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nuestras intenciones.

o-Ayyo, ya lo creo que sí. Y quiero que sea así. Tengo planeado amenazarlos y hacerles sufrir con el o.

Pero quiero que los hombres blancos sepan sólo lo suficiente como para mantenerlos en la incertidumbre,

en la aprensión, en el terror. No deseo que sepan cuántos somos, cuál es la fuerza de nuestro armamento,

cuál es nuestra posición en ningún momento ni el rumbo de nuestra marcha. Quiero que los hombres

blancos se sobresalten y se asusten cada vez que oigan un ruido inesperado, que retrocedan ante la vista

de cualquier cosa que no les resulte familiar, que se vuelvan desconfiados de cada extraño que vean, que

les entren calambres en el cuel o de tanto volverse a mirar por encima del hombro. Que nos consideren

espíritus malignos, incontables, imposibles de hal ar, y que consideren que es probable que ataquemos por

aquí, por al á, por cualquier parte. No debe haber testigos que puedan contarles algo diferente.

Unos cuantos días después, uno de nuestros exploradores se acercó trotando desde el horizonte por el sur

para decirme que la ciudad de Tonalá estaba ya al alcance, aproximadamente a cuatro largas carreras de

distancia. Me explicó que sus compañeros exploradores estaban en aquel os momentos rodeando con

cautela las afueras de la ciudad para determinar la extensión de la misma. Lo único que pudo decirme, a

partir de sus propias y breves observaciones, fue que Tonalá parecía constar en su mayor parte de

construcciones recién hechas y que no había tubos de trueno visibles guardando su perímetro.

Detuve la columna y di órdenes para que los contingentes se esparcieran en campamentos separados,

como habían hecho en Chicomóztotl, y para que se preparasen para permanecer acampados un tiempo

mayor que una sola noche. También mandé l amar a Uno y a Dos y les dije:

-Tengo otro regalo para vosotros, señores. Nocheztli y yo vamos a prestaros nuestros cabal os, que están

ensil ados, durante algún tiempo.

-Bendito seas, capitán John -habló Dos mientras dejaba escapar un suspiro de todo corazón-. Del infierno,

Hulí y Halifax, líbranos, Señor.

-Miles fanfarroneó diciendo que podríamos montar cualquier cosa -apuntó Uno-, pero, válgame Dios, no

contábamos con cabalgar en la sil a alemana. Nos duelen tanto las nalgas que parece que nos hubieran

azotado y nos hubieran pasado por debajo de la quil a durante todo el camino hasta aquí.

No pedí explicaciones de aquel parloteo de ganso, sino que me limité a darles instrucciones.

-La ciudad de Tonalá está por al í. Este explorador os guiará hasta el a. Seréis mis topos a cabal o. Otros

exploradores están rodeando la ciudad, pero yo quiero que sondeéis el interior. No entréis hasta que

anochezca, pero tratad de aparentar que sois altivos soldados españoles y rondad por al í lo máximo

posible. Traedme, lo mejor que podáis, una descripción del lugar: un cálculo de su población, tanto blanca

como de otras razas, y, sobre todo, un cálculo bien hecho de los soldados que hay al í.

-Pero ¿y si nos desafían, John British? -me preguntó Uno-. Apenas si podemos pronunciar una palabra, y

mucho menos un santo y seña. -Se tocó la espada, que l evaba envainada al cinto-. ¿Les hacemos probar

nuestro acero?

-No. Si alguien se dirige a vosotros, simplemente guiñad el ojo de forma impúdica y l evaos un dedo a los

labios. Como os estaréis moviendo sin hacer ruido y en la oscuridad, supondrán que os dirigís

clandestinamente a ver a vuestra maátime.

-¿Nuestra qué?

-Un burdel para soldados. Una casa de putas baratas.

-¡A la orden, señor! -dijo Dos con entusiasmo-. ¿Y podemos hacer cosquil as a los conejitos mientras

estamos al í?

-No. No tenéis que pelear ni ir de putas. Tan sólo debéis entrar en la ciudad, dar una vuelta por el a y luego

regresar aquí. Ya tendréis tiempo de blandir vuestro acero al asaltar el lugar, y cuando la hayamos tomado

dispondréis de hembras de sobra para que retocéis con el as.

Por la información que trajeron los exploradores, incluidos Uno y Dos, quienes dijeron que su presencia al í

y el hecho de merodear no habían suscitado comentario alguno, me hice una representación mental de

Tonalá. Era más o menos del mismo tamaño que Compostela, y más o menos igual de poblada. Sin

embargo, al contrario que Compostela, no había crecido alrededor de un asentamiento nativo ya existente,

sino que al parecer había sido fundada por españoles recién l egados al í. Así que, salvo por las

acostumbradas barracas de las afueras para albergar a los criados y a los esclavos, habían construido

residencias consistentes de adobe y madera. También había, igual que en Compostela, dos macizas

estructuras de piedra: una iglesia pequeña, todavía no agrandada para ser la catedral del obispo, y un

palacio modesto para los despachos de gobierno y barracones para los soldados.

-Sólo soldados suficientes para mantener la paz -me comunicó Uno-. Repartidores, bedeles, alguaciles y

otros por el estilo. Llevan arcabuces y alabardas, sí, pero en realidad no son hombres de combate. Miles y

yo sólo vimos a tres, además de nosotros, que fueran a cabal o. Nada de artil ería por ninguna parte. Yo

diría que la ciudad cree que está tan adentrada en Nueva España que no corre riesgo de que la asedien.

-Puede que haya cuatro mil personas en total -me indicó Dos-. La mitad de el os españoles; vaya, con

aspecto gordo, grasiento y gandul.

-Y la otra mitad son sus esclavos y criados -añadió Uno-. Muy mezclados: indios, negros y mestizos.

-Gracias, señores -les dije-. Ahora volveré a quedarme con los dos cabal os ensil ados. Confío en que

cuando asaltemos la ciudad tendréis la suficiente iniciativa para procuraros vuestras propias sil as.

Luego me senté y me quedé cavilando durante un rato antes de mandar l amar a Nocheztli para decirle:

-Sólo necesitaremos una pequeña parte de nuestras fuerzas para tomar Tonalá. Primero, creo yo, nuestros

guerreros yaquis, porque su salvajismo en estado puro ser lo más aterrador para los blancos. Además

emplearemos todos nuestros hombres equipados con arcabuces, y todas las mujeres purepes armadas con

granadas, y un contingente de nuestros mejores guerreros aztecas. El resto de nuestras fuerzas, la mayor

parte, permanecerán acampadas aquí, invisibles para la gente de la ciudad.

-Y aquel os que ataquemos, Tenamaxtzin, ¿lo haremos juntos?

-No, no. En cualquier ataque hay que enviar por delante a las mujeres; que l even las granadas y fumen sus

poquieltin, y que rodeen a escondidas la ciudad a una distancia prudencial para así poder acechar al otro

extremo de la misma, bien ocultas. El asalto empezará cuando yo dé la orden, y luego sólo atacarán los

yaquis, desde este lado de la ciudad; avanzarán abiertamente sobre la ciudad y harán tanto ruido como

puedan, un ruido capaz de helar la sangre. Eso atraerá a los soldados españoles hacia esta parte de la

ciudad, pues creerán que los está atacando alguna tribu pequeña con el pecho desnudo y armada con

cañas a la cual se puede hacer frente con facilidad. Cuando los soldados acudan corriendo, nuestros yaquis

se retirarán, como si huyeran presas del susto y la consternación. Mientras tanto, haz que todos los

guerreros con palos de trueno se desplieguen en línea, también a este lado de la ciudad, y que se agachen

para quedar ocultos. En cuanto los yaquis en su huída hayan pasado por donde el os se encuentran y vean