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extensiones de aguas transparentes, las del lago, pero ahora, como podéis ver con vuestros propios ojos,

esas extensiones son de cualquier cosa menos de agua. Por entonces también los otros lagos estaban

comunicados con el lago Texcoco y entre sí. Y el efecto era que parecían un único y grandioso lago. Un

hombre podía ir remando en acali desde la isla de Zumpanco, situada al norte, hasta los jardines de flores

de Xochimilco, al sur, a unas veinte carreras largas, o a veinte leguas, como dirían los españoles. Ahora ese

mismo hombre tendría que avanzar penosamente por entre las amplias ciénagas que han separado a todos

esos lagos, que han encogido, entre sí. Algunos dicen que la culpa la tienen los árboles.

-¡Los árboles! -exclamó mi tío.

-Este val e está circundado por montañas que se ven en el horizonte. Todas esas montañas contenían

espesos bosques; casi se podría decir que estaban forradas de árboles antes de que l egasen los hombres

blancos.

Mixtzin pareció ir recordando lentamente.

-Sí... sí, tienes razón -dijo-. Me ha sorprendido mucho en esta visita observar que las montañas se ven más

marrones que verdes.

-Porque las han despojado de la mayor parte de los árboles -nos explicó Pochotí-. Los españoles los

cortaron para obtener madera, troncos y leña. Ciertamente, eso bien podría haber enojado a Chicomecóatl,

la diosa de las cosas verdes que crecen. Y quizá se haya vengado convenciendo al dios Tláloc para que

envíe su l uvia sólo de forma escasa y esporádica, como ha sucedido, y convenciendo también a Tonatiuh

para que abrase con más calor, como igualmente ha sucedido. Sea cual sea la razón, nuestros dioses del

clima se han estado comportando de un modo muy peculiar desde la l egada de las deidades crixtanóyotl.

-Perdóname, amigo Pochotl -le interrumpí intentando cambiar de tema-. Confío en encontrar empleo aquí,

no para hacer fortuna. Sólo busco un trabajo en el que me paguen lo suficiente para vivir. ¿Crees posible

que lo consiga?

Aquel hombre tan flaco me miró de arriba abajo.

-¿Tienes alguna habilidad especial, joven? ¿Sabes escribir el idioma de los hombres blancos? ¿Tienes

algún talento o arte? ¿Posees alguna habilidad artística?

-Nada de eso. No.

-Bien -concluyó Pochotl tristemente-. Entonces no estás en situación de rechazar los trabajos penosos:

como levantar bloques de piedra y cestos de mortero para los nuevos edificios; o trabajar como un esclavo

como porteador de tamemi o limpiar los canales sacando sedimentos, basura y excrementos. Si puedes o

no vivir de alguno de esos trabajos, depende, desde luego, de hasta qué punto seas capaz de vivir en la

escasez.

-Bueno -le dije yo tragando saliva-, en realidad me esperaba algo mas...

El tío Mixtzin me interrumpió.

-Amigo Pochotl, tú eres un hombre bien hablado. Asumo que tienes cierto grado de inteligencia, incluso

educación. Y está claro que no amas a los hombres blancos. ¿Por qué, entonces, subsistes de su caridad?

-Porque yo sí tengo habilidades -repuso Pochotl al tiempo que dejaba escapar un suspiro-. Yo era maestro

artesano del oro y la plata. Joyería delicada: col ares, brazaletes, aros para los labios, diademas, pulseras

para los tobil os.., cosas que los españoles no consideran de utilidad. Quieren el oro y la plata fundidos en

lingotes sin forma para enviárselos a su rey o para acuñar monedas toscas. ¡Bárbaros! Los otros metales

que manejan, los que el os denominan hierro, acero, cobre y bronce, se los confían a herreros musculosos

para que los forjen haciendo herraduras para cabal os, placas de armadura, espadas y cosas parecidas.

-¿Y tú no sabrías hacer eso? -quiso saber Mixtzin.

-Cualquier patán musculoso puede hacer eso. Pero considero que ese trabajo, propio de brazos fuertes, es

poco para mí. Y además no me gusta l enarme las manos de cal os y deformarme los dedos de artista.

Quizá algún día haya para el os algún trabajo decente que hacer.

Yo los escuchaba sólo a medias. Estaba sentado con las piernas cruzadas en mi jergón rancio, pues olía a

innumerables ocupantes anteriores que, sin duda alguna, no se lavaban, y meditaba sobre las nada

atrayentes carreras que aquel hombre tan delgado me había sugerido. Me había jurado a mí mismo que

haría cualquier cosa que los dioses requiriesen con tal de l evar adelante la venganza contra los hombres

blancos, y estaba dispuesto a mantener aquel juramento. La perspectiva de trabajo duro y mal pagado no

me asustaba. Pero el único propósito que me empujaba a quedarme en aquel a ciudad era buscar cualquier

punto débil que hubiera pasado inadvertido desde que los españoles dominaban el Unico Mundo, cualquier

grieta en el sistema de gobierno y control de Nueva España, cualquier inconsistencia en la supuestamente

infalible preparación contra toda clase de derrocamiento. Y parecía bastante improbable que yo pudiera

espiar con éxito si me pasaba la mayor parte del tiempo metido entre otros obreros en el fondo de un canal

o doblado bajo la cinta de transportar de un porteador tamemi. Bueno, quizá el notario Alonso de Molina

pudiera proporcionarme otro tipo de trabajo mejor donde yo tuviera más oportunidad de emplear los ojos,

los oídos y el instinto. Ahora Pochotl le estaba diciendo a mi tío:

-Los hombres blancos nos han traído varios alimentos nuevos y muy sabrosos. Su pol o, por ejemplo, da

una carne mucho más tierna y jugosa que nuestra ave huaxolomi, que es más grande y que el os l aman

gal ipavo. Y cultivan una caña de la que extraen un polvo l amado azúcar, mucho más dulce que la miel o

que el jarabe de coco. Y trajeron una clase de judía l amada haba, y otras hortalizas l amadas col,

alcachofa, lechuga y rábano. Buenos de comer para aquel os que pueden permitirse comprarlos o sigan

teniendo una parcela de tierra donde plantarlos. Pero yo creo que los españoles encontraron aquí muchas

más cosas nuevas para el os. Están extasiados con nuestros xitómatl, Chile, chocólatl y ahuácatl, que el os

dicen no existen en su Vieja España. Oh, y además están aprendiendo a obtener placer al fumar nuestro

picíetl.

Poco a poco me fui percatando de que se oían otras voces a mi alrededor en aquel a oscura habitación,

pues otras personas permanecían despiertas para conversar, como estaban haciendo Mixtzin y el hombre

delgado. La mayoría de las voces se oían en náhuatl, y no decían nada que me pareciera digno de

escucharse. Pero otras conversaciones tenían lugar en idiomas incomprensibles; quizá transmitieran toda la

sabiduría del mundo o los más profundos secretos de los dioses, pues yo no entendía nada. En aquel a

época yo no sabía diferenciar las nacionalidades de aquel os diversos hablantes. Pero después de pasar

unas cuantas noches más en la casa de huéspedes aprendería algo interesante: que casi todos los

hombres que había al í, excepto los nativos de la propia Ciudad de México, habían acudido a aquel Mesón

de San José desde algún lugar situado al norte de la ciudad, y a menudo de muy al norte.

El o obedecía a un motivo. Como he dicho, las naciones al sur, y también al este, de la Ciudad de México

habían sucumbido pronto a la conquista española, de modo que por aquel entonces ya se habían adaptado

bien a la presencia y al poder de los españoles en sus tratos sociales y comerciales con el os. Así que

cualquier visitante procedente del sur o del este sería un enviado, un mensajero veloz o un pochteca que

l evaba a la ciudad mercancías para vender o intercambiar o que iba al í a comprar mercancías importadas

de Vieja España. Esos visitantes, pues, se alojarían en la Casa de los Pochtecas, donde a nosotros tres se