Al í yo tenía paz, amor, felicidad. Las demás mujeres cada vez me exigían menos, ahora que había pasado
la novedad. Ixínatsi, Tirípetsi y yo podríamos ser una familia independiente y autosuficiente. Puesto que yo
había roto una de las tradiciones sagradas de las islas al vivir al í como ningún hombre lo había hecho
antes, me parecía que podría romper otras. A la vieja Abuela no la habían escuchado en ese asunto, y, de
todos modos, no viviría eternamente. Yo tenía muchas esperanzas de que podría apartar a las mujeres de
su diosa Luna Nueva, que odiaba a los hombres, y convertirlas para que rindieran culto a la más bondadosa
Coyolxauqui, diosa de la luna l ena, la del corazón pleno. Ya no habría más niños recién nacidos que
sirvieran de alimento a las ostras. Gril o y yo y todas las demás podrían tener hijos varones. Y yo, con el
tiempo, me convertiría en el patriarca de aquel dominio insular y lo gobernaría con benevolencia.
Por lo que yo sabía, los españoles ya habían conquistado todo el Unico Mundo, de manera que era inútil
tener esperanzas de conseguir nada volviendo al í. Aquí tendría mi propio Unico Mundo, y quizá pasaran
haces y haces de años antes de que ningún explorador español se tropezase con él. Aunque los hombres
blancos hubieran subyugado una parte tan grande de tierra firme, o lo hicieran más tarde, como para que
los pescadores de Yakóreke no pudieran seguir visitando las islas, yo estaba seguro de que no revelarían la
posición de las mismas. Y si ya no venían más... bueno, yo conocía el rumbo de ida y de vuelta. Yo y, con el
tiempo, mis hijos podríamos remar a escondidas hacia aquel a oril a para procurarnos aquel as cosas
necesarias en la vida, cuchil os, peines y todas esas cosas, que había que comprar con las perlas...
De ese modo tan vergonzoso consideré la idea de abandonar la empresa que había perseguido durante
aquel os años desde que viera morir a mi padre quemado en la hoguera, la que me había l evado por
derroteros tan distintos, la que me había metido en tantos peligros y me había hecho correr tantas
aventuras. De ese modo tan vergonzoso traté de buscar una justificación para descartar los planes de
vengar a mi padre y a todos los demás de mi pueblo que habían sufrido a manos de los hombres blancos.
Así, de esa manera tan vergonzosa traté de idear excusas para olvidar a todos aquel os, Citlali, el niño
Ehécatl, la intrépida Pakápeti, el cuáchic Comití, el ticití Ualiztli y los demás, que habían perecido mientras
me ayudaban en mis propósitos de venganza. De ese modo tan vergonzoso me esforcé en buscar motivos
plausibles para abandonar al cabal ero Nocheztli y al ejército que con tantas penalidades había reunido y,
en realidad, para abandonar al mismo tiempo a todos los pueblos del Unico Mundo...
Desde aquel día siempre me he sentido avergonzado de haber siquiera pensado en buscarme la desgracia
a mí mismo. Habría perdido una carrera en la que nunca tomé parte. De haber hecho aquel o realmente, de
haber sucumbido al amor de Ixínatsi y a las comodidades de las islas, dudo de que hubiera podido seguir
viviendo con aquel a vergüenza. Habría l egado a odiarme a mí mismo y luego habría vuelto aquel odio
contra Gril o por ser la causante de que me odiase a mí mismo. Lo que quizá hubiera hecho por amor,
habría acabado por destruir ese amor.
Y para mayor vergüenza, ni siquiera puedo afirmar con convicción que no hubiera acabado por decidir
abandonar mi empresa, y con el o mi honor, porque ocurrió que fueron los dioses los que tomaron la
decisión por mi.
Hacia el crepúsculo regresé a la oril a del mar, donde las buceadoras estaban vadeando hacia la playa con
los últimos cestos del día. Ixinatsi iba entre el as y, cuando vio que la estaba esperando, me l amó de
manera alegre, traviesamente, con una sonrisa significativa.
-Me parece, querido Tenamaxtli, que ya te debo por lo menos otra kinú. En este momento me zambul iré y
te traeré la Kukú de todas las kinuchas.
Dio la vuelta y se fue nadando hasta el promontorio más cercano de rocas, donde algunos indolentes
cuguares marinos estaban tomando el sol; resplandecían bajo los últimos rayos de sol.
-Vuelve, Gril o -le grité-. Quiero hablar contigo.
Al parecer no me oyó. Estaba de pie en una de las rocas, bril ando con un color tan dorado como el de los
animales que la rodeaban, radiante y bel a, dispuesta a tirarse al agua. Me saludó con la mano, se zambul ó
en el mar y nunca volvió a salir.
Cuando por fin comprendí que ni siquiera la mujer con los pulmones más resistentes habría podido
permanecer tanto tiempo bajo el agua, lancé un grito de alarma. Las demás buceadoras que todavía
estaban en las aguas poco profundas de la oril a salieron chapoteando a la playa, probablemente asustadas
porque pensaron que yo había divisado la aleta de un tiburón. Luego, tras alguna vacilación, las más
intrépidas entre el as fueron nadando hasta la zona hacia donde yo señalaba, al í donde había visto
sumergirse a Ixínatsi, y se pusieron a hacer inmersiones una y otra vez hasta que estuvieron exhaustas,
pero sin encontrar a Ixínatsi ni ningún indicio de qué le había ocurrido.
-No todas nuestras mujeres -dijo una voz poco firme a mi lado- viven hasta l egar a ser tan viejas como yo.
Era Kukú, que naturalmente se había apresurado a acudir a la escena de los hechos. Aunque hubiera
podido censurarme por haber turbado la placidez de su reino, o por tener en parte la culpa de la pérdida de
Gril o, daba la impresión de que la anciana quería consolarme.
-Bucear para buscar kinús es un trabajo que es más que riguroso -dijo-. Es un trabajo peligroso. Al á abajo
acechan peces salvajes, unos con dientes afilados, otros con aguijones venenosos, algunos con tentáculos
para atrapar a sus presas. Sin embargo, no creo que Ixínatsi haya sido presa de ningún animal así. Cuando
hay depredadores en las cercanías, los cuguares marinos lanzan ladridos de aviso. Lo más probable es que
se la hayan tragado.
-¿Tragado? -repetí, pasmado-. Kukú, ¿cómo podría el mar tragarse a una mujer que ha vivido en él media
vida?
-No ha sido el mar, sino una kuchunda.
-¿Qué es una kuchunda?
-Un molusco gigante, como una ostra, una almeja o una vieira, sólo que increíblemente mucho mayor. Tan
grande como ese islote rocoso de al í donde sestean los cuguares marinos. Lo bastante grande como para
tragarse a uno de esos cuguares marinos. Hay varias kuchúndacha por estos contornos, y no siempre
sabemos dónde, porque tienen la habilidad, como un caracol, de arrastrarse de un lugar a otro. Pero son
visibles y reconocibles, pues cada kuchunda mantiene abierta de par en par la enorme concha superior a fin
de poder cerrarla sobre cualquier presa poco precavida; así que nuestras mujeres saben mantenerse
alejadas de el as. Ixínatsi debía de estar concentrada en recoger las ostras de una manera
desacostumbrada. Quizá viera una perla preciosa, a veces sucede, cuando una ostra está abierta, y debió
de relajar la vigilancia.
-Se fue precisamente prometiéndome una kinú así -le comuniqué con gran tristeza.
La anciana se encogió de hombros y suspiró.
-La kuchunda debió de cerrar la concha de golpe, con lxinatsi, o con la mayor parte de el a, dentro. Y como
ese molusco no puede masticar, ahora la estará digiriendo lentamente con sus jugos corrosivos.
Me estremecí ante la imagen que la anciana evocaba y me alejé con pena del lugar donde había visto por