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pasaban el día trabajando con afán, lo que las cansaba tanto que pasaban las noches sumidas en un sueño

profundo. Aparte de los breves intervalos que se permitían para comer y para las funciones obligatorias, o

bien estaban trabajando o bien durmiendo, y no podían imaginar otras actividades. Eran tan indiferentes a

las ideas de diversión y ocio como lo eran para la carencia de compañeros e hijos varones.

Su trabajo, ciertamente, es exigente y único entre los oficios femeninos. En cuanto el día clarea lo

suficiente, la mayor parte de las muchachas y de las mujeres salen a la mar nadando o empujando balsas

hechas de ramas de árboles atadas con zarcil os de vid. Cada mujer l eva colgado del brazo un cesto hecho

de mimbre. Desde entonces hasta que la luz se va apagando en el crepúsculo, esas mujeres se zambul en

repetidamente hasta el fondo del mar para buscar las ostras que abundan al í. Emergen a la superficie con

un cesto l eno de esas cosas, las vacían sobre la playa o sobre la balsa y luego vuelven a zambul irse para

l enarlo otra vez. Mientras tanto las niñas demasiado jóvenes y las mujeres demasiado viejas para bucear

realizan la monótona tarea de abrir las ostras... y de desechar la mayor parte de el as.

Las mujeres no quieren las ostras, excepto las pocas, en comparación, que se comen. Lo que buscan son

las kinuchas de las ostras, los corazones, las perlas. Durante mi permanencia en las islas vi suficientes

perlas como para pagar la construcción de una ciudad moderna, si hubieran querido una ciudad al í. La

mayoría de las perlas eran perfectamente redondas y suaves, aunque algunas eran irregularmente

bulbosas; otras eran tan pequeñas como ojos de mosca y algunas, pocas, tan grandes como el final de un

pulgar; la mayoría eran de un tamaño que oscilaba entre ambos extremos. Además casi todas eran de un

color blanco resplandeciente, aunque las había de color rosa, de tonos azules pálidos, e incluso, de vez en

cuando, se veía una perla del color gris plateado de una nube de tormenta. Lo que hace a las perlas tan

apreciadas y tan valiosas es su rareza y la dificultad de su adquisición, aunque uno supondría que, si una

ostra tiene corazón, todas habrían de tenerlo.

-Todas lo tienen -dijo Gril o-. Pero sólo unas cuantas tienen la clase adecuada de corazón. -Ladeó la linda

cabeza y se quedó mirándome-. Tu corazón, Tenamaxtli, es para sentir emociones, ¿no? ¿Como el amor?

-Eso parece -repuse; y me eché a reír-. Late con más fuerza cuando amo a alguien.

El a asintió.

-Igual que el mío cuando miro a mi pequeña Tirípetsi y siento amor por el a. Pero no todas las ostras tienen

un corazón que conozca la emoción, como hacen los corazones humanos. La mayoría de las ostras se

limitan a yacer inertes y a esperar que las corrientes de agua les traigan alimento; no aspiran a nada más

que a la placidez del lecho de ostras, y no hacen nada más que existir durante tanto tiempo como pueden.

Empecé a comentar que así igual podría estar describiendo a sus propias hermanas de la isla o incluso a la

mayor parte de la humanidad, pero el a continuó hablando.

-Sólo una ostra entre muchas, quizá una entre cien centenares, tiene un corazón capaz de sentir, capaz de

querer ser algo más que baba dentro de una concha. Esa única ostra entre muchas, esa que tiene un

corazón que siente, bueno, ése es el corazón que se convierte en una kinú, visible, bel o y precioso.

Seguramente esa tontería no podía creerse en ninguna otra parte más que en las Islas de las Mujeres, pero

era una fantasía tan dulce que mi propio corazón me impidió discutirla. Y ahora, al mirar hacia atrás en el

tiempo, creo que ése debió de ser el momento en que me enamoré de Ixínatsi. De cualquier modo, daba la

impresión de que aquel a creencia suya de que había que buscar ostras que no lo parecían sirviera para

consolarla en aquel os días en los que quizá l egase a bucear cien centenares de veces entre la primera y

la última luz del día y en los que sacaba naciones enteras de ostras sin que hubiera entre el as ni una sola

kinú. De manera que la mujer no l egó a maldecir ni una sola vez, como habría hecho yo, a las ostras o a

los dioses; ni siquiera escupía con enojo en el mar cuando el trabajo de todo un día se hacía en vano.

Y encima ése es un trabajo condenadamente duro. Lo sé porque lo intenté un día, en secreto, en aguas

donde las mujeres no estaban trabajando entonces, y logré permanecer debajo del agua el tiempo

suficiente para arrancar una sola ostra de una roca al í abajo. Ese fue todo el tiempo que pude aguantar

bajo el agua. Pero las mujeres empezaban a bucear cuando eran sólo unas niñas. Cuando se convierten en

adultas se han desarrol ado tanto en la parte superior del cuerpo que pueden aguantar la respiración y

permanecer sumergidas durante un tiempo asombrosamente largo. Verdaderamente, aquel as mujeres de

las islas tienen los senos más notables que yo haya visto en ninguna otra parte.

-Míralos -me dijo Gril o mientras sostenía uno de aquel os magníficos pechos suyos en cada mano-. Es a

causa de éstos que las islas han l egado a ser dominio de las mujeres solamente. Ya ves, adoramos a la

diosa de gran seno Xarátanga. Su nombre significa Luna Nueva, y en el arco de cada luna nueva puedes

ver la curva de su amplio pecho.

Aquel a similitud no se me había ocurrido nunca antes pero es así.

Gril o continuó hablando:

-Luna Nueva dispuso hace mucho tiempo que estas islas estuvieran habitadas sólo por hembras, y todos

los hombres han respetado ese mandamiento porque temen que Xarátanga se l eve las ostras o por lo

menos las valiosas kinuchas, si cualquiera que no fueran las mujeres intentara recogerlas. De todos modos,

los hombres no podrían hacer eso. Como tú mismo me has confesado, Tenamaxtli, has experimentado tu

propia ineptitud para el o. Nosotras las mujeres estamos adaptadas por Luna Nueva para ser superiores a

vosotros como buceadoras. -Volvió a menearse los pechos-. Y éstos ayudan bastante para que nuestros

pulmones sean capaces de almacenar mucho más aire de lo que puede hacer cualquier hombre.

Yo no podía adivinar ninguna relación entre los órganos productores de leche y los que respiran el aire,

pero como no era ticitl decidí no discutir el asunto. Estaba muy ocupado en admirar. Tuvieran o no los

pechos de aquel as mujeres alguna función extra que realizar, el soberbio desarrol o y la firmeza de que

hacían gala a cualquier edad contribuían indudablemente al atractivo de las mujeres. Y hay otra cosa que

hace a las isleñas diferentes de las mujeres de tierra firme, y que las hace atractivas de un modo

sorprendente, pero para explicar ese aspecto debo desviarme un poco del tema del que estoy hablando.

Hay en esas islas otros muchos habitantes además de las mujeres. Diversas clases de tortugas de mar

avanzan pesadamente desde la oril a hacia el mar y viceversa; se ven cangrejos por todas partes y, por

supuesto, hay una gran multitud de aves de voz estridente y excrementos promiscuos. Pero la criatura que

resulta más característica de las islas es cierto animal al que las mujeres l aman pukiitsí, y que viene a ser

como la versión marina de la bestia que en náhuatl se l ama cuguar. El nombre debe de haber l egado hasta

el as directamente desde sus antepasados de Michoacán, porque ninguna de las habitantes de las islas

podría haber visto nunca un cuguar.

El pukiitsí se parece vagamente al cuguar que habita en las montañas, aunque su expresión no es fiera,

sino más bien encantadoramente dulce e inquisitiva. El pukiitsí tiene un bigote parecido en el hocico, pero