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blanco o blanca, y por tanto engañase a algún incauto español auténtico para contraer matrimonio... Pues

bien... eso ha sucedido.

-¿Y cómo iba alguien a enterarse? -quise saber.

-Hace poco, en Cuba, un hombre y una mujer en apariencia blancos tuvieron un... lo que nosotros

l amamos un salto atrás... un bebé inconfundiblemente negro. La mujer, desde luego, aseguró que era

inocente, que provenía de un inmaculado linaje castel ano y que su fidelidad conyugal era intachable. más

tarde las habladurías locales empezaron a decir que si se hubiera l evado un registro como Dios manda

desde que los primeros españoles l egaron a Cuba, el marido blanco bien hubiera podido resultar ser el

culpable poseedor de la sangre negra. Pero por entonces la Iglesia, claro está, ya había enviado a la

hoguera a la mujer y a su hijo. De ahí nuestra puntil osa atención a l evarlo todo registrado. Porque el más

leve trazo de sangre no blanca, evidente o no, contamina al que la l eva y lo hace inferior.

-Inferior -repetí-. Sí, claro.

-Incluso los españoles observamos algunas distinciones entre nosotros mismos. A los niños españoles

indiscutiblemente blancos que ves en las aulas de tu colegio los l amamos criol os, que significa que han

nacido a este lado del mar Océano. Los niños mayores y sus padres, aquel os que como yo nacimos en la

Madre España, nos l amamos gachupines, que es como decir "los que l evamos el acicate", los españoles

más españoles de todos. Y me atrevo a decir que con el tiempo los gachupines mirarán a los criol os como

inferiores, como si el haber nacido bajo cielos diferentes supusiera alguna diferencia en su condición social.

Para mi lo único que eso significa es que se me ordena que lo ponga así en la lista de mi censo y archivos

catastrales.

Asentí para indicar que seguía su explicación, aunque yo no tenía la menor idea de lo que significaban las

palabras kcicate" y "censo".

-Sin embargo -continuó diciendo Alonso-, de los otros, los mestizos, sólo he mencionado unas cuantas de

las clasificaciones que indican fracción. Si, por ejemplo, un cuarterón se empareja con un blanco, el hijo de

ambos es un octavo. Las clasificaciones l egan hasta el decimosexto, que sería un niño al que

probablemente no se le distinguiría de un blanco, aunque Nueva España es una colonia demasiado joven

aún para haber producido ninguno. Y hay otros nombres para designar a aquel os que son fruto de las

combinaciones posibles de sangre blanca, india y mora. Coyotes, barcinos, bajunos, los desafortunados

pinto los de piel moteada y muchos más. Llevar sus registros puede resultar engorrosamente complicado,

pero debemos l evar esos registros, y lo hacemos, para distinguir la calidad de cada persona, desde los

más nobles hasta los más bajos.

-Desde luego -repetí.

Con el tiempo l egaría a ser evidente en cualquier cal e de la ciudad, y sin ambigüedad alguna, que muchos

de mi propia gente l egaron a aceptar e incluso a estar de acuerdo con aquel a idea impuesta por los

españoles de que eran menos que seres humanos. Esa aceptación de ser inherentemente inferiores la

expresaron nada menos que con el pelo.

Los españoles saben desde hace mucho tiempo que la mayoría de nuestros pueblos del Unico Mundo son

bastante menos peludos que el os. Nosotros, los "indios", tenemos abundante pelo en la cabeza, pero

excepto la gente de una o dos tribus anómalas, no tenemos más que un indicio de vel o en la cara o en el

cuerpo. A nuestros hijos varones, desde su nacimiento y durante la infancia, sus madres les lavan la cara

repetidamente con agua de lima hirviendo, de modo que, en la adolescencia, ni siquiera les sale pelusa en

la barba. Las niñas, desde luego, no tienen que soportar ese tratamiento preventivo. Pero, varones o

hembras, a nosotros no nos crece vel o en el pecho ni en las axilas, y sólo unos cuantos de nosotros tienen

si acaso el más leve asomo de ymaxtli en la zona genital.

Muy bien. Los españoles blancos son peludos, y los españoles blancos, por propia definición, son muy

superiores a los indios. Y deduzco que la sangre de un antepasado blanco, por mucho que se diluya al

transcurrir las generaciones, confiere a los descendientes una tendencia a ser vel udo. Así que, con el

tiempo, nuestros hombres dejaron de estar orgul osos de tener el rostro suave y limpio. Las madres ya no

les escaldaban la cara a sus hijos varones mientras éstos eran pequeños. Los adolescentes que

encontraban el más mínimo asomo de pelusil a en las mejil as se la dejaban crecer y hacían todo lo posible

para conseguir que se les convirtiera en una barba completa. Y aquel os a quienes les brotaba vel o en el

pecho o debajo de los brazos se guardaban muy bien de arrancárselo o afeitárselo.

Y lo que era peor aún, las mujeres jóvenes, incluso aquel as que por lo demás eran guapas, no se

avergonzaban si descubrían que les crecía vel o en las piernas o debajo de los brazos. En realidad incluso

empezaron a l evar la falda más corta para mostrar aquel as piernas peludas, y cortaban las mangas de las

blusas para poder exhibir así las pequeñas matas de las axilas.

Hasta el día de hoy, cualquiera de nuestra raza, sea hombre o mujer, que desarrol a un rostro o un cuerpo

hirsutos, bien sea unos cuantos pelos ralos o algo parecido a un vel o poblado, se vanagloria de el o. Desde

luego los marca como poseedores de una mancha de bastardía en algún punto de su linaje, pero eso no les

importa porque están proclamando al resto de nosotros: "Vosotros, personas de piel lampiña, puede que

tengáis el mismo color de piel que yo, pero vosotros y yo ya no somos de la misma raza inferior y

despreciable. Yo tengo un exceso de vel o, lo cual significa que tengo sangre española en las venas. Sólo

con mirarme ya sabéis que soy superior a vosotros."

Pero me estoy adelantando a mi crónica. En la época en que me asenté en la Ciudad de México no había

tantos mestizos, mulatos y otras personas mezcladas a la vista. Hacia algún tiempo que había pasado mi

decimoctavo cumpleaños, aunque exactamente cuándo, según el calendario cristiano, no lo sabría decir,

puesto que yo entonces no estaba demasiado familiarizado con dicho calendario. De todos modos los

conquistadores blancos y negros no l evaban todavía entre nosotros el tiempo suficiente como para haber

producido más que algunos retoños muy jóvenes, como los que vi en mis clases del colegio.

Sin embargo, lo que sí vi en las cal es, tanto a mi l egada como siempre después, fue un número mucho

mayor de borrachos de los que yo hubiera visto nunca, ni siquiera en las celebraciones más licenciosas de

festividades en Aztlán. A todas horas, de día o de noche, se podía ver, tambaleándose o incluso cayendo

inconscientes en lugares donde los transeúntes sobrios tenían que saltar por encima de el os, a muchos

hombres, y a no pocas mujeres, borrachos. Nuestra gente, incluso nuestros sacerdotes, nunca habían sido

totalmente abstemios, pero tampoco habían abusado demasiado a menudo, excepto en algunas

festividades, de las bebidas embriagadoras, como la leche de coco fermentada de Aztlán, el chápari que los

purepechas hacían de miel de abeja o el octli, conocido en todas partes y al que los españoles l aman

pulque, el cual se hacía de planta de metí, que los españoles conocen como maguey.

Sólo me cupo suponer que los ciudadanos mexicas se habían dado en exceso a la bebida para olvidar