edificio y contrafuertes a su alrededor, intentando por todos los medios de que se mantuviera levantada e
intacta por lo menos hasta que estuviera terminada. Y al mismo tiempo estaban dibujando los planos para
una catedral nueva, a la que dotaron con unos extensos cimientos subterráneos que el os esperaban
pudieran sostenerla, que habría de erigirse a cierta distancia de la anterior.
Yo no sabía nada de eso el día en que, con la tinaja vacía al hombro, crucé la inmensa plaza al lado de la
cual se alzaba la catedral. Puse la tinaja en el suelo junto a la enorme puerta principal a fin de parecer
menos un obrero itinerante y más un visitante estimable. Aguardé mientras varios hombres blancos con
túnicas clericales entraban y salían; me dirigí a cada uno de el os y les pregunté si yo podía entrar en el
templo. (Por entonces yo tampoco sabía nada de las reglas concernientes a entrar al í con respeto; por
ejemplo, si tenía que besar el suelo antes o después de pasar por la puerta.) Lo que en seguida se me hizo
evidente fue que ni uno solo de aquel os sacerdotes blancos, frailes o lo que quiera que fuesen, y eso que
algunos l evaban residiendo en Nueva España diez años, hablaba o entendía una sola palabra de náhuatl.
Y ninguna persona de nuestra gente que se hubiera convertido al Crixtanóyotl pasó por al í. Así que seguí
intentándolo, repitiendo las preguntas una y otra vez y pronunciando lo mejor que pude las palabras
"notario", "Alonso" y "Molina".
Finalmente uno de los hombres chasqueó los dedos al reconocer lo que yo le estaba preguntando y me
condujo a través del portón sin que ninguno de nosotros dos besase el suelo en ningún momento, aunque
él sí que hizo una especie de pequeña inclinación reverencial en cierto punto, y atravesamos el cavernoso
interior, recorrimos pasil os y corredores y subimos escaleras. Me fijé que dentro de la iglesia los
eclesiásticos se quitaban el sombrero; los l evaban muy variados, desde pequeños y redondos hasta
grandes y abultados, y cada uno de aquel os hombres tenía un círculo de cabel o afeitado en la coronil a de
la cabeza.
Mi guía se detuvo ante una puerta abierta y me hizo señal para que entrase, y en aquel a pequeña
habitación se encontraba sentado a una mesa el notario Alonso. Estaba fumando picíetl, pero no como lo
hacemos nosotros, con la hierba seca desmenuzada y enrol ada en un tubo de junco o de papel. Sostenía
entre los labios una cosa delgada, larga y rígida de arcil a blanca cuyo extremo más distante de la boca
estaba doblado hacia arriba; la había l enado de picíetl apretado, que ardía lentamente, y por el otro
extremo, más estrecho, inhalaba el humo.
El notario tenía ante sí uno de nuestros libros nativos de papel de corteza plegado y estaba copiando las
numerosas figuras de palabras de colores que al í había. Yo diría que lo estaba traduciendo, porque la copia
que estaba escribiendo en otro papel no era en figuras de palabras. Lo estaba haciendo con una pluma de
pato afilada que mojaba en un tanto de líquido negro, y luego garabateaba en su papel sólo líneas
onduladas de aquel único color, lo que ahora sé, desde luego, que es el estilo español de escribir. Terminó
una línea, levantó la vista y pareció complacido de verme, aunque titubeó un poco antes de recordar cómo
me l amaba.
-Ayyo, me alegro de volver a verte... er... cuatl...
-Tenamaxtli, cuatl Alonso.
-Cuatl Tenamaxtli, claro.
-Me dijiste que podía venir y hablar contigo de nuevo.
-Claro, no faltaría más, aunque no te esperaba tan pronto. ¿Qué puedo hacer por ti, hermano?
-Me gustaría que hicieras el favor de enseñarme a hablar y a entender español, hermano notario.
Me dirigió una larga mirada antes de preguntar: -¿Por qué?
-Tú eres el único español que habla mi lengua. Y me dijiste que el o te hace muy útil como persona que
sirve para comunicar a tu gente y a la mía. Quizá yo podría ser igualmente útil. Si ninguno de esos paisanos
tuyos puede aprender nuestro náhuatl...
-Oh, no soy el único que lo habla -me indicó-. Pero a los demás, a medida que lo hablan con fluidez, se los
destina a otras partes de la ciudad o a los confines de Nueva España.
-Entonces, ¿me enseñarás? -insistí-. O si tú no puedes hacerlo, quizá alguno de esos otros...
-Puedo y lo haré -me interrumpió-. No dispongo de tiempo para darte clases particulares, pero todos los
días doy una clase en el Colegio de San José. Es una escuela fundada sólo para educaros a vosotros, los
indios.. - para educar a tu gente. Y al í los sacerdotes maestros del colegio hablan un náhuatl cuando
menos pasable.
-Entonces estoy de suerte -dije complacido-. Da la casualidad de que me alojo en el mesón de los frailes
que hay al lado.
-Y todavía tienes más suerte, Tenamaxtli, pues justo ahora acaba de empezar una clase para principiantes.
Eso te hará más fácil el aprendizaje. Si haces el favor de estar en la puerta principal del colegio a la hora
prima...
-¿Prima? -le pregunté sin comprender.
-Oh, se me olvidaba. Bueno, no importa. Tan pronto como hayas desayunado, que será la hora de laudes,
limítate a estar en la puerta del colegio y espérame al í. Yo me ocuparé de que se te admita como es
debido, se te apunte en el colegio y se te diga cuándo y dónde serán tus clases.
-No podré agradecértelo lo bastante, cuatl Alonso.
Cogió la pluma de nuevo confiando en que me marchase,
pero al ver que yo me quedaba al í de pie, titubeando delante de la mesa, me preguntó:
-¿Querías algo más?
-Hoy he visto una cosa, hermano. ¿Puedes decirme lo que significa?
-¿Qué cosa?
-¿Puedo cogerte la pluma un momento? -Me la dio, y yo escribí con aquel líquido negro en el dorso de mi
mano (para no estropearle el papel) la figura "G"-. ¿Qué es esto, hermano?
Lo miró y me dijo:
-Ge.
-¿Ge?
-Es el nombre de una letra. La ge. Se trata de una letra mayúscula. Bueno, no hay ninguna palabra en
náhuatl para eso. Aprenderás esas cosas en las clases del colegio. La ge es una partícula del idioma
español, como la hache, la i, la jota, etcétera. ¿Dónde la has visto?
-Era la forma de la cicatriz que un hombre tenía en la cara. No sabría decir si era un corte o una
quemadura.
-Ah, sí... es la marca. -Frunció el entrecejo y desvió la mirada. Al parecer yo tenía la facultad de hacer que
cuatl Alonso se sintiera incómodo-. En ese caso es la inicial de la palabra guerra. Guerra. Significa que ese
hombre fue prisionero de guerra y por eso ahora es un esclavo.
-Varios hombres l evaban esa marca. Y vi a otros... que l evaban otras. Volví a escribir en el dorso de la
mano las figuras "HC", "JZ" y quizá otras que ahora no recuerdo.
-Más letras iniciales -me explicó-. Hache ce, eso querrá decir marqués Hernán Cortés. Y jota zeta, eso sería
Su Excelencia el obispo Juan de Zumárraga.
-¿Eso son los nombres? ¿Marcan a los hombres con sus propios nombres?
-No, no. Son los nombres de sus dueños. Cuando un esclavo no es alguien que fuera hecho prisionero
durante la conquista de hace diez años, sino que sencil amente alguien lo ha comprado y ha pagado por él,
entonces el dueño lo marca, como si fuera un cabal o, para tener derecho permanente a poderlo reclamar
como suyo en cualquier momento. Ya ves.
-Si, ya veo -le dije-. ¿Y las esclavas? ¿También las marcan a el as?
-No siempre. -Ahora parecía sentirse incómodo de nuevo-. Si es una mujer joven y linda, su dueño quizá no