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intención-. ¿Por qué te fuiste de al í?

-Su excelencia el gobernador Coronado me necesitaba aquí. En breve emprenderá un viaje azaroso que

podría incrementar de manera considerable la riqueza de Nueva España. Y me ha pedido que administre el

gobierno de Compostela en su ausencia.

-Excúsame, mi señor, pero no parece que apruebes por entero esa aventura.

-Bueno... más riqueza... -dijo el obispo al tiempo que dejaba escapar un suspiro-. Don Francisco aspira a

alcanzar la tal a de los primeros conquistadores, y con el mismo grito de guerra: "Gloria, Dios y oro." Yo sólo

desearía que pusiera a Dios en primer lugar. Está viajando, aunque no como tú, Juan Británico, que lo

haces para evangelizar en nombre de la Santa Madre Iglesia, sino para encontrar y saquear algunas

ciudades lejanas que tienen fama de estar l enas de tesoros.

Sintiendo un pinchazo de vergüenza por estar al í como un impostor, murmuré:

-He viajado a lo largo y a lo ancho, pero no sé nada de esas ciudades.

-Sin embargo, parece que en realidad existen. Un esclavo moro que ya había estado al í antes guió hasta

el as a cierto fraile. El bueno de fray Marcos ha regresado hace muy poco con su escolta de soldados, pero

sin el esclavo. Fray Marcos afirma haber visto las ciudades; dice que se l aman las ciudades de Cibola; pero

las vio sólo de lejos, porque naturalmente están muy vigiladas para que no se descubran con facilidad. Tuvo

que darse la vuelta cuando aquel pobre y leal esclavo fue asesinado por los esclavos que hacían de

guardianes. Pero el firme y valiente fraile está a punto ahora de guiar al í a Coronado, esta vez con una

tropa invencible de soldados armados.

Era la primera vez que le oía decir a alguien una palabra de elogio del Monje Mentiroso. Y estaba dispuesto

a apostar a que Esteban seguía vivo, aunque ahora en libertad, y que probablemente pasaría el resto de su

vida, cuando no estuviera gozando de las mujeres del desierto, riéndose de sus crédulos y avariciosos

antiguos amos.

-Si el fraile sólo vio las ciudades de lejos -quise saber-, ¿cómo puede estar seguro de que en realidad se

encuentran l enas de tesoros?

-Oh, vio resplandecer las paredes de las casas, que están recubiertas de oro y tachonadas de destel antes

gemas. Y se acercó lo suficiente como para ver a los habitantes yendo y viniendo de un lado a otro

ataviados con sedas y terciopelos. Jura que vio todo eso. Y fray Marcos está, al fin y al cabo, sujeto a los

votos de su orden que le obligan a no decir nunca una mentira. Parece cierto que don Francisco regresará

de Cibola triunfante y cargado de riquezas para ser recompensado con la fama, la adulación y el favor de

su majestad. Sin embargo...

-Preferirías que trajera almas en vez de eso -le sugerí-. Conversos para la Iglesia.

-Pues si. Pero no soy un hombre pragmático. -Soltó una risita de auto desaprobación-. Sólo soy un viejo

clérigo ingenuo que cree de un modo piadoso y pasado de moda que nuestra verdadera fortuna nos espera

en el otro mundo.

-Todos esos conquistadores de España que alardean tanto... todos el os juntos no igualarían la valía de un

solo Vasco de Quiroga -le aseguré, y lo dije con sinceridad.

Volvió a reírse e hizo un gesto con la mano para rechazar el cumplido.

-Pero no soy el único que pone en tela de juicio la prudencia de que el gobernador se apresure a lanzarse

de cabeza hacia Cibola. Muchos la consideran una aventura temeraria e imprudente... que puede ocasionar

más mal que bien a Nueva España.

-¿Cómo es eso? -le pregunté.

-Está reuniendo a todos los soldados que puede congregar desde los rincones más apartados del territorio.

Y no le hace falta reclutarlos. Por todas partes oficiales y soldados rasos por igual solicitan que se los

aparte de sus deberes acostumbrados para unirse a Coronado. Incluso algunos que no son soldados,

mercaderes de las ciudades y trabajadores del campo, se están procurando monturas y armas para

alistarse. Cualquier presunto héroe y caza fortunas ve ésta como la oportunidad de su vida. Además,

Coronado está reuniendo cabal os de remonta para sus soldados, cabal os y mulas de carga, armas y

munición extra, toda clase de provisiones, esclavos indios y moros para que hagan de porteadores y de

pastores, e incluso rebaños de ganado para que sirvan de provisiones durante el camino. Está debilitando

seriamente las defensas de Nueva España, y la gente está preocupada por eso. Los ataques de esas

amazonas purepes aquí, en Nueva Galicia, son bien conocidos, así como las frecuentes incursiones de

salvajes a través de las fronteras del norte, y se han producido incidentes sangrientos e inquietantes de

desasosiego incluso entre los prisioneros y esclavos de nuestras minas, fábricas y obrajes. La gente teme,

con razón, que Coronado vaya a dejar a Nueva España incómodamente vulnerable a la expoliación, tanto

desde fuera como desde dentro.

-Ya comprendo -dije tratando de no mostrarme complacido, aunque nada hubiera podido complacerme más

que oír aquel o-. Pero el virrey que está en la Ciudad de México, ese señor Mendoza, ¿también considera

una locura el proyecto de Coronado?

El obispo pareció turbado.

-Como he dicho, no soy un hombre pragmático. No obstante, puedo reconocer el oportunismo cuando lo

veo. Coronado y don Antonio de Mendoza son viejos amigos. Coronado está casado con una prima del rey

Carlos. Mendoza es también amigo del obispo Zumárraga, y él, me temo, siempre está demasiado

dispuesto a respaldar cualquier aventura calculada para complacer y enriquecer al rey Carlos... y

congraciarse él mismo con el rey y con el Papa, y que Dios me perdone por decirlo. Pon en orden esos

hechos, Juan Británico. ¿Es probable que alguien, de alto o bajo rango, le diga a Coronado una palabra de

desaliento?

-Yo no, por supuesto -le comenté con alegría-; soy el más bajo de los bajos. -Pensé que yo era como el

gusano del fruto de coyacapuli, que habiendo comido la fruta mucho tiempo por dentro está a punto de

hacer que ésta estal e en pedazos-. Te agradezco la gentileza que has tenido al recibirme, excelencia, y los

pasteles y el vino, y te pido licencia para proseguir mi camino.

Siendo más decente con un humilde indio que cualquier otro hombre blanco que yo hubiera conocido, el

padre Vasco me animó cordialmente a quedarme un tiempo más para residir bajo su techo, asistir a los

servicios, confesarme, comulgar y conversar largo y tendido, pero yo le mentí un poco más y le dije que

tenía instrucciones de apresurarme para "l evar el mensaje" a una tribu pagana aún no regenerada que se

encontraba a cierta distancia de al í.

Bueno, no era una mentira del todo. En realidad, sí que tenía un mensaje que l evar, y a una considerable

distancia. Salí de Compostela, esta vez sin tener que hacerlo a escondidas, pues nadie me prestó la más

mínima atención, y me dirigí a paso vivo hacia Chicomóztotl.

-¡Gracias sean dadas a Huitzilopochtli y a los demás dioses! -exclamó Nocheztli-. Has l egado por fin,

Tenamaxtzin, y no se puede decir que lo hayas hecho demasiado pronto. Tengo aquí el más numeroso

ejército que se haya reunido nunca en el Unico Mundo, y todos los hombres del mismo patean de un lado a

otro con impaciencia por ponerse en marcha, y apenas he sido capaz de tenerlos a raya, cumpliendo tus

órdenes.

-Has obrado bien, fiel cabal ero. Acabo de atravesar las tierras españolas y está claro que nadie de al í tiene