la menor sospecha de la tormenta que se avecina.
-Eso es bueno. Pero entre nuestra propia gente debe de haberse corrido la voz de boca en boca. Hemos
adquirido muchos reclutas además de los que habíamos alistado por estos contornos, y hay otros que han
venido del norte en oleadas y que dicen que tú los habías enviado. Por ejemplo, esas mujeres guerreras de
Michoacán que han hecho el camino hasta aquí. Dicen que ya están cansadas de l evar a cabo simples
escaramuzas contra las propiedades españolas; quieren estar con nosotros cuando marchemos en son de
guerra. Además, hay incontables esclavos (indios, moros y de razas mezcladas) que se han fugado de
minas, plantaciones y obrajes; se las han arreglado para encontrar este lugar. Están incluso más ávidos que
el resto de nosotros por causar estragos contra sus amos, pero he tenido que someterlos a un
entrenamiento especial, pues pocos han tenido antes una arma en las manos.
-Cada hombre es importante -le dije-, y cada mujer. ¿Puedes decirme cuántos tenemos en total?
-Pues según mis cálculos un centenar de cientos. Una hueste formidable, en verdad. Hace mucho que
desbordaron las siete cavernas que hay aquí y están acampados por estas montañas. Como proceden de
tantas naciones, y quizá de cien tribus diferentes dentro de esas naciones, me pareció que lo mejor sería
asignar y segregar sus lugares de acampada de acuerdo con sus orígenes. Muchos de el os, como sin
duda sabes, han sido enemigos durante siglos unos de otros... o de los demás. No quería que aquí estal ara
una guerra interna.
-Una manera muy astuta de l evar las cosas, cabal ero Nocheztli.
-No obstante, el mismo hecho de que nuestras fuerzas sean tan variadas hace que resulte muy complicado
dirigirlas. He delegado en los mejores de mis colegas cabal eros y suboficiales para que cada uno sea
responsable de un grupo u otro de guerreros. Pero sus órdenes, instrucciones, reprimendas, lo que sea, en
lengua náhuatl, sólo se les pueden dar a aquel os guerreros, jefes de tribu, que son capaces de entender
náhuatl. Esos, a su vez, tienen que traducir a su lengua las palabras y decírselas a sus hombres. Y luego
las palabras deben pasarse a la tribu siguiente, que quizá hablen un dialecto diferente de la misma lengua,
pero a los que por lo menos se les puede hacer entender. A su vez, el os, de la mejor manera posible,
transmiten las palabras a otra tribu. Probablemente un hombre de cada cien de todos el os pasa buena
parte de su tiempo actuando como intérprete. Y, desde luego, con frecuencia, las órdenes se distorsionan
en el curso de ese largo proceso, lo que ha dado lugar a algunos malentendidos bastante l amativos.
Todavía no ha l egado a pasar, pero uno de estos días, cuando tenga un contingente de nuestros hombres
formados y les dé la orden a los de la primera fila de "Presenten armas!", los hombres de la última fila van a
entender que se tumben a dormir. En cuanto a esos yaquis que enviaste, ninguno de nosotros puede
comunicarse con el os. No me entenderían ni aunque les ordenase realmente que se durmieran.
Tuve que reprimir una sonrisa ante aquel desbordamiento de exasperación de Nocheztli. Pero estaba
orgul oso y admiraba el modo como había manejado aquel vasto ejército bajo unas condiciones tan difíciles,
y así se lo dije.
-Bueno -me indicó-, hasta el momento he sido capaz de evitar que hubiera hombres demasiado ociosos y
que se peleasen entre sí; les he dado las órdenes que pudieran transmitírseles, incluso a los yaquis, con
gestos y demostraciones en vez de palabras, y así los he mantenido ocupados en diversas tareas. A unos
grupos les he asignado que se encarguen de la caza, de la pesca y de la recogida de comida, por ejemplo,
y he hecho que otros se ocupen de quemar carbón vegetal, de mezclar la pólvora, de hacer el moldeado de
las bolas de plomo, y así sucesivamente. Esos correos que enviaste a Tzebóruko y a Aztlán regresaron con
amplias provisiones de polvo amaril o y de ese salitre amargo. Así que ahora tenemos tanta pólvora y tantas
bolas como podamos transportar cuando nos marchemos de aquí. Me complace informarte, además, de
que tenemos muchos más palos de trueno que antes. Las mujeres purepes trajeron una gran cantidad de
los que capturaron a los españoles de Nueva Galicia, y lo mismo hicieron numerosos guerreros de las tribus
del norte, que los robaron de los puestos avanzados del ejército español según venían hacia aquí
atravesando la Tierra Disputable. Ahora casi tenemos cien de esas armas, y aproximadamente el doble de
esa cantidad de hombres que se han convertido en expertos en su utilización. Además hemos adquirido un
buen arsenal de cuchil os y espadas de acero.
-Es muy gratificante oír todo eso -le dije-. ¿Tienes algo no tan gratificante de lo que informarme?
-Sólo que estamos mejor abastecidos de armamento que de comida. Dado que hay un centenar de cientos
de bocas que alimentar.., bien, ya te puedes imaginar. Nuestros cazadores y los que buscan comida ya han
matado hasta el último animal, han arrancado todos los frutos, nueces y verduras comestibles de estas
montañas y han vaciado las aguas, en las que ya no queda ni un pez. Tuve que ponerles unos límites
geográficos para ir a buscar comida, ya ves, a fin de evitar que se alejaran demasiado, no fuera que la
noticia de su actividad l egase a oídos no convenientes. Pero quizá tú desees dar una contraorden,
Tenamaxtzin, porque ahora nos tenemos que conformar con raciones verdaderamente escasas: raíces,
tubérculos, ranas e insectos. Tal privación es, desde luego, beneficiosa para los guerreros. Eso los hace
estar magros, duros y ansiosos por sacar beneficio de las tierras de abundancia que invadiremos. No
obstante, además de las mujeres purepes que están ahora entre nosotros, un buen número de esos
esclavos fugados que han venido aquí huyendo son mujeres y niños. Odio hablar yo mismo como una
mujer, pero de verdad me dan lástima esos seres débiles que han venido confiando en que nosotros
cuidaríamos de el os. Espero, mi señor, que darás al instante orden de que todos marchemos de aquí a
tierras de mayor abundancia.
-No -le contesté-. No voy a dar todavía esa orden, y tampoco contradiré ninguna de tus órdenes, aunque
todos tengamos que vivir durante algún tiempo mascando el cuero de nuestras propias sandalias. Y te diré
por qué. -A continuación le repetí a Nocheztli lo que el obispo Quiroga me había confiado, y añadí-: Esta,
pues, es mi primera orden. Envía hacia el oeste a hombres con ojos agudos y pies ligeros. Tiene que haber
uno apostado, bien oculto, junto a cada camino, cada sendero, cada vereda de ciervos que vaya hacia el
norte desde Compostela. Cuando pase el gobernador Coronado con su comitiva, quiero un recuento de sus
hombres, de las armas, de los cabal os, de las mulas, de los porteadores, de los bultos... de todo lo que
l eve consigo. No atacaremos esa comitiva, porque el muy tonto nos está haciendo un favor inmenso.
Cuando me l egue el informe de que el gobernador y sus compañeros han pasado, y cuando estime que se
han alejado lo suficiente hacia el norte, entonces, pero no antes, nos moveremos. ¿Estás de acuerdo,
cabal ero Nocheztli?
-Naturalmente, mi señor -respondió al tiempo que movía la cabeza l eno de admiración-. Es asombroso,
qué buena fortuna para nosotros y qué conducta más tonta por parte de Coronado. Nos deja el campo
abierto de par en par.
Resultó un poco inmodesto por mi parte, pero no pude evitar decir:
-Me alabo a mí mismo al decir que tuve algo que ver, hace mucho, al organizar tanto esa buena fortuna