noche.
Si así fue, los perseguidores no l egaron a darnos alcance. Tres días después, días de terrible dolor para mi,
y yo no era el peor de los heridos, l egamos de nuevo a Miztóapan, nos abrimos paso por entre el laberinto
de barrancos (perdiéndonos a menudo, puesto que no teníamos al experto cabal ero Pixqui para guiarnos) y
por fin, debilitados por la sed, el hambre, la fatiga y la pérdida de sangre, volvimos a encontrar nuestro val e.
Ni siquiera he tratado de contar los supervivientes de la batal a de Manantiales Calientes, aunque
probablemente podría hacerlo sin siquiera garabatear las banderitas y puntos de números. Varios de los
que lograron l egar hasta aquí han muerto a causa de las heridas, pues no hay tíciltin para atenderlos.
Todos nuestros ticiltin, como otros cientos de cientos de los nuestros, yacen muertos al á, en Manantiales
Calientes. Un tícitl yaqui que sigue vivo y aún está con nosotros se ofreció generosamente a venir para
danzar y cantar ante mi, pero antes preferiría yo condenarme a Mictían que someterme a esa clase de
médico. Así que mi herida se ha ido infectando poco a poco, se ha vuelto verde y ha comenzado a rezumar
pus. Ardo de fiebre, luego tirito de frío y entro y salgo del delirio, como me ocurrió en aquel a ocasión en la
acali en el mar Occidental.
Verónica me ha atendido fielmente y con ternura lo mejor que ha podido; me ha aplicado en la herida
compresas calientes, diversas savias de árboles y jugos de cactus que los viejos del campamento
recomiendan como curativos, pero no parece que esas cosas hagan ningún bien visible.
Durante uno de mis períodos de lucidez, me preguntaste, Verónica:
-¿Qué hacemos ahora, mi señor?
Tratando de parecer valiente y optimista, dije:
-Nos quedaremos aquí lamiéndonos las heridas. Poco más podemos hacer, y por lo menos aquí estamos a
salvo de ataques enemigos. Ni siquiera puedo planear otras acciones hasta que esté curado de esta
maldita herida. Luego ya veremos. Mientras tanto, he estado pensando que tu crónica de lo que los
españoles l aman la guerra de Mixton empezó cuando devastamos Tonalá. Se me ocurre que los futuros
historiadores del Unico Mundo quizá se beneficien si yo relato y tú escribes hechos anteriores que
expliquen cómo empezó todo esto. ¿Sería poner a prueba tu paciencia, querida Verónica, si te contase
prácticamente toda mi vida?
-Desde luego que no, mi señor. No sólo estoy aquí para servirte, sino que me interesaría muchísimo...
poder oír la historia de tu vida.
Me quedé meditando durante un rato. ¿Cómo empezar por el principio? Luego sonreí tanto como fui capaz
y continué:
-Me parece, Verónica, que ya te dicté, hace mucho, la frase que abre esta crónica.
-Yo también lo creo así, mi señor. La guardé y todavía la tengo aquí.
Te pusiste a revolver entre tus papeles, sacaste uno y lo leíste en voz alta.
-"Todavía puedo verlo arder."
-Sí -convine; y suspiré-. Querida niña inteligente, procedamos a partir de ahí.
Y durante no sé cuántos días sucesivos, aunque a veces yo deliraba o me quedaba mudo a causa del dolor,
te relaté todo lo que hasta ahora has escrito. Finalmente te dije:
-Te he dicho todo lo que puedo recordar, incluso conversaciones y cosas sin importancia. Sin embargo,
supongo que es un relato con los huesos desnudos.
-No, mi querido señor. Sin que tú lo supieras, siempre, desde que estamos juntos, he ido tomando notas de
los más insignificantes comentarios que hacías y de mis propias observaciones de ti, de tu carácter y de tu
naturaleza. Porque, a decir verdad, yo te amaba, mi señor, incluso antes de saber que eras mi padre. Con
tu permiso, me gustaría intercalar esas observaciones mías en la crónica. Eso añadirá carne a los huesos
desnudos.
-Cómo no, querida mía. Tú eres la cronista y sabes muy bien lo que haces. De cualquier modo, ahora sabes
todo lo que hay que saber, y todo lo que cualquier historiador necesitará saber. -Hice una pausa y luego
continué diciendo-: También sabes que tienes una prima cercana en Aztlán. Si alguna vez l ego a
recuperarme de esta fiebre y de esta debilidad, te l evaré al í, y Améyatzin te dará una cálida bienvenida. A
Pozonali y a ti. Espero de veras, querida niña, que te cases con ese muchacho. Los dioses le han
conservado la vida en esta última batal a, y de verdad creo que se la salvaron precisamente para ti. -La
cabeza se me iba y yo empezaba a divagar, pero añadí-: Después de Aztlán quizá podamos ir más
adelante... a las Islas de las Mujeres. Al í fui feliz...
-Te está entrando sueño, señor padre. Y has gastado mucha energía hablando durante todos estos días.
Creo que ahora deberías descansar.
-Sí. Déjame decir sólo una cosa más; y, por favor, ponía al final de tu crónica. La guerra de Mixton está
perdida, y justamente. Nunca debí empezarla. Desde el día de la ejecución de tu abuelo Mixtli les he
guardado rencor y me he resistido a que haya extranjeros entre nosotros. Pero a lo largo de mi vida he
conocido y admirado a muchos de esos extranjeros: al blanco Alonso, al negro Esteban, al padre Quiroga, a
Rebeca, tu madre mulata, y finalmente a ti, querida hija, en quien se mezclan tantas sangres diferentes.
Ahora me doy cuenta... y lo acepto, incluso estoy orgul oso, de que tu preciosa cara, Verónica, es la nueva
cara del Unico Mundo. A ti y a tus hijos e hijas y al Unico Mundo, os deseo todas las cosas buenas.
Mi padre murió aquel a noche mientras dormía. Yo estaba al lado de su jergón y le puse la sábana de seda
por encima del rostro. Está en paz, espero que en la gloria, en el más al á que alguno de sus dioses tiene
para los guerreros. Lo que ha de ser del resto de nosotros, no lo sé.
VERONICA TENAMAXTZIN DE POZONALI
(Estilo: escrito a mano con elegante caligrafía femenina.)
Impreso en Tal eres Gráficos
LIBERDUPLEX, 8. L.
Constitución, 19
08014 Barcelona.
Fin
Document Outline
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32