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dioses. Pero exactamente igual que yo había aprendido mucho tiempo atrás que ser Uey-Tecutli no era

oficio fácil, ahora estaba aprendiendo que ser el líder de un ejército vasto y conglomerado no era más fácil.

Decreté que todos permaneceríamos en nuestro campamento actual mientras yo meditaba a dónde l evar el

ejército y dónde utilizarlo a continuación. Tenía varias razones para querer permanecer durante algún

tiempo donde estábamos. Una era dejar que las mujeres purepes fabricasen otra provisión considerable de

granadas de arcil a, porque habían resultado muy efectivas en Tonalá. Y como ahora teníamos un

apreciable número de cabal os, quería que hubiese más hombres que aprendieran a montarlos. Además,

como habíamos perdido a muchos de nuestros mejores arcabuceros, en parte por culpa mía, quería que los

demás tuvieran la oportunidad de practicar con nuestro arsenal de esas armas, ahora bastante numeroso, y

de aprender a utilizarlas del modo en que el difunto Uno me había recomendado.

Así que delegué en el cabal ero Nocheztli la mayoría de las responsabilidades rutinarias del mando, lo que

me alivió de tener que vérmelas con las pequeñas quejas, peticiones, querel as y demás exasperaciones

por el estilo y me permitió utilizar mi tiempo y poner mi atención en aquel as cosas que sólo yo podía

supervisar y ordenar en persona. La más importante de todas era un proyecto que yo deseaba comenzar

mientras todavía estuviéramos cómodamente acampados. Por eso es por lo que un día te mandé l amar,

Verónica.

Cuando estuviste de pie ante mí, con expresión alerta y atenta pero recatada, con las manos detrás de la

espalda, te dije lo que les había dicho a muchos otros antes:

-Tengo intención de quitarles de nuevo este Unico Mundo a esos indeseados conquistadores y opresores

españoles que lo ocupan ahora. -Hiciste un gesto de asentimiento y yo continué hablando-: Triunfemos o

fracasemos en este empeño, puede ser que en algún momento en el futuro los historiadores del Unico

Mundo se alegren de disponer de un relato verdadero de los acontecimientos de la guerra de Tenamaxtzin.

Tú sabes escribir y dispones de los materiales para hacerlo. Me gustaría empezar a poner por escrito lo que

puede que sea el único registro de esta rebelión que exista en el futuro. ¿Crees que puedes hacerlo?

-Haré lo que esté en mi mano, mi señor.

-Ahora bien, tú sólo presenciaste la conclusión de la batal a de Tonalá. Te relataré las circunstancias e

incidentes que condujeron a el a. Esto lo podemos hacer tú y yo sin prisas mientras estemos acampados

aquí, lo que nos permitirá, a mí poner en orden en mi cabeza la secuencia de los hechos, a ti acostumbrarte

a escribir a mi dictado y a ambos revisar y enmendar cualquier error que pueda cometerse.

-Tengo la suerte de poseer una memoria retentiva, mi señor. Creo que no cometeremos muchos errores.

-Esperemos que no. No obstante, no siempre nos permitiremos el lujo de sentarnos juntos mientras yo

hablo y tú escuchas. Este ejército tiene incontables largas carreras que recorrer, incontables enemigos a los

que enfrentarse, incontables batal as que librar. Yo desearía tenerlos todos el os registrados por escrito: las

marchas, los enemigos, las batal as, los resultados. Como tengo que encabezar la marcha, encontrar a los

enemigos y moverme en la primera línea de todas las batal as, está claro que no puedo permanecer

siempre describiéndote lo que ocurre. Mucho de el o tendrás que verlo con tus propios ojos.

-También poseo buena vista, mi señor.

-Elegiré un cabal o para ti, te enseñaré a montarlo y te tendré siempre a mi lado... excepto en el fragor de la

batal a, en ese momento permanecerás a una distancia segura. De ese modo verás muchas cosas sólo

desde lejos. Debes tratar de comprender lo que estás viendo y luego tratar de relatarlo de manera

coherente. Rara vez tendrás largos intervalos para sentarte con pluma y papel. Rara vez tendrás siquiera

dónde sentarte. Así que debes idear alguna manera de hacer anotaciones rápidas, en el momento o a la

carrera, que más tarde puedas redactar cuando, como ahora, estemos acampados durante algún tiempo.

-Puedo hacer eso, mi señor. En realidad...

-Déjame terminar, muchacha. Estaba a punto de sugerir que utilices un método que emplean desde hace

mucho tiempo los mercaderes pochtecas viajantes para l evar sus cuentas. Se cogen hojas de parra

silvestre y...

-Y se araña en el as con una ramita afilada. Las marcas blancas son tan duraderas como la tinta en el

papel. Perdona, mi señor, ya lo sabía. En realidad es lo que he estado haciendo, aquí y ahora, mientras tú

hablabas.

Sacaste las manos de detrás de la espalda y en el as sostenías algunas hojas de parra y una ramita. Las

hojas tenían distintos arañazos diminutos que habías hecho sin siquiera mirar lo que hacías.

Bastante asombrado, te pregunté:

-¿Puedes descifrar esas marcas? ¿Puedes repetir algunas de las palabras que he pronunciado?

-Las marcas, mi señor, son sólo para refrescarme la memoria. Nadie más podría interpretarlas. Y no

pretendo haber conservado todas tus palabras, pero...

-Demuéstramelo, muchacha. Léeme algo de la conversación que estamos manteniendo. -Alargué la mano

e indiqué una de las hojas al azar-. ¿Qué se dijo ahí?

Sólo te l evó un momento de estudio.

-"En algún momento en el futuro, los historiadores del Unico Mundo se alegrarán de disponer..."

-¡Por Huitzli! -exclamé-. Esto es algo maravil oso. Tú eres algo maravil oso. Sólo he conocido otro escriba

en mi vida, un clérigo español. Él no era ni mucho menos tan diestro como tú, y eso que era un hombre que

se acercaba a la mediana edad. ¿Cuántos años tienes, Verónica?

-Creo que tengo diez u once años, mi señor. Pero no estoy segura.

-¿De verdad? Por la madurez de tus formas, y aún más por el refinamiento que se pone de manifiesto en tu

manera de hablar, habría creído que eras tres o cuatro años mayor. ¿Cómo es que estás tan bien educada

a tan temprana edad?

-Mi madre fue a la escuela de la Iglesia y se crió en un convento. El a se ocupó de enseñarme desde mis

primeros años. Y justo antes de morir, me colocó a mí en ese mismo convento de monjas.

-Eso explica tu nombre, entonces. Pero si tu madre era una esclava, no pudo ser una criada mora común y

corriente.

-Era mulata, mi señor -me explicaste sin ningún apuro-. A el a le desagradaba hablar mucho de sus

progenitores... o de los míos. Pero los niños, desde luego, pueden adivinar gran parte de lo que no se dice.

Deduje que su madre debió de ser una negra y su padre un español próspero de posición bastante elevada,

y así pudo pagar para mandar a su hija bastarda a la escuela. En lo que se refiere a mi propio padre, mi

madre se mostró tan reservada que nunca he podido hacer conjeturas.

-Sólo he visto tu cara -le dije-. Déjame ver el resto de ti. Desnúdate para que te vea, Verónica.

Tardaste muy poco en hacerlo, porque sólo l evabas puesta una túnica de estilo español muy fina, casi

gastada, que te l egaba por el tobil o.

-Una vez me describieron todas las distinciones y grados de los linajes mezclados -le expliqué-. Pero no

tengo experiencia en juzgarlo a simple vista; sólo conocí a una muchacha que era, creo, producto de una

madre blanca y de un padre negro. En cuanto a ti, Verónica, yo diría que la sangre mora de tu abuela sólo

se muestra en tus pechos ya brotados, en los pezones oscuros y en el ya incipiente penacho de vel o