El o significa que ha dejado Nueva Galicia, y quizá este extremo occidental de Nueva España, guarnecida
sólo con los desechos y basura de la soldadesca, todos el os probablemente mal provistos de armas y de
municiones, y probablemente también todos el os a disgusto, puesto que están bajo el mando de oficiales
que Coronado consideró ineptos para su expedición. -Medio para mí mismo, añadí-: El fruto está maduro.
Todavía pesaroso, Nocheztli dijo:
-Incluso un fruto resultaría sabroso en estos momentos. Me eché a reír.
-Estoy de acuerdo. Tengo tanta hambre como tú. No nos demoraremos más. Si la cola de esa larga
procesión ya se encuentra a dos días de camino hacia el norte, y nosotros nos dirigimos hacia el sur, no hay
mucha probabilidad de que Coronado reciba noticia de nuestro avance. Corre la voz por los campamentos.
Nos pondremos en marcha mañana al alba. Envía ahora mismo por delante a los cazadores y a los que
buscan comida para que podamos tener la esperanza de gozar de una comida decente mañana por la
noche. Además haz que tus cabal eros y los demás oficiales dirigentes se presenten ante mi para recibir
instrucciones.
Cuando aquel os hombres, y la única oficial femenina, Mariposa, se hubieron congregado, les comuniqué:
-Nuestro primer objetivo será una ciudad l amada Tonalá, que se encuentra al sureste de aquí. Tengo
información de que está creciendo de prisa, pues atrae a muchos colonos españoles, y que se planea
construir al í una catedral.
-Discúlpame, Tenamaxtzin -me interrumpió uno de los oficiales-, ¿qué es una catedral?
-Un templo tremendamente grande de la religión de los hombres blancos. Esos templos se erigen sólo en
lugares que se espera se conviertan en grandes ciudades. De modo que creo que tienen intención de que
la ciudad de Tonalá sustituya a Compostela como capital de los españoles de Nueva Galicia. Haremos todo
lo posible por hacerlos desistir de esa intención... destruyendo, arrasando, eliminando Tonalá.
Los oficiales asintieron y se sonrieron unos a otros con gozosa anticipación.
-Cuando nos aproximemos a esa ciudad -continué diciendo-, nuestro ejército hará un alto mientras los
exploradores se introducen sigilosamente en la ciudad. Cuando vuelvan para informarme, decidiré la
disposición de nuestras fuerzas para el asalto. Mientras tanto, también quiero que nos precedan
exploradores en el camino hacia al í. Diez de el os, hombres aztecas acostumbrados a estar alerta,
diseminados en abanico por delante de nuestra columna. Si divisan cualquier clase de asentamiento o
vivienda en el camino, aunque sólo sea la cabaña de un ermitaño, me lo deben decir de inmediato. Id
ahora. Aseguraos de que todos comprendan estas órdenes.
Una vez que nuestra columna se puso en camino y estuvo en marcha detrás de mí, no sé cuántos días
tardaríamos en pasar por un punto concreto. Eramos casi ocho veces las personas que Coronado guiaba,
pero no teníamos cabal os, mulas ni rebaños de ganado. Sólo contábamos con aquel os dos cabal os sin
sil a que Nochezfli había rescatado de la emboscada que había tenido lugar tiempo atrás a las afueras de
Compostela. El y yo los montábamos cuando abandonamos el campamento de Chicomóztotl y tomamos un
sendero tortuoso en dirección al sureste que nos l evaba lentamente hacia abajo, desde las montañas hasta
las tierras bajas. Y tengo que decir que, cada vez que miraba atrás hacia la larga y tortuosa comitiva
erizada de armas que nos seguía, no podía evitar sentirme con orgul o yo mismo como un conquistador.
Con gran alivio, y mayor regocijo, por parte de todos, los cazadores y los que buscaban en vanguardia nos
proporcionaron una comida bastante consistente la primera noche de marcha, y durante los días sucesivos
víveres cada vez más sabrosos y nutritivos. Además, con gran alivio para mi trasero y el de Nocheztli, por
fin conseguimos dos sil as de montar. Uno de nuestros exploradores que iban de avanzadil a vino un día
corriendo para informar de que había un puesto avanzado del ejército español a sólo una larga carrera
camino adelante. Era, igual que el puesto que nos habíamos encontrado en cierta ocasión de De Puntil as y
yo, una barraca en la que había dos soldados y un corral con cuatro cabal os, dos de el os ensil ados.
Detuve la comitiva y Nocheztli convocó a seis guerreros armados con maquáhuime para que se
presentasen ante nosotros. Y a éstos les dije:
-No quiero malgastar pólvora y plomo en un obstáculo tan trivial. Si vosotros seis no podéis acercaros
furtivamente a ese puesto y despachar a esos hombres blancos al instante, no merecéis l evar espadas. Id
y haced exactamente eso. Sin embargo, tened cuidado con una cosa: intentad no romper ni mancharles de
sangre la ropa que l evan puesta.
Los hombres hicieron el gesto de besar la tierra y salieron disparados por entre la maleza. Al cabo de poco
tiempo regresaron, todos el os con sonrisas radiantes de felicidad y dos sosteniendo en alto, sujetándolas
por el pelo, las cabezas de los soldados españoles, que goteaban sangre por los muñones barbudos del
cuel o.
-Lo hicimos de la manera más limpia, mi señor -dijo uno-. Sólo el suelo se manchó de sangre.
Así que avanzamos hasta la barraca de vigilancia, donde encontramos, además de los cuatro cabal os, dos
arcabuces más, pólvora y bolas para los mismos, dos cuchil os de acero y dos espadas también de acero.
Encargué a dos hombres que quitasen de los cuerpos de los soldados las armaduras y el resto del atuendo,
que estaba sin tacha excepto por la suciedad, arraigada profundamente, y el sudor incrustado que era de
esperar en los sucios españoles. Felicité a los seis guerreros que habían matado a los soldados y a los
exploradores que los habían encontrado, y les dije a esos exploradores que siguieran por delante de
nosotros igual que antes. Luego ordené l amar a nuestros dos hombres blancos, Uno y Dos, para que se
presentasen ante mí.
-Tengo unos presentes para vosotros -les dije-. No sólo mejores ropas que esos andrajos que l eváis
puestos, sino también yelmos de acero, armaduras y botas sólidas.
-Por Dios, capitán John, te estamos muy agradecidos -me indicó Uno-. Viajar a pie ya resulta bastante duro
para nuestras viejas piernas acostumbradas a la mar, no digamos ya tener que hacerlo descalzos.
Tomé aquel idioma de ganso como una queja por tener que ir caminando y añadí:
-Si sabéis montar a cabal o, ya no será necesario que caminéis más.
-Si fuimos capaces de cabalgar sobre los restos del naufragio hasta los arrecifes de la isla de la Tortuga
-intervino Dos-, yo diría que podemos montar cualquier cosa.
-¿Me permitirías preguntarte, capitán, cómo es que nos equipas a nosotros con tanto lujo en lugar de
hacerlo con alguno de tus compañeros importantes? -preguntó Uno.
-Porque, cuando l eguemos a Tonalá, vosotros dos vais a ser mis topos.
-¿Topos, capitán?
-Ya os lo explicaré cuando l egue el momento. Ahora, mientras los demás seguimos avanzando, vosotros
poneos esos uniformes, sujetaos las espadas, subios a los cabal os que dejo para vosotros y dadnos
alcance en cuanto podáis.
-Sí, sí, señor.
De manera que Nocheztli y yo de nuevo teníamos sil as cómodas, y los dos cabal os de repuesto los utilicé
como animales de carga para aliviar a varios de mis guerreros de la pesada carga que transportaban. El
siguiente acontecimiento de cierta notoriedad ocurrió unos días más tarde, y esta vez mis exploradores
aztecas no me previnieron de el o. Nocheztli y yo cabalgábamos por una sierra baja y nos encontramos