Aprender Modales. Al í el sacerdote maestro asignado nos enseñaba higiene y limpieza (de lo cual la mayor
parte de los niños de las clases bajas no sabían nada en absoluto), a cantar canciones rituales, a bailar
danzas ceremoniales y a tocar algunos instrumentos musicales: tambores de diversos tamaños y tonos, la
flauta de cuatro agujeros y la jarra para producir gorjeos.
Para representar las ceremonias y rituales debidamente, teníamos que ser capaces de seguir las melodías,
los ritmos, los movimientos y los gestos exactamente igual que se había hecho desde los tiempos de
antaño. Para asegurarse de eso, el sacerdote pasaba entre nosotros una página de instrucciones con
imágenes toscas. De esta manera l egamos a entender por lo menos los rudimentos del conocimiento de
las palabras. Y cuando los niños volvían a casa de la escuela, el os enseñaban a sus mayores lo que
habían aprendido; porque Mixtzin y los sacerdotes animaban aquel trasiego de conocimientos, por lo menos
hacia los varones adultos. De las hembras, como de los esclavos, no se esperaba que hubieran de tener
nunca necesidad del conocimiento de las palabras. Mi propia madre, aunque tenía el rango más alto de
nobleza que se podía alcanzar en Aztlán, no aprendió nunca a leer ni a escribir.
El tío Mixtzin había aprendido, empezando en la época en que sólo era el tlatocapili de la aldea, y continuó
aprendiendo durante toda su vida. Su educación en las letras empezó mucho tiempo atrás, bajo la
instrucción de aquel visitante mexícatl, el otro Mixtli. Luego, durante el viaje de regreso de mi tío de
Tenochtitlan con todos aquel os otros mexicas en su séquito, en todos los campamentos que se instalaban
para pasar la noche se sentaba con un sacerdote maestro para recibir más instrucción. Y desde que
l egaron a Aztlán había mantenido a su lado a aquel mismo sacerdote para que fuera su tutor particular. Así
que cuando yo empecé mi escolarización, él ya era capaz de enviar informes con representación de
palabras a Moctezuma referentes al progreso de Aztlán. Y más aún, incluso se entretenía en escribir
poemas -la clase de poemas que quienes lo conocían habrían esperado que escribiera meditaciones
cínicas acerca de la imperfección de los seres humanos, el mundo y la vida en general. Solía leérnoslos, y
yo recuerdo uno en particular:
¿Perdonar? Nunca perdonéis, pero fingid que perdonáis. Decid amistosamente que perdonáis. Convenced
de que habéis perdonado. Así devastador es el efecto cuando al final os lanzáis y buscáis la garganta.
Incluso en las escuelas inferiores a los estudiantes se nos enseñaba un poco de historia del Unico Mundo y,
aunque yo era muy joven, no pude evitar fijarme en que algunas de las cosas que se nos decían eran
considerablemente diferentes a algunos cuentos que mi bisabuelo, el Evocador de Historia de Aztlán, nos
había confiado alguna vez en el círculo de la familia. Por ejemplo, por lo que nos enseñaba el sacerdote
maestro mexica, uno podía suponer que la nación del pueblo mexica sencil amente había brotado un día de
la tierra en la isla de Tenochtitlan, todos los habitantes completamente adultos, vigorosos, educados,
civilizados y cultos. Eso no concordaba con lo que mis primos y yo le habíamos oído contar al viejo
Canaútli, así que Yeyac, Améyatl y yo acudimos a él y le pedimos que nos lo aclarase.
Canaútli se echó a reír y nos dijo con tolerancia:
-Ayya, los mexicas son personas un poco fanfarronas. Y algunos de el os no dudan en retorcer cualquier
verdad que les resulte incómoda para hacer que encaje con la altiva imagen que tienen de si mismos.
-Cuando el tío Mixtzin los trajo aquí, habló de el os como de "nuestros primos" -apunté yo-, y se refirió a
alguna clase de "relación familiar largo tiempo olvidada".
-Imagino -repuso el Evocador- que la mayoría de los mexicas habrían preferido no oír hablar de esa
relación. Pero fue un hecho que no pudo evitarse ni ocultarse, sobre todo después de que tu... sobre todo
después de que aquel otro Mixtli tropezase con este lugar y le l evase a Moctezuma la noticia de nuestra
existencia. Veréis, el otro Mixtli me preguntó, como vosotros tres habéis hecho, acerca de la verdadera
historia de los aztecas y su relación con los mexicas, y creyó lo que le dije.
-Nosotros también te creeremos -le aseguró Yeyac-. Venga, cuéntanoslo.
-Con una condición -nos dijo Canaútli-. Que no utilicéis lo que aprendáis de mí para corregir o contradecir a
vuestro sacerdote maestro. Hoy día los mexicas están siendo muy buenos con nosotros. Sería malvado por
vuestra parte que impugnaseis cualquier tonta aunque inofensiva ilusión que el os se complazcan en
albergar.
-Yo no lo haré. Lo prometo -le dijimos nosotros uno detrás de otro.
-Pues sabed, joven Yeyac-Chichiquili, joven Patzcatl Améyatl, joven Téotl-Tenamaxtli, que en una época
muy lejana, largos haces de años atrás, pero una época que es conocida y que desde entonces cada
Evocador le relata a su sucesor, Aztlán no era sólo una pequeña ciudad al lado del mar. Era la capital de un
territorio que se extendía hacia bien arriba de las montañas. Vivíamos de un modo sencil o (la gente de hoy
diría que vivíamos de forma primitiva), pero nos las apañábamos bastante bien, y rara vez sufríamos
contratiempos. Eso era gracias a Coyolxauqui, nuestra diosa de la luna, quien se ocupaba de que las
mareas del oscuro mar y las tenebrosas espesuras de las montañas nos surtiesen con abundancia.
-Y una vez nos contaste que nosotros los aztecas no adorábamos a ningún otro dios -le recordó Améyatl.
-Ni siquiera a otros tan benefactores como Coyolxauqui. A Tláloc, por nombrar uno, el dios de la l uvia.
Porque mira a tu alrededor, niña. -Se echó a reír otra vez-. ¿Qué necesidad teníamos de rezarle a Tláloc
para que nos diera agua? No, estábamos contentos con las cosas tal como eran. Eso no significa que
fuéramos unos cobardes desventurados. Ayyo, defendíamos fieramente nuestras fronteras cuando alguna
otra nación envidiosa intentaba invadirnos. Pero por lo demás éramos un pueblo pacífico. Incluso cuando
ofrecíamos sacrificios a Coyolxauqui nunca elegíamos a una doncel a para matarla, ni siquiera a un
enemigo capturado. En su altar inmolábamos sólo animales pequeños del mar y de la noche. Quizá un
Strombus de concha perfecta y sin tacha... o una de esas grandes polil as de la luna que son suaves y
verdes y tienen grandes alas...
Dejó de hablar durante unos instantes, al parecer al evocar aquel os buenos y dorados tiempos, mucho
antes incluso de que naciera su bisabuelo. Así que yo suavemente le apunté:
-Hasta que l egó la mujer...
-Si. Una mujer tenía que ser. Y fue una mujer de los yaquis, el más salvaje y malvado de todos los pueblos.
Uno de nuestros grupos de cazadores se topó en lo alto de nuestras montañas con el a, que vagaba sin
rumbo, sola, infinitamente lejos de las tierras desiertas de los yaquis. Y aquel os hombres le dieron de
comer, la vistieron y la trajeron aquí, a Aztlán. Pero era una mujer rencorosa, ayya ouiya. Cuando nuestros
antepasados la trataron amistosamente, el a les pagó haciendo que los aztecas se volvieran amigos contra
amigos, familias contra familias, hermanos contra hermanos.
-¿Tenía nombre? -quiso saber Yeyac.
-Sí, un nombre yaqui malsonante: Gónda Ke. Y lo que hizo esa mujer fue empezar por ridiculizar nuestras