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mirando a unas cabañas de barro apiñadas en la oril a de una charca bastante grande. Cuatro de nuestros

exploradores se encontraban al í bebiendo el agua que les daban los aldeanos y fumando sociablemente

poquieltin en su compañía. Levanté una mano para detener la columna que avanzaba detrás de mí y le pedí

a Nocheztli:

-Convoca a todos tus cabal eros y oficiales jefes y reunios conmigo al í.

Vio la expresión de mi cara y sin decir palabra volvió hasta el lugar donde se encontraba la comitiva

mientras yo bajaba cabalgando hasta el pequeño poblado.

Me incliné desde el cabal o y le pregunté a uno de los exploradores:

-¿Quiénes son estas personas?

La expresión y el tono que utilicé lo hicieron tartamudear ligeramente.

-Sólo.., sólo son simples pescadores, Tenamaxtzin.

Y le hizo señas al más anciano de los hombres presentes para que se acercase.

El viejo aldeano se me acercó con cautela, temeroso de mi cabal o, y se dirigió a mí con tanto respeto como

si hubiera sido un español montado a cabal o. Hablaba la lengua de los kuanáhuatas, que es una lengua lo

bastante parecida al náhuatl como para que yo pudiera entenderla.

-Mi señor, como estaba diciéndole a tu guerrero aquí presente, vivimos de pescar en esta charca. Sólo

somos unas cuantas familias, y hacemos lo mismo que han hecho nuestros antepasados desde la época

anterior al tiempo.

-¿Por qué vosotros? ¿Por qué aquí?

-En esta charca vive un pescado blanco pequeño y delicioso que no puede encontrarse en otras aguas.

Hasta hace muy poco, ha sido la mercancía con la que comerciábamos con los otros poblados

kuanáhuatas. -Hizo un gesto vago con la mano hacia el este-. Pero ahora hay hombres blancos... al sur, en

Tonalá. El os también aprecian este pescado único, y podemos cambiarlo por ricas mercancías como nunca

antes hemos...

Se interrumpió y miró algún punto detrás de mí mientras Nocheztli y sus oficiales se detenían, maquáhuime

en mano, en un amenazador círculo alrededor del grupo de cabañas. Los demás habitantes del poblado se

apretujaron unos contra otros, y los hombres rodearon con el brazo en un gesto protector a las mujeres y a

los niños. Hablé por encima del hombro:

-Cabal ero Nocheztli, da la orden de matar a estos cuatro exploradores.

-¿Qué? Tenamaxtzin, son cuatro de nuestros mejores...

Pero se interrumpió cuando volví la mirada hacia él y, obedeciendo, les hizo un gesto con la cabeza a los

oficiales más cercanos. Antes de que los asombrados e incrédulos exploradores pudieran moverse o emitir

un sonido de protesta, ya los habían decapitado. El viejo y los aldeanos miraron con horror los cuerpos que

habían caído al suelo, donde se contorsionaban, y las cabezas separadas, cuyos ojos parpadeaban como

sin dar todavía crédito a su sino.

-No habrá más hombres blancos para que comerciéis con el os -le dije al viejo-. Marchamos contra Tonalá

para aseguramos de que así sea. Cualquiera de vosotros que desee venir con nosotros y ayudarnos a

masacrar a esos hombres blancos, puede hacerlo y es bienvenido. Y a todo el que no lo haga se le dará

muerte aquí mismo, en el sitio donde estéis.

-Mi señor -me suplicó el viejo-. Nosotros no tenemos nada en contra de los hombres blancos. Han estado

comerciando con nosotros de un modo justo. Desde que l egaron aquí, hemos prosperado más que...

-Ya he oído ese argumento demasiadas veces antes -le interrumpí-. Lo diré sólo una vez más. No habrá

hombres blancos, sean comerciantes justos o cualquier otra cosa. Ya habéis visto lo que he hecho con mis

propios hombres, con estos que se tomaron mis palabras demasiado a la ligera. Aquel os de vosotros que

vayáis a venir, venid ahora.

El viejo se volvió hacia su gente y extendió los brazos en un gesto de impotencia. Varios hombres y algunos

muchachos, junto con dos o tres de las mujeres más robustas, una de las cuales l evaba de la mano a su

niño, se adelantaron e hicieron el gesto de besar la tierra ante mí.

El viejo movió con tristeza la cabeza y dijo:

-Aunque yo no fuera demasiado anciano para pelear e incluso para caminar a paso de marcha, no me

avendría a abandonar este lugar, que es el de mis padres y el de los padres de mis padres. Haz conmigo lo

que quieras.

Lo que hice fue cortarle la cabeza con mi propia espada de acero. Al ver aquel o los demás hombres y los

muchachos de la aldea se apresuraron a adelantarse y a hacer el gesto tialqualiztli. Lo mismo hicieron la

mayoría de las mujeres y de las muchachas jóvenes. Sólo otras tres o cuatro hembras, que tenían en

brazos a bebés o niños pequeños agarrados con fuerza a las faldas permanecieron donde estaban.

-Tenamaxtzin -dijo la oficial Mariposa de cara de coyote con una solicitud que nunca me hubiera esperado

de el a-, esto son mujeres y niñitos inocentes.

-Tú ya has matado a otros exactamente iguales a éstos -le recordé.

-¡Pero aquel os eran españoles!

-Estas mujeres pueden hablar. Estos niños pueden señalar. No quiero dejar testigos con vida. -Le arrojé a

el a mi espada de repuesto, una maquáhuitl de filo de obsidiana que colgaba de una correa del pomo de la

sil a de montar, porque el a sólo l evaba un arcabuz-. Toma. Hazte idea de que son españoles.

Y así lo hizo, pero con torpeza, porque obviamente era reacia a hacerlo. De ahí que sus víctimas sufrieran

más de lo que habían sufrido los hombres; las mujeres se agazaparon al recibir los golpes que Mariposa

asestaba, por lo que ésta se vio obligada a golpearlas más veces de lo que hubiera sido necesario. Cuando

Mariposa hubo terminado, la sangre copiosamente derramada había chorreado desde la oril a y teñía el

agua de rojo en el borde de la charca. A los aldeanos que se habían rendido a mí -que gemían todos, se

arrancaban los cabel os y se rasgaban los mantos- se los condujo como si fueran un rebaño y fueron

colocados entre nuestro contingente de esclavos. Ordené que se los vigilase estrechamente, no fuera a ser

que intentaran escapar.

Habíamos recorrido una distancia considerable desde aquel lugar antes de que Nocheztli reuniese el valor

suficiente para volver a hablarme. Por fin se aclaró la garganta con nerviosismo y me comentó:

-Esas personas eran de nuestra propia raza, Tenamaxtzin. Los exploradores eran hombres de nuestra

propia ciudad.

-Los habría matado aunque hubieran sido mis propios hermanos. Te concedo que ha sido a costa de cuatro

buenos guerreros, pero te prometo que, de hoy en adelante, ni un solo hombre de nuestro ejército se

comportará nunca de forma negligente con respecto a mis órdenes, como hicieron esos cuatro.

-Eso es cierto -admitió Nocheztli-. Sin embargo, esos kuanáhuatas a los que ordenaste matar... ni se te

habían opuesto ni te habían enojado...

-En el fondo estaban tan confabulados con los españoles y dependían tanto de el os como Yeyac. Así que

les he dado a elegir lo mismo que a los guerreros de Yeyac: unirse a nosotros o morir. Y el os han elegido.

Mira, Nocheztli, tú no te has beneficiado de las enseñanzas cristianas como hice yo en mis tiempos más

jóvenes. A los sacerdotes les gustaba contarnos cuentos de los anales de su religión. En particular los

divertía relatar las ocurrencias y dichos de un pequeño dios que tienen que se l ama Jesucristo. Recuerdo

bien uno de esos dichos de ese dios: "Aquel que no está conmigo, está contra mí."

-Y tú no deseabas dejar ningún testigo de nuestro paso, eso ya lo comprendo, Tenamaxtzin. Sin embargo,

debes saber que con el tiempo, inevitablemente, los españoles van a tener noticia de nuestro ejército y de