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cadáver coronado con sólo un amasijo en carne viva que rezumaba sangre. Luego, los yaquis se

precipitaban hacia otro cadáver y repetían la misma operación. Sin embargo, había algunos de los

españoles que habían caído al suelo que todavía no estaban muertos. Y éstos gritaban, gemían o se

convulsionaban cuando se producía el tirón, y en estos casos la pulpa desnuda de la cabeza sangraba

profusamente.

Al tiempo que lanzaba maldiciones con vehemencia hice avanzar a mi cabal o por entre aquel a carnicería,

apaleando a los guerreros yaquis con la parte plana de mi espada, señalando con el a en dirección a la

ciudad y gritándoles órdenes. Los guerreros yaquis se echaron atrás y comenzaron a gruñir en aquel feo

lenguaje suyo; supuse que tenían la costumbre de recoger las cabel eras del enemigo mientras los

cadáveres estaban todavía calientes, pues así resultaban fáciles de desprender. Pero hice todo lo que pude

para darles a entender, mediante gestos, que más adelante habría muchas cabel eras más, las suficientes

para adornar la falda de cada yaqui; lancé algunas maldiciones más y los apremié mediante gestos a que

avanzasen. Así lo hicieron, todavía gruñendo, aunque al principio avanzaban con lentitud, pero luego

echaron a correr como si de pronto se les hubiera ocurrido que otros de nuestro ejército pudieran estar ya

recogiendo las cabel eras de mejor calidad de la gente de la ciudad.

No me fue difícil seguir a los hombres que me habían precedido, porque parecía que habían ido sembrando

estragos por todas partes. Cualquier cal e por la que yo fuese, cualquier cruce por el que girase, por todas

partes yacían cadáveres, a medio vestir, ensangrentados, atravesados, acuchil ados o completamente

mutilados, despatarrados sobre los guijarros de las cal es o tendidos en el umbral de sus propios hogares.

Los residentes de algunas de aquel as casas no habían tenido tiempo de escapar, pero yo adivinaba que

había cuerpos dentro por la abundante sangre que se veía fluir por las puertas abiertas. Sólo en una

ocasión me tropecé con una persona blanca con vida en aquel as cal es asoladas. Se trataba de un hombre

que no l evaba puesto nada más que la ropa interior; sangraba por una herida que tenía en el cuel o y que

no había logrado matarle, y se me acercó corriendo, voceando como enloquecido. Sostenía en las manos,

sujetas por el pelo, tres cabezas cercenadas: una era de mujer, las otras dos se veían más pequeñas. No

parecía posible que esperase que yo pudiera entender su español, pero lo que voceaba, una y otra vez,

era:

-¡Estas cosas eran mi mujer y mis hijos!

No dije nada en respuesta, sino que piadosamente utilicé mi espada para enviarlo a reunirse con el os en el

otro mundo cristiano, cualquiera que fuese, adonde habían ido.

Al rato alcancé a los guerreros de a pie, yaquis y aztecas entremezclados, que entraban y salían a toda

prisa de las casas o perseguían a los que huían por cal es y cal ejones. Me complació ver que obedecían

mis instrucciones, o por lo menos tanto como yo esperaba que hicieran. A aquel os habitantes de Tonalá

que tenían la piel del mismo color que nosotros, o más oscura, se los dejaba en paz. Los yaquis ya no

perdían el tiempo en cortar cabel eras, sino que dejaban tirados los cadáveres mientras iban a matar más.

Sin embargo, mis instrucciones, aunque sólo fuera en un aspecto, no se estaban teniendo en cuenta, y era

en una cuestión que no me preocupaba demasiado. Yo había ordenado que se dejase con vida a las

mujeres blancas durante algún tiempo, pero los guerreros conservaban, y las conducían en manada delante

de el os, sólo a las mujeres y a las muchachas más lindas. Estas, desde luego, eran fáciles de distinguir,

porque pocas habían l evado encima alguna ropa, y ahora las habían desnudado del todo. Así que a las de

carnes fláccidas, a las flacas u obesas, a las mujeres viejas y arrugadas y a aquel as niñas que eran

demasiado jóvenes para tener el sexo definido se las estaba masacrando junto con sus padres, sus

maridos, sus hermanos y sus hijos.

A mis hombres ya no les sobraba aliento para lanzar gritos de guerra, sino que hacían aquel a selección y la

matanza consiguiente en silencio. Desde luego las víctimas no permanecían cal adas. Toda mujer blanca

viva suplicaba en voz alta, rezaba, gritaba, maldecía o l oraba; y lo mismo hacían los hombres, las viejas y

los niños, en la medida que podían. Los mismos sonidos de desesperación se oían procedentes de todas

direcciones... y también l egaban otros ruidos: el de las puertas al astil arse mientras se las forzaba; el de

algún ocasional estal ido de un arcabuz propiedad del amo de alguna casa cuando descargaba su único e

inútil proyectil; el de los continuos golpes y estal idos al azar, ahora ya no lejanos, de las granadas de

nuestras mujeres purepes, y el que producía alguna persona, heroicamente alocada, que se había puesto a

tañir la campana de la iglesia de la ciudad en un intento frenético, patético y tardío de dar la alarma. Volví mi

cabal o en la dirección de donde procedía el sonido de aquel a campana, pues sabía que tenía que provenir

del centro de la ciudad. A lo largo del camino hacia al í vi, además de a mis guerreros, que trabajaban

enérgicamente, y a sus víctimas, muchas casas, tiendas de comerciantes y tal eres que anteriormente

habían sido edificios bien construidos e incluso hermosos, pero que ahora no eran más que ruinas; estaban

irreparablemente hechos añicos o totalmente arrasados, y se veía bien a las claras que aquel o había sido

obra de las granadas de nuestras mujeres. En estos lugares había aún más cadáveres que se hacían

visibles entre los escombros, pero estaban tan destrozados y hechos jirones que difícilmente podrían

proporcionar cabel eras intactas para los yaquis. Me encontraba contemplando una casa muy hermosa que

había justo delante de mi, con toda seguridad la morada de algún alto dignatario español, y preguntándome

por qué no habría sido demolida, cuando oí un apremiante grito de aviso en la lengua poré:

-¡Ten cuidado, mi señor!

Detuve bruscamente mi cabal o.

Un instante después aquel a casa se abombó ante mí como los mofletes de un músico que toca una de

esas flautas de jarra l amadas "aguas de gorjeo", pero no hizo un sonido tan dulce. El ruido que produjo se

pareció más al del tambor l amado "tambor que arranca el corazón". Tuve un violento sobresalto, mi cabal o

se espantó y estuve a punto de caerme. La casa quedó envuelta en una tormentosa nube de humo, y

aunque estaba construida de forma demasiado sólida como para volar en pedazos, las puertas, postigos,

pedazos de muebles y otros contenidos inidentificables salieron disparados en esquirlas como los

relámpagos salen de esa nube tormentosa. Quiso la casualidad que a mi cabal o y a mí sólo nos alcanzase

un fragmento a cada uno, y no nos hicieron daño, pues se trataba de pedazos de carne de alguna persona.

Cuando dejaron de caer cosas alrededor, la mujer emergió del cercano cal ejón donde se había puesto a

cubierto. Se trataba de Mariposa, que venía transportando un saco de cuero lacio y fumándose un poquietl.

-Veo que haces un trabajo excelente -le dije-. Gracias por el aviso.

-Eran mis dos últimas granadas -repuso Mariposa mientras agitaba la bolsa para demostrármelo.

De la bolsa cayó un puñado de poquieltin enrol ados en junco. Me dio uno, lo encendí con el de el a y