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con claridad a los españoles, han de levantarse, apuntar y descargar las armas. Eso abatirá a tantos

soldados que los yaquis podrán darse de nuevo media vuelta y acabar con los supervivientes. Al mismo

tiempo, cuando las mujeres purepes oigan el ruido de los truenos, entrarán corriendo en la ciudad desde

aquel extremo más alejado y comenzarán a lanzar las granadas dentro de todas las moradas y edificios.

Nuestra fuerza de guerreros aztecas, guiados por ti, por mí mismo y por nuestros dos hombres montados,

seguirán a los yaquis al interior de la ciudad y al í matarán a su antojo a los hombres blancos residentes.

¿Qué te parece este plan, cabal ero Nocheztli?

-Ingenioso, mi señor. Eminentemente práctico. Y divertido.

-¿Crees que tú y tus suboficiales podréis comunicar esas instrucciones de modo que todo el mundo

comprenda cuál es su papel? ¿Incluso los yaquis?

-Creo que sí, Tenamaxtzin. El plan no es muy complicado. Pero puede que tardemos un buen rato en hacer

las gesticulaciones necesarias y en dibujar los diagramas en la tierra.

-No hay prisa. La ciudad parece estar muy tranquila en lo referente a su seguridad. De manera que, a fin de

darte tiempo para que puedas impartir esas instrucciones, no l evaremos a cabo el asalto hasta el

amanecer de pasado mañana. Ahora, dos instrucciones más, Nocheztli, o mejor dicho, dos restricciones.

Naturalmente, será inevitable alguna muerte innecesaria producida al azar. Pero en la medida de lo posible,

quiero que nuestros guerreros sólo maten hombres blancos; deseo que respeten la vida a las hembras

blancas y a los esclavos, varones y hembras, cualquiera que sea su color.

Nocheztli pareció algo sorprendido.

-¿Vas a dejar testigos vivos esta vez, mi señor?

-A las mujeres blancas las dejaremos con vida sólo el tiempo suficiente para que nuestros guerreros hagan

libre uso de el as. Es la acostumbrada recompensa para los vencedores. Esas mujeres a lo mejor no

sobrevivirán a tal sufrimiento, pero toda aquel a que sobreviva será después piadosamente ejecutada. En

cuanto a los esclavos, aquel os que elijan unirse a nuestras filas podrán hacerlo. Los demás pueden

quedarse y heredar las ruinas de Tonalá, me da lo mismo.

-Pero, Tenamaxtzin, en cuanto nos hayamos marchado de nuevo podrán disgregarse por toda Nueva

España, y los que sean leales a sus antiguos amos podrán dar el grito de aviso a los demás españoles.

-Déjalos. No pueden dar un informe exacto de nuestro número y fuerza. Tuve que matar a aquel os

pescadores de Kuanáhuata porque, a causa del descuido de nuestros propios exploradores, habían visto

nuestras fuerzas. Nadie aquí en Tonalá habrá visto más que unos cuantos de nosotros.

-Eso es cierto. ¿Tienes algo más que ordenar, mi señor?

-Sí, una cosa más. Diles a las mujeres purepes que no malgasten sus granadas en los dos edificios de

piedra de la ciudad, la iglesia y el palacio. Al í las granadas no pueden causar excesivos daños. Además,

tengo un buen motivo para querer l evar a cabo yo personalmente la toma de esos dos edificios. Y ahora

vete. Comienza los preparativos.

El asalto inicial a Tonalá fue tal como yo lo había planeado, excepto por un breve impedimento, que yo

mismo debí haber previsto y haber tomado precauciones al respecto. Nocheztli, Uno, Dos y yo estábamos

sentados en nuestras monturas en un pequeño promontorio desde el que había una buena vista de la

ciudad; observábamos cómo los guerreros yaquis hormigueaban por las afueras del barrio de los esclavos

con las primeras luces del alba mientras proferían estridentes e inhumanos gritos de guerra y agitaban con

ferocidad los bastones de guerra y las lanzas de tres puntas. Como yo había ordenado, causaban más

ruido que estragos, pues sólo mataron (como supe después) a unos cuantos esclavos que se despertaron

sobresaltados y, valiente pero temerariamente, trataron de defender a sus familias y se interpusieron de

forma deliberada en el camino de los yaquis.

Como yo había previsto, los soldados españoles acudieron corriendo, algunos cabalgando al galope, desde

el palacio de su guarnición y desde sus diferentes puestos para converger en el escenario de la acción.

Algunos de el os todavía se estaban poniendo con dificultad la armadura mientras acudían, pero todos iban

armados. Y cumpliendo mis órdenes, los yaquis se vinieron abajo ante el os y se retiraron al terreno abierto

que había en este lado de la ciudad. Pero andaban con afectación hacia atrás al huir, de cara a los

soldados, con gritos de desafío, agitando las armas en actitud amenazadora. Tal despliegue de descaro les

costó la vida a algunos, porque los españoles, aunque habían sido cogidos desprevenidos y sin preparar, al

fin y al cabo eran soldados. Formaron líneas, se arrodil aron, apuntaron cuidadosamente con sus arcabuces

y los descargaron con la suficiente exactitud como para abatir a varios yaquis antes de que los demás

dejasen de hacer posturas, dieran media vuelta y echaran a correr hacia la seguridad que proporciona la

distancia. Eso dejó el campo despejado para mis arcabuceros, y los vimos a todos, que eran noventa y

cuatro, salir de sus escondites, apuntar y, a la orden del cabal ero que los mandaba, descargar las armas

simultáneamente.

Aquel o fue muy efectivo. Un buen número de los soldados de a pie cayeron y otros cuantos fueron abatidos

de las sil as de los cabal os. Incluso a la distancia a la que nos encontrábamos, vi el remolineo confuso de

los atónitos españoles que habían sobrevivido a aquel a tormenta de plomo. Sin embargo, entonces fue

cuando se produjo el impedimento de que he hablado. Mis arcabuceros habían empleado sus armas con

tanta eficiencia como hubieran podido hacerlo los soldados españoles... pero lo habían hecho todos a la

vez. Y ahora, también todos a la vez, tenían que volver a cargar las armas. Como yo bien sabía, y hubiera

debido tenerlo en cuenta, ese proceso requiere algún tiempo, incluso para los hombres más aptos y

expertos.

Los españoles no habían disparado todos sus arcabuces a la vez, sino esporádicamente, a medida que lo

permitían los blancos y las oportunidades, y de ahí que la mayoría tuviera las armas cargadas aún. Mientras

mis arcabuceros permanecían de pie, desarmados, apretando la pólvora y las bolitas de plomo dentro de

los tubos de los palos de trueno, preparando las cazoletas, rebobinando los cerrojos de las ruedas y

amartil ando las garras de gato, los españoles recuperaron la compostura y la disciplina suficientes para

reanudar aquel os disparos esporádicos pero mortales. A muchos de mis arcabuceros los alcanzaron, y casi

todos los demás se agacharon o cayeron de plano en el suelo, posiciones en las cuales el proceso de

recargar las armas tuvo más impedimentos, motivo por el que se demoró aún más.

Lancé una maldición en voz alta en varios idiomas y le ladré a Nocheztli:

-¡Envía al í de nuevo a los yaquis! El hizo un amplio gesto con el brazo y los yaquis, que habían estado

vigilantes, esperándolo, se lanzaron de nuevo y adelantaron a nuestra línea de arcabuceros, que ahora

estaban desconcertados. Como habían visto caer a sus compañeros durante el primer ataque, los yaquis

esta vez iban realmente con sed de venganza, y ni siquiera desperdiciaban aliento en proferir gritos de

guerra. Unos cuantos más cayeron bajo el plomo español según avanzaban, pero todavía quedaron

muchos para mezclarse con los españoles, acuchil arlos y aporrearlos con saña. Yo estaba a punto de dar