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desde luego es posible que el a no fuera la única hembra en la historia de la humanidad a la que una diosa

había dotado así. Probablemente alguna comadrona anciana, después de innumerables años de asistir a

una innumerable multitud de hembras, hubiera podido contar que alguna vez había encontrado otra joven

que estuviera hecha del mismo modo.

Pero me daba igual. De aquel momento en adelante nunca necesitaría, buscaría ni querría ninguna otra

amante, por extraordinaria que fuese, pues ahora poseía a la más excepcional de todas. Y si Ixínatsi se

percataba o no de que en nuestros frecuentes y fervientes abrazos el a disfrutaba unos éxtasis que

sobrepasaban aquel os que la diosa del amor concede a las demás mujeres del mundo... bien, el hecho era

que los disfrutaba. Y yo también, yo también. Yyo ayyo, cómo los disfrutábamos!

Mientras tanto yací por lo menos una vez con cada una de las mujeres y muchachas de la isla que fuera lo

bastante madura como para apreciar la experiencia. Aunque nuestro akuáreni siempre se l evaba a cabo en

la oscuridad, sé que también copulé con algunas que estaban bastante más al á de la madurez... aunque

ninguna de el as era realmente vieja, como Kakú, cosa que agradecí sobremanera. Bien habría podido

perder la cuenta de las mujeres a las que complací con mis enseñanzas si no fuera porque me

recompensaron por mis servicios. Al final reuní exactamente sesenta y cinco perlas, las mayores y las más

perfectas de todo aquel año. Y aquel o fue obra de Gril o; insistió en que era lo justo que mis pupilas me

pagasen con una perla cada una.

Al principio había tal entusiasmo que se produjo un constante tráfico de hembras que se trasladaban en

balsa e iban y venían de una isla a la otra de las dos que estaban habitadas. Pero yo sólo era uno, y las

mujeres podían estar un día de cada dos conmigo, el otro era para Ixinatsi, así que durante ese tiempo

muchas de el as intentaron seriamente aprender por imitación, como Ixínatsi le había enseñado a Marúuani.

A veces se daba la circunstancia de que yo yacía con una mujer, con la que pasaba por toda la ceremonia

desde las primeras caricias hasta la consumación final, y otras dos hembras, la hermana y la hija, por

ejemplo, se tumbaban justo a nuestro lado, mirando a ratos lo que hacíamos y luego haciéndoselo la una a

la otra en la medida de lo posible.

Después de servir personalmente a todas las muchachas y mujeres deseables por lo menos una vez, y

cuando ya no se me requería de forma tan imperiosa, las mujeres continuaron el as solas descubriendo las

numerosas maneras como podían proporcionarse placer unas a otras; se intercambiaban las parejas

libremente e incluso aprendieron a hacerlo en grupos de tres o cuatro... todo el o sin tener en cuenta

cualquier consanguinidad existente entre el as. Ixínatsi y yo, en nuestros intervalos de descanso a lo largo

de la noche, a menudo oíamos, entre los demás ruidos del bosque, el sonido de los maravil osos pechos de

aquel as mujeres al chocar rítmicamente entre unas y otras.

Durante aquel a temporada estuve cortejando de forma ardiente a Ixínatsi... aunque no para hacer que me

amase; sabíamos que nos amábamos. Intentaba convencerla de que se viniera conmigo al Unico Mundo y

de que se trajera a la hija a la que yo ahora consideraba como hija mía. La asedié con todos los

argumentos que conseguí reunir. Le dije, sinceramente, que yo era el equivalente de Kukú en mis dominios,

que Tirípetsi y el a vivirían en un auténtico palacio, donde no les faltaría nada que pudiesen necesitar o

querer, que no tendrían que bucear nunca más para buscar ostras, y tampoco desol ar cuguares de mar por

sus pieles, ni temer las tormentas que asolaban las islas, ni tumbarse en el suelo para emparejarse con

extraños.

-Ah, Tenamaxtli -me decía el a esbozando una sonrisa cariñosa-, pero si esto ya es un palacio suficiente...

-E indicaba con un gesto el refugio bajo el tronco de árbol-. Siempre que tú lo compartas con nosotras.

Ya no con tanta honradez, omití hacerle mención de que los españoles habían ocupado la mayor parte del

Unico Mundo. Aquel as mujeres isleñas todavía no sabían que existieran cosas como los hombres blancos.

Era evidente que los hombres de Yakóreke también se habían abstenido de hablarles de los españoles,

posiblemente preocupados por la posibilidad de que las mujeres retirasen las kinuchas con la esperanza de

entablar nuevo comercio con otros mercaderes más ricos. En cuanto a esa cuestión, me recordé a mí

mismo, no podía estar seguro de que los españoles no hubieran ya sometido a Aztlán, en cuyo caso yo ya

no tenía reino, por así decir, con que tentar a Gril o. Pero creía firmemente que Tirípetsi, el a y yo podíamos

construirnos una nueva vida en algún lugar, y la agasajé con relatos de los muchos lugares preciosos,

exuberantes y serenos que había hal ado en mis viajes y donde los tres podríamos establecernos juntos.

-Pero este lugar, Tenamaxtli, estas islas, son mi hogar Haz de el as tu hogar también. Abuela ya se ha

acostumbrado a tenerte aquí. Ya no te exigirá que te marches. ¿No es ésta una vida tan agradable como la

que podríamos encontrar en cualquier otra parte? No hace falta temer a las tormentas ni a los extraños.

Tirípetsi y yo hemos sobrevivido a todas las tormentas y tú también sobrevivirás. Y en cuanto a los

forasteros, tú sabes que nunca más me acostaré con el os. Soy tuya.

En vano traté de hacerle imaginar una vida más variada que podía vivirse en la tierra firme: la abundancia

de comida, bebida y distracciones, de viajes, de educación para nuestra hija, de oportunidades de conocer

a nuevas personas completamente diferentes a las que el a estaba acostumbrada.

-Pero Gril o -le dije-, tú y yo podemos tener otros hijos al í para que acompañen a la pequeña Tirípetsi.

Incluso hermanos para el a. Aquí nunca podrá tenerlos.

Ixinatsi suspiró, como si se estuviera cansando de que la importunase, y dijo:

-Tirípetsi nunca podrá echar de menos aquel o que no ha tenido jamás.

-¿Te he hecho enfadar? -le pregunté con ansiedad.

-Sí, estoy enfadada -me contestó, aunque al mismo tiempo se echó a reír de aquel a alegre manera suya de

gril o-. Toma.., te devuelvo todos tus besos.

Y empezó a besarme, y siguió besándome cada vez que yo intentaba decir algo más.

Pero siempre, con dulce testarudez, rechazaba o contrarrestaba todos mis argumentos, y un día lo hizo

aludiendo a la envidiable situación que yo disfrutaba entonces.

-¿No ves, Tenamaxtli, que cualquier hombre de tierra firme daría lo que tuviera por cambiar su puesto

contigo? Aquí no sólo me tienes a mí para que te ame y me acueste contigo, y también a Tirípetsi cuando

tenga suficiente edad; tienes, además, cuando lo desees, a cualquier otra mujer de estas islas. A todas las

mujeres. Y con el tiempo, a sus hijas.

No era yo quién para empezar a predicar moralidad. Sólo pude protestar, aunque con completa sinceridad.

-¡Pero tú eres lo único que quiero!

Y ahora debo confesar algo vergonzoso. Aquel mismo día me fui a los bosques a pensar y me dije a mí

mismo: "El a es lo único que quiero. Me tiene cautivado, obsesionado, loco. Si la sacase de aquí

arrastrándola en contra de su voluntad, nunca volvería a amarme. Y de todos modos, ¿adónde la l evaría?

¿Qué me aguarda al á? Sólo una guerra sangrienta... matar o que me maten. ¿Por qué no hacer lo que el a

dice? Quedarme aquí, en estas hermosas islas."