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la orden de que nosotros cuatro, los que íbamos a cabal o, atacásemos, con nuestros aztecas detrás de

nosotros, cuando Uno alargó la mano desde su cabal o para cogerme por el hombro y me dijo:

-Perdona, John British, si tengo la presunción de darte un pequeño consejo.

-¡Por Huitzli, hombre! -le contesté con un gruñido-. Este no es momento para...

-Ser mejor que lo haga ahora, capitán, mientras tenga vida para hablar y tú para oírme -me contradijo él.

-¡Adelante, entonces! Dilo!

-Yo... servidor no distingue un extremo del arcabuz del otro, pero he transportado a bordo de la marina de

su majestad soldados una o dos veces y los ha visto en acción. Lo que quiero decir es que no todos

disparan a la vez, como han hecho tus hombres. Forman en tres filas paralelas. La primera fila dispara, y

luego retrocede mientras la segunda fila apunta. Cuando la tercera fila ha disparado, la primera ha vuelto a

cargar las armas y está dispuesta para disparar de nuevo.

Había palabras de ganso en aquel discurso, pero comprendí con presteza el sentido del mismo y dije:

-Humildemente te pido perdón yo a ti, señor Uno. Perdóname por haberte hablado con brusquedad. El

consejo es sólido y bienvenido, y lo seguiré siempre desde el día de hoy. Beso la tierra para jurarlo. Y

ahora, señores, Nocheztli... -Agité el brazo con el que sostenía la espada para poner a la carrera a los

aztecas-. Si caéis, caed hacia adelante!

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El aspecto mas memorable de cualquier batal a, y después de haber experimentado ahora ya muchas de

el as puedo decirlo con autoridad, es la conmoción y la confusión que causan. Pero de ésta, mi primer

combate importante con el enemigo, tengo unos cuantos recuerdos más claros.

Mientras los cuatro jinetes cruzábamos con estruendo el campo abierto y nos adentrábamos en la refriega,

sólo unas cuantas bolas de plomo extraviadas pasaron volando inofensivas junto a nosotros, porque los

soldados españoles estaban muy ocupados con los yaquis que había entre el os. Luego, cuando nosotros,

los nuevos atacantes, también l egamos junto a el os, recuerdo vivamente los sonidos de aquel encuentro,

aunque no tanto el estruendo del choque de las armas como el clamor de voces. Nocheztli y yo, y todos los

aztecas que nos seguían, íbamos lanzando los tradicionales gritos de guerra de diversos animales salvajes.

Pero los españoles gritaban el nombre de su santo de la guerra, "Por Santiago!", y vi sorprendido que al

parecer nuestros dos hombres blancos, Uno y Dos, hacían lo mismo. Rugían lo que a mí me sonaba como

algo parecido a "For Harry and Saint George!", aunque yo nunca había oído hablar, ni siquiera en mis días

de escolarización cristiana, de ningún santo l amado Harry o George.

Desde dentro de la ciudad se oían otros sonidos a lo lejos, algunos cortantes como el estal ido de un trueno,

otros meros golpes apagados; eran los estal idos de las granadas de arcil a que estaban empleando

nuestras mujeres guerreras. Sin duda, a los oficiales españoles les hubiera gustado sacar a algunos de sus

hombres del combate de esta parte de la ciudad y enviarlos a enfrentarse a aquel os truenos inexplicables.

Pero perdieron toda esperanza de hacerlo porque, al í mismo, sus hombres ya eran superados en número y

luchaban denodadamente para salvar sus vidas. Ni la lucha ni sus vidas duraron mucho.

Si existen seres como los santos Harry y George, éstos prestaron a sus seguidores una fuerza en el brazo

mayor que la que Santiago les proporcionó a los suyos. Uno y Dos, aunque un poco inseguros a causa de

las sil as y de los estribos, asestaban tajos a diestro y siniestro desde lo alto de sus monturas de manera

tan incansable, inmisericorde y mortal como lo hacíamos Nocheztli y yo. Los cuatro golpeábamos a los

soldados en la garganta y en el rostro, los únicos lugares vulnerables que quedaban entre los yelmos y las

corazas de acero, y lo mismo hacían nuestros guerreros aztecas, que blandían maquáhuime de obsidiana.

A pesar de todo los guerreros yaquis no tenían que ser tan precisos al apuntar. En aquel combate cuerpo a

cuerpo habían dejado caer al suelo las lanzas largas, que eran muy difíciles de manejar, y agitaban de una

forma indiscriminada los bastones de guerra. Un golpe en la cabeza de un oponente hendía el yelmo lo

suficiente como para que el cráneo cediese bajo el mismo. Un golpe al cuerpo de un oponente igualmente

hendía la coraza, de manera que el que la l evaba moría a causa de las fracturas de huesos y órganos

aplastados o, lo que producía mayor sufrimiento, asfixiados, con el pecho incapaz de expandirse para

respirar.

Durante todo aquel torbel ino, otras personas maniobraban entre nosotros o corrían a nuestro alrededor,

presas del pánico, esforzándose por salir de la zona del conflicto; y también se podían ver muchos otros,

más lejos, que igualmente huían de la ciudad y se adentraban en campo abierto. Ninguno de el os l evaba

armadura ni uniforme, y la mayoría iban vestidos a duras penas, pues habían saltado directamente de los

jergones en los que estaban pasando la noche. Eran los habitantes esclavos de aquel barrio que nosotros

habíamos elegido para atacar, o al menos lo eran la mayoría de el os. El tumulto, naturalmente, había

despertado a toda la ciudad de Tonalá, de modo que, entre los fugitivos, había bastantes hombres, mujeres

y niños españoles, también mal vestidos, que obviamente y sin vergüenza alguna esperaban que se los

confundiera con los esclavos y se los dejase marchar libremente. Pero pocos de el os lograron escapar.

Nosotros, los intrusos, permitimos el paso a los que eran de nuestro mismo color o más oscuros, pero a

toda persona de piel blanca, de cualquier sexo o edad, que se pusiera a nuestro alcance le cortábamos la

cabeza al instante, la acuchil ábamos o la golpeábamos hasta morir. Muy a mi pesar, dos cabal os de los

españoles también resultaron muertos, aunque no era ese nuestro propósito, y otros cuatro o cinco

vagaban nerviosos por al í sin jinete, con los ojos desorbitados, los orificios nasales muy abiertos y tratando

de expulsar por el os los olores a sangre y a humo de pólvora.

Cuando el último oficial, soldado o fingido esclavo estuvo tendido en el suelo muerto o agonizando, mis tres

camaradas montados se adentraron en las cal es de la ciudad seguidos de los guerreros aztecas, que

aul aban sin parar detrás de el os. Permanecí en el escenario de aquel primer combate durante un breve

espacio de tiempo, y en parte lo hice para contar nuestras bajas. Eran en realidad muy pocas si las

comparábamos con las pérdidas españolas. Y los esclavos de nuestra compañía que habían sido

destacados como sanitarios no tardarían mucho en l egar, bien para vendar las heridas de los guerreros a

los que se pudiera reanimar o para hundir una hoja de cuchil o que pusiera fin a sus penas en el cuerpo de

aquel os que se encontraban más al á de la ayuda que pudiera prestarles cualquier tícitl.

Pero lo que me retuvo principalmente en el escenario fue que los yaquis también se habían quedado, y

todos y cada uno de aquel os hombres estaba serrando con vigor en la cabeza de un cadáver español,

utilizando para el o el cuchil o que el soldado solía l evar al cinto cuando todavía estaba vivo. Cuando un

guerrero había cortado un círculo en la piel alrededor de la cabeza, desde la nuca, pasando por encima de

las orejas y de las cejas hasta l egar otra vez a la parte de atrás, a la nuca, sólo tenía que dar un súbito y

fuerte tirón y el cabel o, el cuero cabel udo y la piel de la frente se rasgaban y se desprendían, dejando al