crónica.
Como le había mandado la vieja Kukú, Gril o cocinaba para mí toda clase de pescado, y adornaba los
platos con una flor amaril a l amada tirípetsi; esa flor, aseguraba el a, poseía propiedades curativas. Entre
comidas me agasajaba con ostras, mejil ones y vieiras crudos, sobrealimentándome de un modo muy
parecido a como sobrealimentan a la fuerza muchos pueblos de tierra firme a los perros techichi antes de
matarlos para comérselos. Cuando se me ocurrió esa comparación, me inquieté. Me pregunté si aquel as
mujeres no tenían hombres porque eran devoradoras de hombres, y así se lo pregunté, lo que hizo reír a
Ixinatsi.
-No tenemos hombres ni para comer ni para ninguna otra cosa -me contestó en el dialecto poré que
aprendía muy de prisa-. Te alimento, Tenamaxtli, para que te recuperes. Cuanto antes te pongas fuerte,
antes podrás marcharte.
Sin embargo, antes de marcharme quise conocer más aquel as islas legendarias, una vez que se me había
hecho evidente que no eran una leyenda sin base. Deduje por mi cuenta que las mujeres habían tenido
antepasados purepechas, pero que aquel os antepasados habían partido de Michoacán muchísimo tiempo
atrás. El idioma alterado de aquel as mujeres era prueba de el o. Y también lo era el hecho de que no
seguían la antigua costumbre de los purepechas de afeitarse por completo la cabeza. Cuando Gril o no
estaba atareada en atiborrarme de comida, no tenía reparos en contestar a mis muchas preguntas. Lo
primero que le pregunté fue acerca de las casas de las mujeres, que no eran casas en absoluto.
Las islas, además de estar bordeadas de cocoteros, están densamente pobladas de árboles de hoja
caduca en las laderas superiores. Pero las mujeres viven todo el día al aire libre y, por la noche, para
dormir, entran a gatas en toscos refugios debajo de los muchos árboles caídos. Habían excavado pequeñas
cuevas debajo de el os; también, donde un tronco se inclinaba formando un ángulo, habían construido
paredes con hojas de palmera o con pedazos grandes de corteza de árbol. Me prestaron uno de aquel os
escondrijos improvisados para mí solo junto al que ocupaba Ixinatsi y su hija de cuatro años, que se
l amaba Tirípetsi, como la flor amaril a del mismo nombre.
-¿Por qué, ya que tenéis todos estos árboles, no los cortáis en tablones y construís casas decentes? -le
pregunté-. ¿O por qué no utilizáis al menos los árboles nuevos, que no hay que cortarlos en láminas?
-No serviría de nada, Tenamaxtli -me respondió-. Con demasiada frecuencia la estación l uviosa trae unas
tormentas tan terribles que asolan estas islas y las despojan de todo aquel o que se puede mover. Incluso
muchos de los árboles más fuertes caen cada año. Así que construimos nuestros refugios debajo de los
árboles caídos para que no se nos l eve el viento. No construimos nada que no se pueda reconstruir
fácilmente. Por eso es también por lo que no intentamos cultivar nada. Pero el mar nos proporciona comida
abundante, tenemos buenos arroyos para beber, y cocos a modo de dulces. Nuestra única cosecha son las
kinuchas, y las intercambiamos por las demás cosas que necesitamos. Que son pocas -concluyó; y, como
para ilustrarlo, se pasó la mano por el cuerpo casi desnudo.
La palabra "kinucha" significa perla, por supuesto. Y había un buen motivo por el cual las mujeres de la isla
necesitaban poco del mundo que estaba al otro lado del mar. Todas el as, excepto las más jóvenes, se