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nadie durante el acto, ni siquiera sospecharon de nosotros, que yo sepa, ni su padre, ni su hermano, ni mi

madre. Pero de hecho no estábamos realmente enamorados. Resultaba que, simplemente, cada uno era el

utensilio más conveniente y dispuesto para el otro. Igual que el día en que cumplí trece años, Améyatl

nunca dio muestras de disgusto o indignación las pocas veces en que seguramente se dio cuenta de que

yo había catado los encantos de alguna moza sirvienta o de alguna esclava. (Muy pocas veces, beso la

tierra por el o. Ninguna comparable a mi querida prima.) Y yo no me habría sentido traicionado si alguna vez

Améyatl hubiera hecho lo mismo. Pero sé que no lo hizo. El a, al fin y al cabo, era noble y no se hubiera

arriesgado a poner en peligro su reputación con nadie en quien no confiara como confiaba en mí.

Y tampoco se le rompió el corazón cuando, al cumplir veintiún años, Améyatl tuvo que abandonarme y

tomar marido. Como ocurre en la mayoría de los matrimonios entre jóvenes pípiltin, aquél fue concertado

por los padres, Mixtzin y Kévari, tíatocapil de Yakóreke, la comunidad más cercana a la nuestra hacia el

sur. Améyatl fue formalmente prometida para convertirse en la esposa de Kauri, el hijo de Kévari, que tenía

aproximadamente su misma edad. Resultó obvio para mi (y para Canaútli, nuestro Evocador de la Historia)

que mi tío estaba así haciendo una alianza entre nuestro pueblo y el de Yakóreke como un sutil paso hacia

la meta de convertir de nuevo a Aztlán -como lo había sido hacía mucho tiempo, en la capital de todos los

territorios y pueblos circundantes.

No sé si Améyatl y Kauri habían l egado a conocerse bien, por no decir a amarse, pero, en cualquier caso,

estaban obligados a obedecer los deseos de sus padres. Además Kauri era, en mi opinión, un compañero

pasablemente bien parecido y aceptable para mi prima, así que mi única emoción el día de la ceremonia

fue una ligera aprensión. Sin embargo, después de que el sacerdote de Xochiquetzal hubiera atado las

esquinas de sus respectivos mantos con el nudo nupcial, de que terminaran las festividades tradicionales y

de que la pareja se hubiera retirado a sus habitaciones, bel amente amuebladas, del palacio, ninguno de los

invitados a la boda oímos alboroto escandalizado que procediera de al í. Supuse, con alivio, que el

ungüento y el huevo de paloma introducido dentro de Améyatl, tal como prescribieran las alcahuetas

consejeras de mi prima años atrás, habían bastado para dejar a Kauri satisfecho y con el convencimiento

de que se había casado con una virgen sin mácula. Y sin duda el a le habría convencido del todo al mostrar

una virginal ineptitud en el acto que tan mañosamente había estado practicando durante aquel os años.

Améyatl y Kauri se casaron muy poco tiempo antes del día en que mi madre, Cuicani, mi tío Mixtzin y yo

partiéramos hacia la Ciudad de México. Y estimo que mi tío demostró perspicacia al nombrar para que

gobernasen en su lugar no a su hijo y presunto heredero, Yeyac, sino a su inteligente hija y al marido de

ésta. Pasaría mucho, mucho tiempo antes de que yo volviera a ver de nuevo a Améyatl, y fue en

circunstancias que ninguno de los dos hubiera ni remotamente imaginado cuando el a, aquel día, nos dijo

adiós con la mano a los viajeros.

5

Así que yo estaba de pie en lo que había sido el Corazón del Unico Mundo con los nudil os blancos a fuerza

de apretar el topacio que había pertenecido a mi difunto padre, con ojos fieros les exigí a mi tío y a mi

madre que hiciéramos algo para vengar la muerte de Mixtli. Mi madre, que estaba muy triste, se limitó a

hacer de nuevo ruido con la nariz. Pero Mixtzin me miró con comprensión mitigada por el escepticismo y me

preguntó con sarcasmo:

-¿Y qué podemos hacer nosotros, Tenamaxtli? ¿Incendiar la ciudad? Las piedras no prenden fácilmente. Y

sólo somos tres. La todopoderosa nación de los mexicas no fue capaz de resistir ante estos hombres

blancos. Bueno, ¿qué te gustaría que hiciéramos?

Me puse a tartamudear como tonto.

-Yo... yo... -Luego hice una pausa para poner en orden mis ideas y al cabo de un momento añadí-: Los

mexicas se vieron cogidos por sorpresa porque los invadió una gente de cuya existencia nunca antes se

había tenido noticia. Fue esa sorpresa y la confusión que siguió a el a lo que provocó la caída de los

mexicas. Simplemente no supieron ver la capacidad, la astucia y la avidez de conquista de los hombres

blancos. Pero ahora todo el Unico Mundo los conoce. Lo que todavía no sabemos es en qué aspecto los

españoles son más vulnerables. Deben de tener un punto débil en alguna parte, algún sitio donde se les

pueda dar un golpe bajo, donde se les pueda atacar y destripar.

Mixtzin hizo un gesto que abarcaba toda la ciudad a nuestro alrededor al tiempo que decía:

-¿Dónde está? Muéstramelo. Con alegría me uniré a ti en ese destripamiento. Tú y yo contra toda Nueva

España.

-Por favor, no te burles de mí, tío. Te cito un fragmento de uno de tus propios poemas. "Nunca perdones... y

al final tírate a la garganta." Los españoles seguramente tendrán un punto débil en alguna parte. Sólo hay

que averiguar cuál es.

-¿Y eso vas a hacerlo tú, sobrino? En estos últimos diez años ningún otro hombre de ninguna de las

naciones denotadas ha hal ado una sola grieta que penetrase en el blindaje español. ¿Cómo vas a hacerlo

tú?

-Pues por lo menos he hecho un amigo entre los enemigos. Ese que l aman notario y que habla nuestra

lengua me ha invitado a ir a hablar con él siempre que quiera. Quizá pueda sacarle alguna información de...

-Pues venga. Ve a hablar con él. Te esperaremos aquí.

-No, no -le dije yo-. Me costará mucho tiempo ganarme su confianza por completo, albergar esperanzas de

hacer algún descubrimiento útil. Te pido permiso, como tío y como Uey-Tecutli, para quedarme aquí, en esta

ciudad, durante todo el tiempo que necesite para conseguirlo.

-Ayya ouíya... -murmuró mi madre con aflicción.

Y Mixtzin se puso a frotarse de manera pensativa la barba. Finalmente me preguntó:

-¿Y dónde vivirás? ¿Y cómo lo harás? Los granos de cacao que tenemos en las bolsas sólo son

negociables en los mercados nativos. Para cualquier otra adquisición o pago, ya me han dicho que se

necesitan unas cosas l amadas monedas. Piezas de oro, plata y cobre. Tú no tienes y yo tampoco tengo

ninguna que dejarte.

-Buscaré algún trabajo que hacer, y me pagarán por el o. Quizá ese notario pueda ayudarme. Y además

recuerda que el tlatocapili Tototl dijo que dos de sus exploradores de Tépiz están todavía aquí, en alguna

parte. Ya deben de tener un techo sobre sus cabezas, y a lo mejor están dispuestos a compartirlo con un

antiguo vecino.

-Sí -asintió Mixtzin-. Si que me acuerdo de eso. Tototl me dijo cómo se l aman. Netzlin y su esposa Citlali.

Sí, si pudieras encontrarlos...

-Entonces, ¿puedo quedarme?

-Pero bueno, Tenamaxtli -gimoteó mi madre-, supón que tengas incluso que l egar a aceptar y adoptar las

costumbres de los hombres blancos...

Solté un bufido y dije:

-No es probable, tene. Aquí seré como el gusano en un fruto de coyacapuli. Haré que me alimente hasta

que él esté muerto.

Le preguntamos a unos transeúntes si había algún lugar donde pudiéramos pasar la noche, y uno de el os

nos envió hacia la Casa de los Pochtecas, algo así como una sala de reuniones y almacén para los