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quiera desfigurar su bel eza.

-Eso puedo entenderlo -comenté; y le devolví la pluma-. Gracias, cuatl Alonso. Ya me has enseñado

algunas cosas de la naturaleza española. Estoy muy impaciente por aprender la lengua.

6

Yo tenía intención de pedirle al notario Alonso otro favor: que me sugiriera algún trabajo que yo pudiera

hacer que me permitiera ganarme la vida. Pero cuando me habló del Colegio de San José, decidí al

instante no hacerle esa pregunta. Seguiría viviendo en el mesón durante tanto tiempo como me lo

permitieran los frailes. Estaba justo al lado de la escuela, y el hecho de no tener que trabajar para comer y

para pagarme el alojamiento me permitiría aprovecharme de toda clase de educación que el colegio pudiera

ofrecerme.

No viviría lujosamente, desde luego. Dos comidas al día, y no muy consistentes, eran apenas bastante para

sustentar a alguien de mi edad, vigor y apetito. Y además tendría que idear algún modo de mantenerme

limpio. En mi mochila de viaje sólo había traído dos mudas de ropa además de la que l evaba puesta; esa

ropa habría que lavarla por turnos. Y lo que era igual de importante, tendría que organizarme para lavarme

el cuerpo. Bueno, si podía encontrar a la pareja de Tépiz quizá el os me facilitasen el asunto de conseguir

agua caliente y jabón de amoli, aunque no tuvieran cabaña de vapor. Y mientras tanto yo tenía en la bolsa

una buena cantidad de granos de cacao. Por lo menos durante un tiempo podría comprar en los mercados

nativos todas aquel as cosas que me fueran indispensables, y de vez en cuando incluso algún bocado para

complementar la comida de caridad de los frailes.

-Puedes quedarte a residir aquí eternamente si lo deseas -me dijo Pochotl, el hombre flaco, a quien

encontré en el mesón cuando regresé al í, pues ambos nos habíamos puesto a la cola para la comida de la

noche-. A los frailes no les importa, lo más probable es que ni siquiera lo noten. A los hombres blancos les

gusta decir eso de que "no saben diferenciar a un asqueroso indio de otro". Yo l evo meses durmiendo aquí

y vengo a buscar comida dos veces al día desde que vendí los últimos gránulos de mi provisión de oro y

plata. Puede que no lo creas -añadió con tristeza-, pero en otro tiempo yo era admirablemente gordo.

-Y ahora, ¿a qué te dedicas durante el resto del día? -le pregunté.

-A veces, cuando me siento culpable de ser un parásito, me quedo aquí y ayudo a los frailes a limpiar las

vasijas de la cocina y la habitación donde duermen los hombres. Los dormitorios de las mujeres los limpian

unas monjas (que son frailes hembras), que vienen aquí desde lo que l aman Refugio de Santa Brígida.

Pero la mayoría de los días me limito a deambular por la ciudad recordando dónde estaban las cosas en las

épocas pasadas, o me dedico a mirar en los puestos del mercado las cosas que me gustaría comprar.

Haraganear, nada más que haraganear.

Poco a poco habíamos l egado hasta las perolas; un fraile nos había dado un bolil o a cada uno y nos

estaba l enando los cuencos otra vez con sopa de pato, cuando, igual que la tarde anterior, l egó el distante

retumbar del trueno proveniente del este.

-Ahí los tienes -me indicó Pochotí-. Otra vez están cazando patos. Esas aves son tan puntuales como las

descabel adas campanas de iglesia que marcan las divisiones del día y que nos aporrean los oídos. Pero,

ayya, no debemos quejarnos. Recibimos nuestra ración de pato.

Me dirigí al interior del edificio con el cuenco y el pan mientras pensaba que tendría que ir pronto al lado

este de la isla a la hora del crepúsculo para ver cuál era el método que los cazadores de aves españoles

empleaban para capturar los patos. Pochotl se reunió de nuevo conmigo y siguió hablándome:

-Te he confesado que soy un mendigo y un vago, pero ¿y tú, Tenamaxtli? Todavía eres joven y fuerte y me

da la impresión de que no te da miedo el trabajo. ¿Por qué piensas quedarte aquí entre nosotros, pobres

desechos?

Señalé hacia el colegio de al lado.

-Voy a asistir a clases al í, con la intención de aprender a hablar español.

-¿Y para qué demonios quieres tú hablar español? -me preguntó con cierta sorpresa-. Si ni siquiera hablas

náhuatl demasiado bien.

-No el náhuatl moderno que se habla en esta ciudad, eso es cierto. Mi tío me explicó que nosotros los de

Aztlán hablamos el idioma tal como se hablaba hace mucho tiempo. Pero todo el mundo que he conocido

aquí me entiende, y yo también a el os. Tú, por ejemplo. Además es posible que hayas notado que muchos

de nuestros colegas, los otros huéspedes, en especial aquel os que proceden de las tierras de los

chichimecas, muy lejos al norte, hablan varios dialectos diferentes de náhuatl, pero el os se entienden entre

sí sin grandes dificultades.

-¡Arrgh! ¿Y a quién le interesa lo que hablen las Personas Perros?

-Ahí estás equivocado, cuatl Pochotl. He oído a muchos mexicas l amar Personas Perros a los

chichimecas... y a los teochichimecas Personas Perros Salvajes.., y a los zacachichimecas Personas

Perros Rabiosos. Pero están equivocados. Esos nombres no derivan de chichine, palabra que significa

perro, sino de chichíltic, que significa rojo. Esas personas son de muchas naciones y tribus diferentes, pero

cuando se l aman a sí mismos colectivamente chichimecas lo único que quieren decir es que son de piel

roja, lo cual es lo mismo que decir parientes de todos nosotros, los del Unico Mundo.

-Desde luego no son semejantes a mí, gracias -dijo Pochotl con un bufido-. Son una gente ignorante, sucia

y cruel.

-Porque viven su vida en el cruel desierto de las tierras del norte.

Pochotl se encogió de hombros.

-Si tú lo dices. Pero ¿por qué deseas tú aprender el idioma de los españoles?

-Pues para poder saber cosas de los españoles. Su naturaleza, sus supersticiones cristianas. Todo.

Pochotl empleó lo que le quedaba del bolil o para rebañar la sopa, y luego dijo:

-Ayer viste cómo quemaban vivo a aquel hombre, ¿verdad? Pues ya sabes lo que cualquiera necesita saber

acerca de los españoles y de los cristianos.

-Yo lo que sé es una cosa. Mi tinaja desapareció del lugar donde la dejé, justo a la puerta de la catedral.

Debió de ser un cristiano quien me la robó. Yo sólo la había cogido prestada Ahora les debo una tinaja a los

frailes de este mesón.

-¡En nombre de todos los dioses! Pero ¿de qué me estás hablando?

-De nada. No importa. -Miré largo y tendido a aquel que se describía a sí mismo como mendigo, parásito y

vago. Decidí confiar en él y continué hablando-: Deseo conocerlo todo acerca de los españoles porque

quiero derrocarlos.

Pochotl se echó a reír con voz ronca.

-¿Y quién no? Pero ¿quién puede hacerlo?

-Quizá tú y yo.

-¿Yo? -Esta vez se rió estrepitosamente-. ¿Tú?

-Yo he recibido el mismo entrenamiento militar que aquel os guerreros que hicieron que los mexicas se

convirtieran en el orgul o, en el terror y en los dominadores del Unico Mundo -le dije poniéndome a la

defensiva.

-Pues sí que les sirvió de mucho a esos guerreros su entrenamiento -gruñó Pochotí-. ¿Dónde están ahora?

Los pocos que quedan van caminando por ahí con unas marcas grabadas al aguafuerte en el rostro. ¿Y tú

esperas vencer al í donde el os no pudieron hacerlo?

-Yo creo que un hombre con determinación y empeño es capaz de hacer cualquier cosa.

-Pero ningún hombre puede hacerlo todo él solo. -Luego volvió a reírse de nuevo-Ni siquiera tú y yo