apartarse mí y, cuando pudo dejar de jadear y recobró el aliento, dijo:
-Ayya, deja de comportarte como un niño tímido. Eso es sólo omicetl. Es el chorro de omicetl lo que te da
tan sublime placer. Además, el omícetl es lo que crea los bebés.
-¡Yo no quiero bebés! -grité mientras me limpiaba aún con más desesperación.
-¡Primo tonto! El omicetl sólo les hace eso a las mujeres. Cuando se intercambia entre hombres es una
expresión de afecto profundo y pasión mutua.
-Yo no te tengo afecto, Yeyac, ya no.
-Venga -dijo con voz mimosa-. Con el tiempo aprenderás a que te gusten nuestros juegos juntos. Los
anhelarás.
-No. Los sacerdotes tienen razón al prohibir ese juego. Y tío Mixtzin rara vez está de acuerdo con ningún
sacerdote, pero apuesto a que lo estaría si yo le contase esto.
-Ayya... quisquil oso, quisquil oso -repitió Yeyac, aunque esta vez sin jovialidad.
-No temas. No se lo diré. Eres mi primo y no me gustaría ver cómo te azotan. Pero no vuelvas nunca más a
tocarme las partes ni a enseñarme las tuyas. Haz tus ejercicios en otra parte. Y ahora besa la tierra por el o.
Con aire decepcionado y malhumorado, se agachó lentamente para tocar con un dedo el suelo de piedra y
l evárselo luego a los labios, el gesto formal que significaba que lo juraba.
Y mantuvo aquel a promesa. Nunca más intentó acariciarme, ni siquiera permitió que yo lo viera, excepto
cuando estaba completamente vestido. Era evidente que había encontrado a otros muchachos que no eran,
como yo, remisos a aprender lo que les enseñaba, porque cuando el guerrero mexícati que estaba a cargo
de nuestra Casa de Acumular Fuerza asignó estudiantes para el tedioso deber de montar guardia en
lugares remotos, me fijé en que Yeyac y tres o cuatro muchachos de distintas edades siempre estaban
ansiosos por dar un paso adelante. Y puede que Yeyac tuviera razón en lo que dijo acerca de los
sacerdotes. Había uno que, cada vez que quería que le l evasen algo a su habitación, siempre pedía que lo
hiciera precisamente Yeyac, y a continuación no se los volvía a ver a ninguno de los dos durante un buen
rato.
Pero yo no utilicé aquel o contra Yeyac, ni guardé ningún resentimiento contra él a causa de la conducta
que había tenido conmigo. Es cierto que las relaciones entre los dos estuvieron contenidas durante algún
tiempo, pero luego, poco a poco, se fueron relajando hasta quedar en mera frialdad y quizá en una cortesía
excesiva. Con el tiempo, yo por lo menos me olvidé casi por completo de aquel episodio... hasta que
mucho, mucho más tarde, ocurrió algo que me hizo recordarlo. Y mientras tanto mi tepuli creció por su
cuenta, sin requerir ayuda exterior, a medida que fueron pasando los años.
Durante aquel os años nosotros los aztecas nos fuimos acostumbrando al concurrido panteón de dioses
que los mexícas habían traído consigo y a los que habían levantado templos. Nuestra gente empezó a
participar en los ritos de este o aquel dios; al principio creo que sólo para mostrar cortesía y respeto hacia
los mexicas que ahora residían entre nosotros. Pero con el tiempo dio la impresión de que nuestros aztecas
hal aron que algo... no sé, ¿seguridad, inspiración, solaz?, derivaba del hecho de compartir el culto de
aquel os dioses, incluso de alguno de los que de otro modo habríamos encontrado repulsivos, como de
Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y de Chalchihuitlicué, la diosa del agua, que tenía cara de rana. Las
muchachas núbiles le rezaban a Xochiquetzal, la diosa del amor y de las flores de los mexicas, a fin de
encontrar un joven que fuera un buen partido para casarse con él. Nuestros pescadores, antes de hacerse
a la mar, además de pronunciar sus oraciones acostumbradas a Coyolxauqui para conseguir una pesca
abundante, también le rezaban a Ehécatl, el dios del viento de los mexicas, para que no se levantara contra
el os una galerna.
No se esperaba de ninguna persona, como se espera de los cristianos, que limitase su devoción a ningún
dios en particular. Ni se castigaba a la gente, como la castigan los cristianos, si transfería su fidelidad a
capricho de una deidad a otra, o si la repartía imparcialmente entre varias de el as. La mayor parte de
nuestra gente todavía reservaba su más sincera adoración por la que durante mucho tiempo había sido
nuestra diosa patrona. Pero no veían daño alguno en dedicar parte de esa adoración, además, a las
deidades mexicas, en parte porque aquel os dioses y diosas nuevos les proporcionaban muchas
festividades, ceremonias impresionantes y motivos para danzas y canciones. La gente no se arredraba
demasiado por el hecho de que muchas de aquel as deidades exigieran compensación en forma de
corazones y sangre humanos.
Nosotros nunca, durante aquel os años, entablamos guerras para proveernos de prisioneros que inmolar en
sacrificio. Pero, cosa sorprendente, nunca faltaron personas, tanto aztecas como mexicas, que se
ofrecieran voluntarias para morir y así nutrir y complacer a los dioses. Aquél as eran las personas a las que
sus sacerdotes convencían de que, si se limitaban a repantigarse y se esperaban a morir de viejos de
cualquier manera común y corriente, se arriesgaban a sumergirse al instante en las profundidades de
Mictían, el Lugar Oscuro, para sufrir al í después de la muerte una vida eterna privada de deleite, diversión,
sensaciones, incluso hasta de la tristeza; una vida después de la muerte de absoluta nada. Por el contrarío,
afirmaban los sacerdotes, cualquiera que se sometiese a lo que l amaban la Muerte Floral, al instante sería
l evado por el aire a los elevados dominios de Tonatiuh, el dios del sol, para gozar al í de una dichosa vida
eterna.
Por eso numerosos esclavos se ofrecían a los sacerdotes para que los sacrificaran a cualquier dios (a los
esclavos les daba lo mismo) creyendo que así mejoraría su suerte. Pero tan flagrante credulidad no se
limitaba a los esclavos. Algunos jóvenes libres se ofrecían para ser ejecutados, después de lo cual les
desol arían el cuerpo hasta despojarlo de toda la piel, y esa piel la vestiría un sacerdote para imitar y honrar
a Xipe Totec, el dios de la siembra. Algunas jóvenes doncel as libres se ofrecían para que les arrancasen el
corazón y representar así la agonía de Tetoinan, la diosa madre, al dar a luz a Centéotl, el dios del maíz.
Algunos padres incluso ofrecían a sus niños de corta edad para que los asfixiasen como sacrificio a Tláloc,
el dios de la l uvia.
Yo, por mi parte, nunca me sentí inclinado lo más mínimo a la autoinmolación. Sin duda influido por mi
irreverente tío Mixtzin, nunca me importó demasiado ningún dios, y mucho menos los sacerdotes. A los
sacerdotes dedicados a las deidades mexicas de importación los encontraba especialmente detestables,
porque, como señal de su alta categoría, se practicaban diversas mutilaciones en el cuerpo y, lo que es
peor, nunca se lavaban y ni tampoco lavaban sus prendas de vestir. Durante algún tiempo después de
l egar a Aztlán habían vestido ropa tosca de trabajo y, como todos los demás trabajadores, se lavaban
después de cada jornada de trabajo duro. Pero después, cuando se les excusó de formar parte de los
equipos de trabajo y se vistieron con sus túnicas sacerdotales, nunca se dieron ni siquiera un remojón en el
lago, no digamos ya hacerse una buena purificación en una cabaña de vapor, por lo que muy pronto se
hicieron repulsivamente asquerosos y el aire que había a su alrededor se volvió casi visiblemente fétido. Si