mercaderes que habían l evado sus mercancías a la ciudad y estaban de paso en el a. Pero había un
portero a la entrada, y con disculpas pero con firmeza se negó a dejarnos entrar.
-Este edificio está reservado para uso exclusivo de los pochtecas -nos dijo-, y es obvio que vosotros no lo
sois, puesto que no l eváis bultos ni traéis séquito de tamémimes como portadores.
-Lo único que buscamos es un sitio para dormir -le indicó el tío Mixtzin con un gruñido.
-La cosa es -explicó el portero- que la Casa de los Pochtecas original tenía casi el tamaño y grandeza de un
palacio, pero la demolieron, igual que hicieron con el resto de la ciudad. Esta que la sustituye es demasiado
pobre y pequeña comparada con aquél a. Y lo que sucede es, sencil amente, que no hay sitio para nadie
que no sea socio.
-Entonces, ¿dónde, en esta acogedora y hospitalaria ciudad, encuentran alojamiento los visitantes?
-Hay un establecimiento que los hombres blancos l aman mesón. Lo utiliza la Iglesia cristiana para albergar
y dar de comer a las personas indigentes o que están de paso. Se l ama Mesón de San José.
Y nos explicó cómo l egar hasta al í.
-¡Por Huitzli, otro de esos insignificantes santos suyos! dijo entre dientes mi tío, pero nos dirigimos al í.
El mesón era un edificio grande de adobe que funcionaba como anexo de un edificio mucho más grande y
consistente l amado Colegio de San José. más tarde me enteré de que la palabra colegio significa algo muy
parecido a nuestra calmécac, una escuela para estudiantes avanzados donde los que enseñan son
sacerdotes, aunque en este caso sacerdotes cristianos, naturalmente.
El mesón, como el colegio, estaba dirigido por unas personas que nosotros tomamos por sacerdotes, hasta
que algunos de los que l egaron al edificio nos dijeron que aquel os sólo eran frailes, un grado más humilde
del clero cristiano. Llegamos casi a la puesta del sol, justo cuando algunos de aquel os frailes estaban
sirviendo cucharones de comida que sacaban de cacerolas enormes y los ponían en cuencos que las
personas que hacían cola l evaban en la mano. La mayor parte de aquel as personas no estaban
manchados del viaje como nosotros, sino que eran habitantes de la propia ciudad que se veían harapientos
y tenían aspecto derrotado. Era evidente que eran tan pobres que dependían de los frailes para subsistir así
como para cobijarse, porque ninguno de el os hizo ademán ni ofrecimiento de pagar cuando le l enaron el
cuenco, y los frailes tampoco daban muestras de esperar que les pagasen.
Bajo tales circunstancias yo me esperaba que aquel a comida de caridad fuera algún tipo de gachas
baratas y que saciaran, como atoli. Pero, sorprendentemente, lo que nos echaron en nuestro cuenco era
sopa de pato caliente, muy sabrosa y espesa a causa de la carne. A cada uno de nosotros se nos entregó
una cosa con corteza marrón, caliente y en forma de globo. Miramos lo que los demás hacían con las
suyas, y vimos que se las comían a bocados y las usaban para mojar en la sopa, igual que nosotros
habíamos hecho siempre con nuestro tláxcaltin plano, delgado y circular.
-A nuestro tláxcaltin de harina de maíz los españoles lo l aman tortil as -nos explicó un hombre muy delgado
que había estado haciendo cola con nosotros-. Y a este pan suyo lo l aman bolil o. Se hace de harina, de
una que se saca de una especie de hierba que l aman trigo; lo consideran superior a nuestro maíz y crece
en lugares donde el maíz no puede hacerlo.
-Sea lo que sea -comentó mi madre con timidez-, está bastante bueno.
Con razón lo había dicho con tanta timidez, porque tío Mixtzin le contestó al instante con brusquedad:
-¡Hermana Cuicani, no deseo oír ninguna palabra de aprobación sobre nada que tenga que ver con esta
gente blanca!
El hombre flaco nos dijo que se l amaba Pochotl y se sentó con nosotros mientras cenábamos; a lo largo de
la cena continuó informándonos amablemente.
-Debe de ser que los españoles tienen sólo unos cuantos patos canijos en su tierra, porque aquí devoran
patos con preferencia a cualquier otra carne. Desde luego, en nuestros lagos hay verdaderas multitudes de
estas aves, y los españoles poseen unos métodos extraños, aunque eficaces, de matarlos... -Hizo una
pausa, se quedó escuchando y levantó una mano-. Ahí lo tenéis. ¿Habéis oído eso? Es a la hora del
crepúsculo cuando las bandadas vienen a refugiarse en el agua, y los cazadores de aves españoles las
matan a cientos cada noche.
Habíamos oído varios estal idos de lo que hubieran podido ser truenos lejanos; sonaron hacia el este y
continuaron resonando durante un rato.
-Por eso -continuó diciendo Pochotí- la carne de pato es tan abundante que incluso se puede utilizar para
dar de comer a los pobres. Yo, por mi parte, prefiero la carne de pitzome, pero no me puedo permitir el lujo
de comprarla.
-¡Nosotros tres no somos pobres! -dijo el tío Mixtzin con desprecio.
-Supongo que sois recién l egados. Pues quedaos un tiempo aquí.
-¿Qué es un pitzome? -le pregunté-. Nunca he oído esa palabra antes.
-Es un animal. Lo han traído los españoles, y los crían en gran número. Es muy parecido a nuestro jabalí,
pero es doméstico y mucho más gordo. Su carne, que el os l aman puerco, es tan tierna y sabrosa como el
anca humana bien cocinada. -Mi madre y yo hicimos una mueca de repulsión al oír aquel o, pero Pochotl no
se dio por enterado-. Verdaderamente es tan grande el parecido entre el pitzome y la carne humana que
muchos de nosotros somos de la opinión de que los españoles y esos animales deben de tener algún
parentesco de sangre, que los hombres blancos y sus pitzome propagan sus especies copulando entre
el os.
Ahora los frailes nos hacían señas para que desalojáramos la gran habitación, prácticamente sin muebles,
donde habíamos estado comiendo y nos hicieron subir por las escaleras que conducían a los dormitorios.
Que yo recuerde, era la primera vez que me iba a la cama sin bañarme, tomar vapor o, por lo menos, nadar
en el agua más cercana que tuviera a mi alcance. Arriba había dos grandes habitaciones separadas, una
para hombres y otra para mujeres, así que mi tío y yo fuimos en una dirección y mi madre en otra, el a con
cara triste porque la habían separado de nosotros.
-Espero verla sana y salva por la mañana -refunfuñó Mixtzin-. Y ya, espero verla como sea. Bien puede ser
que estos sacerdotes blancos tengan una regla según la cual dar de comer a una mujer les concede
derecho a usarla.
-Ahí abajo están dando de comer a mujeres bastante más jóvenes y más tentadoras que tene -le dije para
tranquilizarlo.
-Quién sabe los gustos que puedan tener esos extranjeros si, como ha dicho ese hombre, se piensa que
copulan incluso con cerdas. No me extrañaría nada en el os.
Aquel hombre, Pochotl, tan descarnado que contradecía su nombre, que significa cierto árbol muy
voluminoso, de nuevo se estaba reuniendo con nosotros; puso su jergón junto al mío y acto seguido
continuó obsequiándonos con más información sobre la Ciudad de México y sus amos españoles.
-Ésta -nos dijo- fue en otro tiempo una isla completamente rodeada por las aguas del lago Texcoco. Pero
ahora ese lago ha mermado tanto que la oril a más cercana se encuentra a toda una larga carrera al este
desde la ciudad, excepto por los canales que continuamente han de dragarse para proporcionar acceso a
los acaltin de carga. Las calzadas que enlazan la ciudad con tierra firme antes cruzaban grandes