yo, y sus pezones se notaban tan poco como los míos. Pero tras superar aquel momento de hechizo, me
apresuré a responder:
-No. Yo no lo soy. Yeyac vino una vez y me agarró. Como has hecho tú. Pero lo rechacé. No tengo el menor
interés en la manera de hacer el amor cuilonyoti.
A mi prima se le iluminó la cara, sonrió y dijo:
-Pues entonces vamos a practicar la manera correcta de hacer el amor.
Y dejó que la falda cayera al suelo.
-¿La manera correcta? -repetí como un loro-. Pero de esa manera es como se hacen los niños.
-Sólo si se quiere -me corrigió Améyatl-. ¿Crees que soy una niña? Soy una mujer crecida y he aprendido
de otras mujeres adultas cómo evitar el embarazo. A diario tomo una dosis de raíz de tlatlaohuéhuetl en
polvo.
Yo no tenía ni idea de qué pudiera ser aquel o, pero creí en su palabra. Sin embargo -lo que también fue un
mérito por mi parte, creo yo- probé un nuevo argumento:
- Tú querrás casarte algún día, Améyatl. Y querrás desposar a un pili de tu propio rango. Y él esperar que
seas virgen. -Mi voz fue subiendo de tono hasta convertirse de nuevo en un graznido, mientras mi prima
empezaba lentamente, de forma casi atormentadora, a quitarse la prenda tochómitl de fieltro que le
envolvía los lomos-. Me han dicho que una hembra, después de una sola vez de haber hecho el amor, ya
no es virgen, y que ese hecho se pone de manifiesto la noche de bodas. Y en ese caso podrías
considerarte muy afortunada si te aceptase como esposa aunque fuera un...
Améyatl suspiró como si la exasperase mucho aquel as nerviosas divagaciones mías.
-Ya te he dicho, Tenamaxtli, que me han enseñado otras mujeres. Si es que alguna vez l ego a tener una
noche de bodas, estaré preparada para el o. Hay un unguento astringente que me puede poner el himen
más tirante que a una virgen de ocho años. Y hay cierta clase de huevo de paloma que puedo insertar
dentro de mí sin que mi marido se percate de el o, y que se romper en el momento oportuno.
Mi voz volvió a ponerse ronca cuando dije:
-Ciertamente parece que lo has considerado mucho antes de invitarme a...
-Ayya, ¿quieres cal arte? ¿Es que me tienes miedo? Deja ya de decir imbecilidades, primo idiota, y ven
aquí!
Y se acostó de espaldas en mi jergón y tiró de mí hacia abajo para atraerme a su lado. Me rendí por
completo.
Me percaté de que había hablado de veras al decir que aquel a parte de su cuerpo también era diferente.
En las ocasiones anteriores en que yo la había visto desnuda, al í, en la entrepierna, sólo había una
pequeña y apenas definida grieta. El tipili ahora era bastante más que una grieta, y en su interior había
maravil as. Maravil as.
Estoy seguro de que cualquiera que observase nuestros torpes e inexpertos manejos, incluso un cuilontli
desprovisto de todo interés, habría acabado vencido por la risa. Con voz insegura, que iba temblando de
tono en tono, desde el de la flauta de junco hasta el de la trompa de caracola o el tambor de tortuga, no
dejé de tartamudear necedades como: "¿Es ésta la manera correcta? ¿Preferirías que hiciera esto... o
esto? ¿Qué hago con esto?" Améyatl, con más calma, decía cosas como: "Si lo abres suavemente con los
dedos, como si fuera la concha de una ostra, te encontraras con una perla muy pequeña, mi xacapilé..." Y
ya sin calma alguna: "Si! Ahí! Ayyo, sí!" Y desde luego, al cabo de un rato abandonó toda calma, yo ya no
me sentí nervioso y los dos comenzamos a emitir ruidos inarticulados de éxtasis y deleite.
Lo que mejor recuerdo acerca de aquel a copulación y de las que siguieron a aquél a, es lo bien que
Patzcatl-Améyatl encarnaba su nombre. Significa Fuente de Jugo, y cuando nos acostábamos juntos eso es
lo que era. He conocido a muchas mujeres desde entonces, pero no he encontrado ninguna que fuera tan
copiosa en jugos. Aquel a primera vez, con sólo tocarla ya empezó su tipili a exudar ese transparente pero
lubricante fluido. Pronto los dos estuvimos, y también el jergón, resbaladizos y relucientes a causa de los
jugos. Cuando finalmente l egamos al acto de la penetración, la membrana chitoli que protegía la virginidad
de Améyatl cedió sin resistencia. Estaba virginalmente tensa, pero no hubo fuerza ni frustración en
absoluto. A mi tepuli lo acogieron aquel os jugos y se deslizó con facilidad hasta el interior. En posteriores
ocasiones Améyatl empezaba con su manantial nada más quitarse el tochómitl, y luego, más tarde, en
cuanto entraba en mi habitación. Y tiempo después había ocasiones en que, a pesar de estar los dos
completamente vestidos y en compañía de otros comportándonos con impecable propiedad, el a me
lanzaba una mirada que decía: "Te veo, Tenamaxtli... y estoy húmeda debajo de la ropa."
Por eso el día en que cumplí trece años me reí para mis adentros cuando el padre de Améyatl, mi tío, sin
elegancia pero con buenas intenciones, me ordenó que lo acompañase a la principal casa de auyanime de
Aztlán y eligió para mí a una auyanimi de primera calidad. Como yo era una espiga joven y presumida,
creía que ya sabia todo lo que un hombre podía saber acerca del acto de ahuilnema con una hembra. Bien,
pronto descubrí, con deleite, con varios momentos de auténtica sorpresa, e incluso de vez en cuando con
un ligero susto, que había muchísimas cosas que no sabía, cosas que a mi prima y a mí ni siquiera se nos
había ocurrido probar ni una vez.
Por ejemplo, me quedé brevemente desconcertado cuando la muchacha me hizo con la boca lo que yo
creía que sólo los varones cuilontli hacían entre el os, porque eso fue lo que intentó hacerme aquel a vez
Yeyac. Pero mi tepuli estaba más maduro ahora, y la muchacha me lo excitó con tanta destreza que estal é
con gloriosa gratificación. Luego me mostró cómo hacer lo mismo con su xacapili. Aprendí que aquel a perla
apenas visible, aunque es mucho más pequeña que el órgano de un hombre, puede igualmente introducirse
en la boca, acariciarse con la lengua y chuparse hasta que, el a sola, impele a la hembra a auténticas
convulsiones de gozo. Al aprender esto empecé a sospechar que ninguna mujer necesita en realidad a un
hombre, es decir, al tepuli de éste, puesto que otra mujer, o incluso un niño, podría proporcionarle esa clase
de gozo. Cuando se lo comenté, la muchacha se echó a reír, pero se mostró de acuerdo y me dijo que
hacer el amor entre mujeres se l ama patlachuia. Cuando a la mañana siguiente dejé a la muchacha y
regresé al palacio, Améyatl me estaba esperando con impaciencia; tiró de mí con urgencia y me l evó a un
lugar donde pudiéramos conversar en privado. Aunque el a sabia dónde había pasado yo la noche, y lo que
había estado haciendo, no estaba ni celosa ni disgustada. Justo lo contrario. Estaba casi temblando por
averiguar si yo había aprendido alguna travesura nueva, exótica o voluptuosa que pudiera enseñarle a el a.
Cuando sonreí y le dije que así era, ciertamente, Améyatl me hubiera arrastrado en aquel mismo instante a
su habitación o a la mía. Pero le rogué que me diera tiempo para recuperarme y revitalizar mis propios
jugos y energías. Mi prima se sintió bastante molesta por tener que esperar, pero le aseguré que el a podría
disfrutar mucho más de todas las nuevas cosas que aprendería cuando yo hubiera recuperado el vigor
necesario para enseñárselas.
Y así lo hizo, y lo mismo yo, y durante los cinco años siguientes más o menos continuamos disfrutando el
uno del otro en cualquier momento en que disponíamos de la suficiente intimidad. Nunca nos sorprendió