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compañeros de juegos ni los niños vecinos me dijeron nada cruel al respecto. Y en casa, Yeyac, Améyatl y

yo vivíamos juntos en amistad y armonía, más como hermanastros que como primos. O así fue, debería

decir, hasta cierto día.

4

Yeyac tenía entonces catorce años y yo siete, acababan de ponerme el nombre y justo empezaba a asistir a

la escuela. Ya estábamos viviendo en el espléndido palacio nuevo, y todos nosotros, los jóvenes, nos

sentíamos en la gloria por tener cada uno nuestro propio dormitorio, porque así guardábamos separadas

celosa e infantilmente nuestras intimidades. De manera que me sorprendí muchísimo cuando un día,

aproximadamente a la hora del crepúsculo, Yeyac entró en mi habitación sin que nadie le invitase y sin

pedir permiso. Casualmente nos encontrábamos los dos solos en el edificio, excepto los sirvientes que

pudieran estar trabajando en la cocina o en algún otro lugar de la planta baja, porque nuestros mayores,

Mixtzin y Cuicani, habían ido a la plaza central de la ciudad para ver a Améyatl, que participaba en una

danza pública en la que actuaban todas las muchachas de la Casa de Aprender Modales.

De hecho, lo que me sorprendió fue que Yeyac entró sin hacer ruido mientras yo estaba de espaldas a la

puerta de la habitación, así que ni siquiera me enteré de que estuviera al í hasta que me metió la mano por

debajo del manto, entre las piernas, y, como si estuviera sopesándolos, hizo botar con mucha suavidad mi

tepuli y mi ololtin. Tan sobresaltado como si un cangrejo se me hubiera metido por debajo del manto

batiendo las pinzas, di un prodigioso salto en el aire. Luego me di la vuelta con gran rapidez y me quedé,

desconcertado e incrédulo, mirando a Yeyac. Mi primo no sólo había quebrantado mi intimidad, sino que

además me había manoseado mis partes íntimas.

-¡Ayya, quisquil oso, quisquil oso! -me dijo en tono medio de burla-. Todavía sigues siendo un niño pequeño,

¿eh?

-No me había dado cuenta... no había oído... -farful é.

-No te indignes tanto, primo. Sólo estaba comparando.

-¿Haciendo qué? -le pregunté completamente perplejo.

-Yo diría que el mío era igual de canijo que el tuyo cuando yo tenía tu misma edad. ¿Te gustaría, primito,

tener lo que yo tengo ahora?

Se levantó el manto, se aflojó el taparrabos máxtíatl y de al í emergió -saltó hacia adelante, mejor dicho- un

tepuli como ningún otro que yo hubiera podido ver hasta entonces. No es que hubiera visto muchos, sólo

aquel os que se ponían a la vista cuando mis compañeros de juegos y yo correteábamos desnudos por el

lago. El de Yeyac era mucho más largo, más grueso, estaba erecto y congestionado y tenía un color casi

rojo bril ante en la bulbosa punta. Bueno, su nombre completo era Yeyac-Chichiquili, Flecha Larga, me

recordé a mi mismo, así que quizá el viejo vidente que otorgaba los nombres realmente había sido un

adivino en este caso. Pero el tepuli de Yeyac parecía tan abultado y enojado que le pregunté,

comprensivamente: -¿Te duele?

Se echó a reír muy fuerte.

-Sólo tiene hambre -me contestó-. Así es como se supone que debe estar un hombre, Tenamaxtli. Cuanto

más grande, mejor. ¿No te gustaría tener uno igual?

-Bueno... -dije titubeante-. Espero tenerlo. Cuando l egue a tu edad. Cuando sea como tú.

-Ah, ya; pero deberías empezar a ejercitarlo ahora, primo, porque mejora y se agranda cuanto más se

utiliza. Y de ese modo puedes estar seguro de que tendrás un órgano impresionante cuando seas un

hombre adulto.

-¿Utilizarlo cómo?

-Yo te enseñaré -me indicó-. Empuña el mío.

Y me cogió la mano y me la puso al í, pero yo la retiré bruscamente y le dije en tono severo:

-Ya le has oído decir al sacerdote que no debemos jugar con esas partes de nuestro cuerpo. Tú asistes a la

misma clase de limpieza que yo en la Casa de Aprender Modales. (Yeyac era uno de aquel os muchachos

mayores que habían tenido que empezar su educación junto con nosotros, los que éramos pequeños de

verdad, en el nivel más elemental. Y ahora, aunque hacia ya un año que l evaba el máxtíatl, todavía no

estaba cualificado para ir a un calmécac.)

-¡Modales! -bufó con desprecio-. Realmente eres un inocente. El sacerdote nos advierte en contra de

darnos placer a nosotros mismos sólo porque espera que alguna vez le demos placer a él.

-¿Placer? -repetí más confundido que nunca.

¡Pues claro que el tepuli es para el placer, imbécil! ¿Te pensabas que sólo es para hacer aguas?

-Eso es lo único que ha hecho el mío desde siempre -le dije.

-Ya te lo he dicho -me explicó Yeyac con impaciencia-. Yo te enseñaré a obtener placer con él. Observa.

Coge el mío con tu mano y hazle esto.

Estaba frotándose vivamente el suyo; lo apretaba y movía la mano arriba y abajo a todo lo largo de su

tepuli. Luego lo soltó, me abrazó contra si y cerró mi mano alrededor de aquel o, aunque mi mano apenas si

podía abarcárselo en todo su perímetro.

Me puse a imitar lo mejor que pude lo que él había estado haciendo. Yeyac cerró los ojos, la cara se le puso

casi tan colorada como el bulbo de su tepuli y la respiración se le hizo rápida y superficial. Transcurrido un

rato sin que ocurriera nada más, le indiqué:

-Esto es muy aburrido.

-Y tú eres muy torpe -me dijo mi primo con voz temblorosa-. ¡Más fuerte, muchacho! Y más de prisa! Y no

vuelvas a interrumpir mi concentración.

-Esto resulta extremadamente aburrido -le repetí al cabo de otro buen rato-. ¿Y cómo se supone que

haciendo esto conseguiré un beneficio para el mío?

-¡Pochéoa! -gruñó, lo cual es una palabra medianamente sucia-. Muy bien. Los ejercitaremos a ambos a la

vez. -Me dejó retirar la mano, pero con la suya reanudó el frotamiento de su tepuli-. Túmbate aquí, en tu

jergón. Levántate el manto.

Obedecí y él se tumbó a mi lado, pero en sentido opuesto; es decir, con la cabeza cerca de mi entrepierna y

mi cabeza cerca de la suya.

-Ahora -me explicó sin dejar de frotarse vigorosamente- coge el mío con la boca... así.

ante mi asombro e incredulidad, hizo exactamente eso con mi pequeña cosa. Pero yo le dije con

vehemencia:

- Puedes estar seguro de que no lo haré. Conozco tus bromas, Yeyac. Te harás aguas en mi boca.

Hizo un ruido parecido a un rugido en un ataque de frustración, aunque sin soltarme el tepuli, que Yeyac

tenía en la boca, ni romper el ritmo de la mano con la que se frotaba el suyo, muy cerca de mi cara. Durante

un momento temí que estuviera tan enfadado como para morderme la cosa y arrancármela. Pero lo único

que hizo fue mantener los labios apretados alrededor de mi tepuli, chupar y menear la lengua por todas

partes. Confieso que noté sensaciones que no fueron del todo desagradables. Incluso daba la impresión de

que Yeyac tuviera razón, que mi pequeño órgano realmente se estuviera alargando a causa de aquel as

atenciones. Sin embargo, no se puso tieso como el suyo, sólo se dejaba manipular, y no duró lo bastante

como para que yo no me aburriera de nuevo. Porque de repente todo el cuerpo de Yeyac se convulsionó,

abrió la boca para meterse en el a todo mi saco de ololtin y sorbió con fuerza aquel as partes mías. Luego,

de su tepuli salió un torrente de materia blanca, líquida pero espesa, como jarabe de leche de coco, que me

salpicó la cabeza.

Ahora fui yo quien lanzó un rugido, pero de asco, y comencé a limpiarme frenéticamente aquel a sustancia

pegajosa que me manchaba el pelo, las cejas, las pestañas y las mejil as. Yeyac rodó sobre sí mismo para