-Pues deseo que escribas algo para mí. Pero usa otro papel diferente.
-Desde luego, mi señor. Pero concédeme un momento para prepararme. Los materiales están secos.
-Mientras esperamos, Nocheztli -le dije a éste-, ve a buscar a ese sacerdote de la iglesia. Está ahí fuera, en
algún lugar entre la multitud, en compañía de nuestro iyac Pozonali. Tráeme aquí al sacerdote.
Mientras tanto la muchacha había colocado la pluma manchada del escriba a un lado, había sacado una
nueva del tarro y había utilizado el afilador de plumas para hacerle punta con habilidad; escupió con
delicadeza dentro del tintero, lo removió con la pluma nueva y por último dijo:
-Estoy preparada, mi señor. ¿Qué quieres que escriba?
Miré por la ventana y me quedé meditando brevemente. El día estaba ya oscureciendo, los fuegos eran
más numerosos y las l amas alcanzaban mayor altura; toda Tonalá estaría pronto en l amas. Me volví hacia
la muchacha y le dicté sólo unas cuantas palabras; lo hice con la suficiente lentitud para que el a hubiera
terminado de escribir casi al mismo tiempo que yo dejaba de hablar. Me acerqué y me incliné por encima de
su hombro, colocando el papel del escriba y el de el a uno al lado del otro. Naturalmente, yo no entendía
nada de ninguno de los dos, pero pude distinguir que la escritura de la muchacha era más clara y más
rotunda que las líneas de araña del escriba.
-¿Te lo leo otra vez, mi señor? -me preguntó tímidamente la muchacha.
-No. Aquí está el sacerdote. Que lo lea él. -Señalé el papel-. Padre, ¿puedes leer también esta escritura?
-Claro que puedo -repitió él, en esta ocasión con impaciencia-. Pero tiene poco sentido. Lo único que dice
es: "Todavía puedo verlo arder."
-Gracias, padre. Eso es lo que tenía que decir. Muy bien, muchacha. Ahora coge ese documento inacabado
y añade estas palabras al mismo: "No he hecho más que empezar" Luego escribe mi nombre, Juan
Británico. Y después añade mi verdadero nombre. ¿Sabes también hacer las palabras en imágenes de
náhuatl?
-No, mi señor, lo siento.
-Pues entonces ponlo en la escritura española lo mejor que puedas. Téotl-Tenamaxtzin.
La muchacha así lo hizo, aunque no con tanta rapidez, pues tuvo mucho cuidado de hacerlo todo lo
correcto y comprensible que pudo. Cuando hubo terminado sopló sobre el papel para secarlo antes de
dármelo. Se lo entregué al sacerdote y le pregunté.
-¿Todavía puedes leerlo?
El papel le temblaba entre los dedos y la voz le sonaba poco firme.
-Al muy ilustre... etcétera, etcétera. No he hecho más que empezar. Firmado, Juan Británico. Luego ese otro
nombre espantoso. Puedo distinguirlo, si, pero no sé pronunciarlo bien.
Hizo ademán de devolvérmelo, pero le dije:
-Quédate con el papel, padre. Era para el virrey. Y sigue siéndolo. Si encuentras a algún hombre blanco
vivo que pueda servir de mensajero, cuando lo encuentres haz que le entregue esto al muy ilustre
Mendoza, en la Ciudad de México. Hasta entonces limítate simplemente a enseñárselo a los demás
españoles que vengan hacia aquí.
El sacerdote salió, con el papel aún temblándole en la mano, y Pozonali se fue con él. A Nocheztli le
comenté:
-Ayuda a la muchacha a recoger y a atar este papel y los materiales de escribir para guardarlos a salvo. Les
voy a dar otro uso. Y a ti también, niña. Eres lista y obediente y lo has hecho extraordinariamente bien hoy
aquí. ¿Cómo te l amas?
-Verónica -dijiste tú.
30
Cuando abandonamos Tonalá la ciudad era un desierto humeante y en rescoldos, despoblada excepto por
el sacerdote y los pocos esclavos que habían elegido quedarse, y sólo los dos edificios de piedra quedaban
en pie y de una pieza. Cuando nos marchamos, nuestros guerreros tenían un aspecto muy l amativo, por no
decir ridículo. Los yaquis iban tan profusamente engalanados con faldas de cabel eras que cada hombre
parecía ir caminando sumergido hasta la cintura entre un montículo de cabel o humano ensangrentado. Las
mujeres purepes se habían apropiado de los vestidos más finos, sedas, terciopelos y brocados, de las
difuntas señoras españolas, de manera que (aunque algunas por ignorancia se habían puesto los vestidos
con la parte de delante hacia atrás) componían un enjambre de l amativo colorido. Muchos de los
arcabuceros y de los guerreros aztecas l evaban ahora corazas de acero encima de la armadura de
algodón acolchado. Desdeñaron hacerse con las botas altas del enemigo o con los cascos de acero, pero el
pil aje también había alcanzado el guardarropa de las mujeres españolas, por lo que ahora l evaban en la
cabeza lujosos gorros adornados con plumas y elaboradas mantil as de encaje. Todos nuestros hombres y
mujeres l evaban además balas y bultos fruto del saqueo: toda clase de cosas, desde jamones, quesos y
bolsas de monedas hasta esas armas que Uno había l amado alabardas, que son una combinación de
lanza, gancho y hacha. Nuestros sanitarios iban detrás para apoyar a aquel os de nuestros hombres que
habían resultado heridos de menos gravedad, y doce o catorce hombres conducían por las riendas a los
cabal os capturados, con riendas y ensil ados, sobre los cuales cabalgaban o iban colocados los heridos
que no podían caminar.
Cuando l egamos de regreso a nuestro campamento, se condujo a aquel os guerreros heridos a nuestros
ticiltin, que eran varios porque la mayoría de las tribus que componían nuestro ejército habían l evado
consigo por lo menos un médico nativo. Incluso los yaquis lo habían hecho así, pero como sus tíciltin lo
único que hubieran podido hacer para socorrer a los heridos habría sido poco más que cánticos
enmascarados, brincos y traqueteos de carraca, ordené que las bajas yaquis fueran también atendidas por
los médicos más ilustrados de otras tribus. Como habían hecho antes y harían siempre, los yaquis se
pusieron a gruñir con enojo por mi falta de respeto a sus sagradas tradiciones, pero como insistí con
firmeza tuvieron que ceder.
Esta no fue la única disensión que yo descubriría cuando mis fuerzas se congregaron de nuevo. Los
hombres y las mujeres que habían participado en la toma de Tonalá quisieron quedarse para si con todo el
botín que habían recogido al í, y se mostraron muy enfurruñados cuando ordené que los bienes se
distribuyeran, de la forma más equitativa posible, entre todo el ejército y también los esclavos. Pero ese
reparto forzoso no satisfizo al resto de la tropa que no había participado en la toma de la ciudad. Aunque
estaban al corriente desde el principio de los motivos que yo tenía para emplear en aquel a batal a sólo una
parte de las fuerzas de que disponía, parecía que ahora nos echaran en cara el éxito obtenido. Mascul aban
malhumorados que yo había sido injusto al dejarlos atrás, y que había mostrado una preferencia indebida
hacia mis "favoritos". Puedo jurar que incluso dejaron entrever que sentían envidia de las heridas que los
guerreros "favorecidos" habían traído a su regreso, y eso no había manera de que yo pudiera repartirlo
entre todos. Hice lo que pude con tal de apaciguar a los descontentos: les prometí que habría muchas más
batal as y victorias como aquél a, que, con el tiempo, todos los contingentes acabarían por tener la
oportunidad de adquirir gloria, botín y heridas.., e incluso de morir de alguna manera que complaciera a los