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noticia que se estimase de interés para sus subgobernadores. Desde luego la noticia de aquel os intrusos

del otro lado del mar era cualquier cosa menos rutinaria. Causó no poca consternación y especulaciones

entre el Consejo de Portavoces de Aztlán.

-En los antiguos archivos de diversas naciones de nuestro Único Mundo -dijo el anciano Canaútli, nuestro

Evocador de la Historia, que casualmente también era el abuelo de mi tío y de mi madre- esta escrito que a

la Serpiente Emplumada, el en otro tiempo más grande de todos los monarcas, el Quetzalcóatl de los

toltecas (que con el tiempo fue venerado como el mayor de los dioses), se le describía con la piel muy

blanca y la cara barbuda.

-¿Acaso estás sugiriendo...? -intervino otro de los miembros del Consejo, un sacerdote de Huitzilopochtli,

nuestro dios de la guerra.

Pero Canaútli le hizo cal ar, como yo habría podido advertirle al sacerdote que ocurriría, pues sabía bien

cómo le gustaba hablar a mi bisabuelo.

-También está escrito que Quetzalcóatl abdicó de su gobierno de los toltecas a consecuencia de haber

hecho algo vergonzoso. Puede que su pueblo nunca lo hubiera sabido, pero él lo confesó todo. En estado

de embriaguez, después de haber abusado del octli, la bebida embriagadora, cometió el acto de ahuilnema

con su propia hermana. O, según dicen algunos, con su propia hija. Los toltecas adoraban tanto a la

Serpiente Emplumada que sin duda le hubieran perdonado su mala conducta, pero él no pudo perdonarse a

si mismo.

Varios de los consejeros asintieron solemnemente. Canaútli continuó hablando:

-Por eso construyó una balsa a la oril a del mar (unos dicen que la construyó con plumas entretejidas, otros

que la hizo con serpientes entrelazadas) y se fue flotando hacia el otro lado del mar Oriental. Sus súbditos

se postraron en la playa y comenzaron a lamentarse a voz en grito de su partida. Así que él les habló y les

aseguró que algún día, cuando hubiera hecho suficiente penitencia en el exilio, regresaría. Pero con el paso

de los años los toltecas se fueron extinguiendo poco a poco hasta desaparecer. Y a Quetzalcóatl no se le

ha vuelto a ver.

-¿Hasta ahora? -rugió el tío Mixtzin. Casi nunca demostraba un temperamento muy acalorado ni alegre, y la

noticia que había l evado el mensajero no era como para l enarlo de regocijo-. ¿Es eso lo que quieres decir,

Canaútli?

El anciano se encogió de hombros y dijo: -¿Aquin ixnentla?

-¿Quién sabe? -le hizo eco otro de los ancianos del Consejo-. Yo sé de eso, pues he sido pescador durante

mi vida de trabajo. Sería casi imposible hacer que una balsa se fuera flotando hasta el otro lado del mar.

Imposible hacerla pasar más al á de las olas grandes, de las olas largas y rizadas y del flujo hacia tierra que

forman las olas.

-Quizá no sea imposible para un dios -sugirió otro-. De todos modos, si la Serpiente Emplumada tuvo

grandes dificultades para hacerlo, parece que ha aprendido de la experiencia, si ahora ha viajado desde al í

con casas haladas.

-¿Y para qué habría de necesitar la Serpiente Emplumada más de uno de esos buques? -preguntó otro-. Se

marchó solo. Pero parece que regresa con una tripulación numerosa. O con pasajeros.

-Han transcurrido haces y haces de años desde que se marchó -dijo Canaútli-. Dondequiera que haya ido,

bien podría haberse casado con una esposa tras otra y haber así engendrado naciones enteras de

progenie.

-Si éste es realmente Quetzalcóatl que vuelve -intervino el sacerdote del dios de la guerra con una voz que

le temblaba ligeramente- ¿alguno de vosotros es consciente de los efectos que puede tener este hecho?

-Espero que haya muchos cambios, y para mejor -respondió mi tío, que encontraba cierto placer en

desconcertar a los sacerdotes-. La Serpiente Emplumada fue un dios apacible y beneficioso. Todas las

historias concuerdan: nunca antes de su época, ni después de la misma, el Único Mundo ha disfrutado de

tanta paz, felicidad y buena fortuna como entonces.

-Pero nuestros demás dioses quedarán relegados a una posición inferior, incluso sumidos en la oscuridad

-dijo el sacerdote de Huitzilopochtli al tiempo que se retorcía las manos-. Y eso es lo que nos ocurrira a

todos nosotros, los sacerdotes de los demás dioses. Se nos rebajara, caeremos más bajo que los más

bajos de los esclavos. Seremos depuestos... despedidos... desechados para que mendiguemos y muramos

de hambre.

-Tal como he dicho -gruñó mi irreverente tío-. Cambios para mejor.

Bien, el Uey-Tecutli Mixtzin y su Consejo de Portavoces pronto quedaron desengañados de cualquier idea

acerca de que los recién l egados trajeran consigo al dios Quetzalcóatl o fueran sus representantes.

Durante el año y medio siguiente más o menos, apenas pasó un mes sin que un mensajero veloz

procedente de Tenochtitlan trajera noticias cada vez más asombrosas y desconcertantes. Por uno de el os

supimos que los forasteros no eran más que hombres, no dioses ni de la progenie de los dioses, y que se

hacían l amar españoles o castel anos. Los dos nombres parecían ser intercambiables, pero el segundo era

para nosotros más fácil de transmutar al náhuatl, así que durante mucho tiempo todos nosotros nos

referíamos a los extranjeros como los caxtiltecas. Luego, el siguiente mensajero que l egó hasta nosotros

nos informaría de que los caxtiltecas se parecían a los dioses, por lo menos a los dioses de la guerra, en

que eran rapaces, feroces, despiadados y ávidos de conquista, porque ahora se estaban abriendo camino a

la fuerza hacia tierra adentro desde el mar Oriental.

Más tarde el siguiente mensajero nos informaría de que los caxtiltecas exhibían ciertamente atributos

divinos, o al menos mágicos, tanto en sus métodos como en sus armas de guerra, porque muchos de el os

cabalgaban montados en gigantescos ciervos machos sin cuernos, algunos blandían temibles tubos que

descargaban truenos y relámpagos y otros tenían flechas y lanzas cuyo extremo era de un metal que nunca

se doblaba ni se rompía, y todos el os l evaban armadura del mismo metal, armadura que resultaba

impenetrable para los proyectiles ordinarios.

Luego l egó un mensajero que l evaba puesto el manto blanco de luto y el pelo trenzado del modo que era

indicativo de malas noticias. La información que nos dio fue que los invasores habían ido derrotando tribu

tras tribu y nación tras nación en su avance hacia el oeste: los totonacas, los tepeyahuacas, los texcaltecas;

y luego habían engrosado sus propias filas con los guerreros nativos supervivientes. De modo que el

número de combatientes de que disponían no disminuía, sino que aumentaba continuamente a medida que

avanzaban. (Yo podría mencionar, desde mi ventajosa percepción retrospectiva, que muchos de aquel os

guerreros nativos no eran demasiado reacios a unirse a las fuerzas de los extranjeros, porque su propia

gente había estado pagando de mala gana y durante mucho tiempo tributos a Tenochtitlan, y ahora tenían

esperanzas de resarcirse contra los dominadores mexicas.

Por último l egó a Aztlán un mensajero veloz, con manto blanco y peinado que significaba malas noticias,

para decirnos que los hombres blancos caxtiltecas y sus aliados nativos ya se habían adentrado en el

propio Tenochtitlan, el corazón del Único Mundo, e, inconcebiblemente, por invitación personal del en otro

tiempo poderoso y ahora irresoluto Portavoz Venerado Moctezuma. Además, aquel os intrusos no sólo