-Pido otra vez tu perdón, capitán. Sé leer y escribir un poco. Pero nunca he leído libros.
Yo también suspiré y les pregunté:
-Por favor, decidme sólo cómo es que estáis aquí.
-Sí, sí, señor. Verás, lo que ocurrió es que embarcamos en un buque mercante de Hawkins que partía de
Brístol y que navegaba bajo bandera genovesa para l evar un cargamento de ébano, ya sabes a qué me
refiero, en la travesía intermedia desde Guinea hasta Hispaniola. Bien, l egamos hasta la isla de la Tortuga.
Una tormenta nos hizo naufragar contra los arrecifes, y Miles y yo fuimos los únicos de la tripulación blanca
que l egamos vivos a la costa, adonde nos lanzó el mar, junto con numerosos seres de color ébano. Los
condenados piratas de Jack Napes nos convirtieron en esclavos, lo mismo que hicieron con los negros.
Desde entonces hemos ido pasando de mano en mano... Hispaniola, Cuba... y finalmente acabamos
recogiendo estopa en un muel e de Veracruz. Cuando un puñado de esclavos negros se escapó, nos
vinimos con el os. No teníamos dónde ir, pero los negros se enteraron de que algunos rebeldes se estaban
congregando en estas montañas. De manera que aquí estamos, capitán. Maldita sea, si nos aceptas,
nosotros nos rebelaremos contra los puñeteros españoles. Y contentos estaremos, Miles y yo, de matar a
cualquier Jack Napes hijo de puta que tú nos señales. Sólo tienes que darnos un alfanje a cada uno.
Todo aquel o no tenía demasiado sentido para mi, excepto la última parte, a la que respondí:
-Si lo que quieres decir es que deseáis luchar a nuestro lado, muy bien. Se os darán armas. Pero puesto
que yo soy la única persona en este ejército que puede, aunque sea con mucho trabajo, entenderos y hacer
que vosotros me entendáis...
-Te pido perdón otra vez, John British. Una buena cantidad de los esclavos de al í.., negros, indios y
también mestizos... hablan el español mejor que nosotros. Hay una mocita mestiza que hasta lo sabe leer y
escribir.
-Gracias por decírmelo. Puede serme útil cuando quiera enviar alguna declaración de asedio a alguna
ciudad española, o dictar las condiciones de rendición. Mientras tanto, puesto que yo soy el único de los
que mandan este ejército que puede hablar con vosotros, sugiero que, cuando entremos en combate, los
dos permanezcáis cerca de mí. Además, como a mi lengua le resulta difícil pronunciar vuestros nombres, y
en la batal a quizá tenga necesidad de pronunciarlos con urgencia, os l amaré Uno y Dos.
-Cosas peores nos han l amado -intervino Dos-. Y por favor, señor, ¿podemos l amarte capitán John? Nos
hace sentirnos en casa, por así decir.
28
-Ese hombre, Coronado.., pasó por donde estaba yo... hace seis días...
El corredor jadeó al tiempo que hundía con cansancio ante mí las rodil as y los codos en tierra; el cuerpo le
daba sacudidas en su esfuerzo por buscar algo de aliento y chorreaba sudor.
-Entonces, ¿por qué has tardado tanto en venir a informarme? -le exigí con enfado.
-Querías... la cuenta... mi señor -dijo sin dejar de jadear-. Cuatro días contando... dos días corriendo...
-Por Huitzli -murmuré, ahora con benevolencia; y le palmeé a aquel hombre el hombro húmedo y
tembloroso-. Descansa, hombre, antes de seguir hablando. Nocheztli, envía a buscar agua y algo de
comida para este guerrero. Ha cumplido arduamente con su deber durante seis días y sus noches.
El hombre bebió agradecido, pero, como era un experimentado corredor veloz, bebió sólo un poco al
principio y luego mordió con voracidad la fibrosa carne de ciervo. En cuanto pudo hablar coherentemente y
sin que los jadeos le obligaran a interrumpirse, dijo:
-Primero venía ese hombre, Coronado, y junto a él otro hombre con atuendo negro sacerdotal, ambos
montados en hermosos cabal os blancos. Tras el os venían muchos soldados montados, de cuatro en
cuatro cuando el camino era lo suficientemente ancho, con más frecuencia de dos en dos, porque
Coronado eligió un sendero no muy transitado, y por lo tanto no muy despejado. Cada jinete, excepto el que
iba de negro, l evaba el yelmo de metal y la armadura de metal y cuero completa, y cada hombre portaba
un palo de trueno y una espada de acero. Todo hombre montado l evaba de las riendas además detrás de
él uno o dos cabal os. Luego venían más soldados, igualmente con armadura, pero éstos a pie, con palos
de trueno y lanzas largas de hoja ancha. Aquí, mi señor, tienes la cuenta de todos esos soldados.
Me entrego tres o cuatro hojas de parra de un fajo que había traído; en el as había marcas blancas
producidas con una ramita con punta. Me complació ver que el corredor sabía contar como es debido:
puntos que representaban las unidades, banderitas para las veintenas, arbolitos para los centenares. Le
entregué a Nocheztli las hojas y le pedí:
-Súmame el total.
El corredor continuó contando que la columna era muy larga y populosa y que avanzaba a paso de marcha,
por lo que tardó cuatro días en pasar junto a su escondite. Aunque se detenían cada noche y levantaban un
tosco campamento, él no se había atrevido a dormir por miedo a que le pasara inadvertido alguien o
cualquier cosa que Coronado hubiera ordenado que avanzase en secreto y a oscuras. A intervalos durante
su relato, el corredor me fue entregando más hojas:
-La cuenta de los cabal os para montar, mi señor...
O:
-La cuenta de los cabal os y de otros animales que l evaban fardos.
Y también:
-La cuenta de los hombres sin armadura, algunos blancos, otros negros, otros indios, que conducían a los
animales o l evaban el os mismos fardos...
Y finalmente:
-La cuenta de las bestias con cuernos l amadas ganado, que iban al final de la columna.
Yo a mi vez le fui pasando las hojas con las cuentas a Nocheztli, y luego dije:
-Corredor veloz, lo has hecho extraordinariamente bien. ¿Cómo te l amas y cuál es tu rango?
-Me l amo Pozonali, mi señor, y solamente soy recluta yaoquizqui.
-Ya no. De ahora en adelante eres iyac. Ahora vete, iyac Pozonali, y come, bebe y duerme hasta que te
hartes. Luego cógete una mujer, cualquier purepe o una esclava, a tu elección, y dile que obedeces una
orden mía. Te mereces el mejor refrigerio que podamos ofrecerte.
Nocheztli había estado pasando las hojas de parra y murmurando para sus adentros. Luego dijo:
-Si la cuenta está bien hecha, Tenamaxtzin, y avalo la buena fama que tiene Pozonali de ser fiable en sus
cálculos, esto desafía la credibilidad. Aquí tienes los totales, según mis cálculos. Además de Coronado y el
fraile, dos centenares y cincuenta soldados montados, con seis centenares más veinte cabal os de montar.
Otros setenta y cuatro cientos de soldados de a pie. Diez centenares completos de animales de carga.
Otros diez centenares de esos hombres sin armadura: esclavos, porteadores, pastores, cocineros o lo que
quiera que sean. Y cuatro centenares más cuarenta de ganado. Envidio a los españoles toda esa carne
fresca que tienen en pie -concluyó con cierto pesar.
-Podemos dar por supuesto que Coronado se ha l evado con él sólo a los oficiales más experimentados y a
los hombres mejor entrenados de todos los que disponía, y los mejores cabal os, e incluso los esclavos más
fuertes y más leales -le comenté-. También los arcabuces más nuevos y mejor hechos, las espadas y
lanzas del acero más sólido y mejor afilado. Y la mayoría de esos bultos estarán l enos de pólvora y plomo.