nos había rechazado, o incluso serían huéspedes, cosa bastante probable, en alguna mansión o palacio de
algún español de alto rango.
Mientras tanto, los huéspedes menos favorecidos que había en aquel mesón procedían, excepto la gente
sin hogar de la ciudad, de las tierras del norte del Unico Mundo, todavía sin conquistar. Habían venido bien
como exploradores, como el tío Mixtzin, para tomarles las medidas a los hombres blancos y decidir cuál
podía ser el futuro de sus pueblos, o bien como aquel os otros exploradores, Netzlin y Citlali, con intención
de buscar un medio de vida entre los lujos de la ciudad de los hombres blancos. O quizá algunos, pensé yo,
hubieran venido a hacer ambas cosas, como el gusano del fruto de coyacapuli y yo, con la esperanza de
ahondar, horadar y ahuecar aquel a Nueva España desde dentro. Si había otros con intenciones igualmente
subversivas, tenía que encontrarlos y unirme a el os.
Los frailes nos despertaron a la salida del sol y nos enviaron de nuevo al piso de abajo. A mi tío y a mí nos
complació ver que mi madre había pasado la noche sin problema alguno, y a los tres nos satisfizo el que los
frailes l enaran nuestros cuencos de gachas de atoli para desayunar, e incluso nos dieron una taza de
chocólatl espumoso para cada persona. Evidentemente mi madre, como el tío Mixtzin, había pasado la
mayor parte de la noche despierta hablando con otras huéspedes, porque nos contó cosas con más
vivacidad de la que había mostrado durante el viaje:
Hay mujeres aquí que han servido a algunas de las mejores familias españolas, en algunas de las mejores
casas, y tienen cosas maravil osas que contar, especialmente de algunos tejidos nuevos que nunca se
habían conocido antes en el Unico Mundo. Hay un material que denominan lana y que se obtiene
esquilando a unos animales de piel rizada l amados ovejas, los cuales ahora se crían en grandes rebaños
en toda Nueva España. No tienen la piel como el fieltro, sino que se transforma en hilo, algo parecido a lo
que se hace con el algodón, y eso se teje hasta convertirlo en paño. Dicen que la lana puede l egar a
abrigar tanto como las pieles y se la puede teñir de colores tan vivos como si fueran plumas de quetzal.
¿Me sentí contento al ver que mi tene había encontrado novedades suficientes para borrar, o al menos para
atenuar, el recuerdo de lo que había visto el día anterior, pero mi tío no hizo más que gruñir mientras mi
madre parloteaba.
Eché un vistazo a mi alrededor por la sala comedor, intentando que no se notase mucho, mientras me
preguntaba cuáles de todas aquel as personas, si es que había alguna, podrían ser futuros aliados en
aquel a campaña mía de espiar y hacer maquinaciones. Bien, un poco más al á aquel hombre tan delgado
l amado Pochotl se inclinaba para engul ir su cuenco de atoli. Podría serme útil, puesto que era nativo de
aquel a ciudad y la conocía al detal e, aunque me resultaba imposible imaginármelo actuando cómo un
guerrero, si es que mi campaña l egaba alguna vez a eso. Y de los demás que se encontraban en la
estancia... ¿cuáles? Había niños, adultos y ancianos, varones y mujeres. Quizá decidiese reclutar a una o
varias de éstas, porque hay lugares a donde una mujer puede ir sin levantar sospechas y un hombre no.
-Y hay incluso otro de esos tejidos maravil osos del que hablan mucho -seguía explicando mi madre-. Se
l ama seda y dicen que es tan liviana como la tela de araña, aunque resulta bril ante a la vista, voluptuosa al
tacto y tan duradera como el cuero. Aquí no se fabrica; la traen de Vieja España. Y lo que es realmente
increíble es que dicen que el hilo lo hilan unos gusanos. Deben de referirse a alguna clase de araña.
-Confía en las mujeres para que se dejen engatusar por fruslerías y baratijas -refunfuñó el tío Mixtzin-. Si
este Unico Mundo fuera sólo de mujeres, los hombres blancos lo habrían obtenido sólo por una brazada de
chucherías, y nunca nadie hubiera levantado una arma contra el os.
-Vamos, hermano, eso no es así -dijo mi madre virtuosamente-. Yo detesto a los hombres blancos tanto
como tú, y tengo aún más motivos que tú para el o, pues me han dejado viuda. Pero puesto que el os han
traído esas curiosidades... y puesto que nosotros estamos aquí, donde pueden verse...
Como era de esperar, Mixtzin estal ó.
-En el nombre de la más completa oscuridad de Mictlan, Cuicani, ¿serías acaso capaz de meterte en tratos
con esos aborrecibles intrusos?
-Claro que no. -respondió mi madre. Y añadió, con ese sentido práctico que tienen las mujeres-: No
tenemos monedas para comerciar. No deseo adquirir ninguna de esas telas, sólo quiero verlas y tocarlas.
Sé que tienes mucha prisa por marcharte de esta ciudad l ena de extranjeros, pero no nos apartaremos
demasiado de nuestro camino si pasamos por el mercado y me dejas que curiosee un poco entre los
puestos.
Mi tío murmuró algo entre dientes, se resistió y gruñó, pero desde luego no iba a negarle a mi madre aquel
pequeño placer que nunca más volvería a estar a su alcance.
-Bueno, pues si tienes que perder el tiempo será mejor que nos pongamos en camino en este mismo
instante. Que te vaya bien, Tenamaxtli. -Me puso una mano en el hombro-. Ojalá que tu temeraria idea
tenga éxito. No obstante, deseo aún más que vuelvas a casa sano y salvo, y que no tardes mucho en
hacerlo.
La despedida de tene fue más prolongada y emotiva, con abrazos, besos, lágrimas y recomendaciones de
que me mantuviese sano, comiera alimentos nutritivos, me moviera con cautela entre aquel os
impredecibles hombres blancos y, sobre todo, que no tuviera nada que ver con mujeres blancas. Partieron
hacia el extremo norte de la ciudad, donde estaba situada la plaza en la que se celebraba el mayor y más
concurrido mercado de la ciudad. Y yo me dirigí hacia una plaza diferente, aquel a en la que el día anterior
habían quemado vivo a mi padre. Iba solo, pero no con las manos vacías; cuando salía del Mesón de San
José vi a la puerta del mismo, por la parte de afuera, una tinaja de arcil a vacía que al parecer nadie usaba
ni vigilaba. Así que me la cargué al hombro, como si estuviera acarreando agua o atoli para los obreros de
alguna cuadril a de construcción en cualquier parte. Fingía que pesaba mucho y por el o caminaba
lentamente, en parte porque así era como me imaginaba que caminaría un obrero mal pagado, pero
principalmente porque quería tomarme tiempo para examinar a conciencia a cada persona, cada lugar y
cada cosa con la que me cruzaba.
El día anterior me había sentido inclinado a mirar boquiabierto muchos aspectos de la ciudad, apreciando
cada escena de una sola mirada, por así decir: las amplias y largas avenidas bordeadas de inmensos
edificios de arquitectura extranjera, con aquel as fachadas de piedra o enlucidas con yeso y adornadas con
frisos esculpidos, l enos de recovecos complicados pero sin ningún significado, igual que los bordados con
que algunos de nuestros pueblos bordean sus mantos; y las cal es laterales, mucho más estrechas que las
otras, donde los edificios eran más pequeños, estaban muy apretados unos contra otros y cuya decoración
no era tan lujosa.
Aquel día decidí concentrarme en los detal es. De modo que me di cuenta de que los grandiosos edificios
cuyas fachadas daban a las avenidas y plazas abiertas eran en su mayoría lugares de trabajo para los
funcionarios del gobierno de Nueva España y sus numerosos subordinados, concejales, oficinistas,