primarias de Aztlán, cuando tuvo que comenzar su educación con unos compañeros de clase que no eran
más que niños pequeños. No creo que hubiera un solo varón en la estancia lo bastante mayor como para
l evar el máxtíatl debajo del manto, y las pocas chicas presentes parecían aún más pequeñas. Otra cosa
que se percibía inmediatamente era la gama de coloración de piel que había entre nosotros. Ninguno de los
niños era tan blanco como los españoles, desde luego. La mayor parte tenían la piel igual que yo, pero un
buen número eran mucho más pálidos de tono, y dos o tres mucho más oscuros. Comprendí que los de piel
más clara debían de ser los retoños producto de acoplamientos entre españoles y nosotros, los "indios". Sin
embargo, ¿de dónde procedían aquel os otros que eran tan oscuros? Obviamente uno de los progenitores
de cada uno de el os había sido un miembro de mi propia gente, pero... ¿y el otro progenitor?
No hice ninguna pregunta en aquel momento. Me senté sumiso en uno de los bancos colocados en filas y,
mientras aquel os jovenzuelos estiraban el cuel o y se daban la vuelta para mirar embobados a aquel
hombretón que ahora se encontraba entre el os, aguardé a que empezase la primera lección. Alonso se
colocó de pie detrás de una mesa en la parte delantera de la habitación, y debo decir que me resultó
admirable su inteligente forma de abordar la tarea de enseñarnos.
-Empezaremos -dijo en náhuatl- por practicar los sonidos abiertos de la lengua española: a, e, i, o, u. Son
los mismos sonidos que tenemos en las siguientes palabras de vuestra lengua. Escuchad. Acali. . - Lene...
ixtlil. -. pochotl... calpuli.
Las palabras que había pronunciado eran reconocibles incluso para los más pequeños de la clase, puesto
que significaban canoa, madre, negro, árbol de algodón sedoso y familia.
-Oiréis exactamente los mismos sonidos otra vez en las siguientes palabras españolas -continuó-.
Escuchad atentamente. Acali... banco. Tene... diente. Ixtlil... piso. Pochotl... polvo. Calpuli. -. muro.
Nos hizo repetir aquel as diez palabras una y otra vez, poniendo énfasis en el parecido de los "sonidos
abiertos". Sólo entonces, a fin de no confundirnos, nos demostró lo que querían decir las palabras
españolas.
-Banco -comenzó, y se inclinó para tocar repetidamente uno de los bancos de la primera fila-. Diente. -Y
señaló uno de sus propios dientes-. Piso. -Señaló y dio un golpe con el pie en el suelo-. Polvo. -Y pasó la
mano por la mesa, levantando una polvareda-. Muro. -Y señaló la pared situada detrás de él.
Luego nos hizo repetir de nuevo aquel as palabras españolas una y otra vez, y que apuntáramos con él
hacia las cosas que significaban. Banco, banco. Piso, suelo. Polvo, polvo. Muro, pared. Y luego volvió a
nuestra lengua para decir:
-Muy bien, chicos. Y ahora... ¿cuál de vosotros, bril antes estudiantes, puede decirme otras cinco palabras
en náhuatl que contengan los sonidos a, e, i, o, u?
Al ver que nadie, ni siquiera yo, se ofrecía voluntario para hacerlo, Alonso le indicó a una niña pequeña que
ocupaba un banco delantero que se levantase. El a lo hizo y empezó a decir tímidamente:
-Acali... tene...
-No, no, no -le indicó nuestro profesor mientras movía un dedo de un lado a otro-. Esas son las mismas
palabras que yo os he dicho. Hay muchas más, otras muchas. ¿Quién puede decirnos cinco de el as?
Los estudiantes, incluido yo, nos quedamos sentados en silencio y nos miramos tímidamente de reojo unos
a otros. Así que Alonso me señaló a mi.
-Juan Británico, tú eres mayor y sé que tienes una buena provisión de palabras en la cabeza. Dinos cinco
de el as que contengan esos distintos sonidos abiertos.
Yo ya había estado meditando sobre eso y, no sé por qué, me habían venido a la cabeza cinco palabras.
Así que ahora, de la misma forma traviesa con que lo haría un colegial que tuviera la mitad de edad que yo,
sonreí y las pronuncié:
-MaátitL.. ahuilnema... tipili... chitoli... tepuli.
Unos cuantos niños de los más jóvenes parecieron no comprender aquel as palabras, pero la mayor parte
de los demás reconocieron por lo menos algunas de el as, y contuvieron la respiración l enos de horror o se
echaron a reír mientras se tapaban la boca con las manos, porque aquél as eran palabras que ningún
maestro, sobre todo un maestro cristiano que enseñara en una escuela eclesiástica, oía a menudo ni le
gustaba oír. Alonso me miró muy enfadado y me dijo bruscamente:
-Muy gracioso, impúdico bobalicón. Ve a ponerte de pie en aquel rincón de cara a la pared. Y quédate al í, y
avergüénzate de ti mismo, hasta que la clase termine.
Yo no sabía lo que era un bobalicón, pero podía aventurar una suposición. De modo que me quedé de pie
en el rincón, sintiendo que me habían castigado justamente y lamentando haberle hablado así a un hombre
que se había portado muy bien conmigo. En resumen, la lección de aquel día se dedicó a recitar una y otra
vez inocuas palabras que contenían aquel os sonidos abiertos. Yo ya había dominado los sonidos y había
memorizado las cinco palabras españolas, por lo que en realidad no me perdí gran cosa por el hecho de
verme marginado e ignorado. Además, al finalizar la clase, Alonso se dirigió a mí y me dijo:
-Lo que has hecho, Juan, ha sido una grosería impropia e infantil. Y he tenido que mostrarme estricto
contigo para que les sirviera de ejemplo a los demás. Pero, en confianza, he de decirte que ese travieso
capricho tuyo ha servido para relajar la tensión de esos niños. La mayoría de el os estaban tensos y
nerviosos al comienzo de esta nueva experiencia. De ahora en adelante el os y yo nos l evaremos mejor y
nos trataremos con más familiaridad. Así que por esta vez te perdono la diablura.
Le indiqué, y así lo pensaba en realidad, que nunca más se produciría una situación como aquél a.
Entonces Alonso me condujo por el pasil o hasta donde se estaban reuniendo los alumnos para la clase
siguiente. Al í era donde me sometería a mi primera instrucción en cristianismo, y me complació ver que ya
no era el alumno de más edad. Mis nuevos compañeros de clase comprendían distintas edades que iban
desde la adolescencia hasta la madurez. No había niños, eran pocas las mujeres y entre aquel os
estudiantes no había nada de la inquietante variedad de color de piel que se daba en los niños de la otra
habitación. Sin embargo, aquél a no era una clase donde se enseñasen simplemente los rudimentos del
tema a los principiantes. Estaba claro que hacía ya tiempo que habían comenzado, puede que meses,
antes de que yo me uniese a el os. Por eso me vi zambul ido en lo que para mí eran unas profundidades
que quedaban fuera de mi comprensión.
En aquel mi primer día, el sacerdote que hacía de profesor estaba exponiendo el concepto cristiano de la
"trinidad". El padre Diego no l evaba afeitada sólo la coronil a de la cabeza, sino que era calvo y se
mostraba complacido cuando se dirigían a él l amándole tete, el diminutivo cariñoso de nuestro pueblo para
decir "padre". Hablaba un náhuatl casi tan fluido como el del notario Alonso, así que yo entendí todo lo que
decía, aunque no lo que significaban las palabras o las expresiones. Por ejemplo, la palabra "trinidad" en
nuestra lengua es yeylntetl y sirve para denotar un grupo de tres, tres cosas en compañía, tres entidades
que actúan juntas o un grupo de tres cosas, como por ejemplo los tres puntos de un triángulo o las hojas de